José Cordero González

Sevilla
Sevilla
Cordero Casares, Esperanza

La lucha de mi padre, José Codero González

No sé cómo empezar esta historia, que siendo tan grande hay que reducirla tanto. Pero quiero aportar mi granito de arena en las historias de tantos camaradas que lucharon y que dieron hasta sus vidas, por la igualdad, la libertad y la justicia, en mitad de una dictadura donde solo había miedo y represión. Entre esas personas se encontraba, José Cordero, mi padre, un gran luchador, con unos grandes valores.

Sus padres fueron de origen obrero, mi abuelo pequeño comerciante, hombre liberal afiliado al Partido Republicano de Martínez Barrios, y mi abuela trabajadora de la Fábrica de Tabacos, expulsada por sus ideas sindicalistas.

Mi padre ingresó en la lucha antifranquista en Construcciones Aeronáuticas, a últimos de 1944, siendo su primera misión la de cotizar semanalmente una cuota, vender sellos pro-presos y buscar tres amigos antifranquistas, para que así se formasen las cadenas… Según decía él, era poca cosa.

Para mí, su vida siempre fue excepcional y un eterno orgullo. Ya de pequeña llegamos a vivir la represión y el continuo acoso de la policía, como ver cada noche un coche apostado en la esquina de mi casa, reuniones clandestinas, papeles subversivos… Al principio no entiendes nada, pero después con los años esto me hace sentirme orgullosa de ese hombre, que era mi padre y que me dio unos grandes valores de humildad.

De toda su historia que es inagotable, lo que más me impactó, fue el gran daño que le hicieron tanto físico como mental durante su detención. Fue en el año 1949, cuando él tenía apenas 25 años de edad. La clase obrera está vencida. Sus mejores dirigentes, o murieron en la guerra civil, o se encontraban en el exilio o la cárcel. Pero en España hubo un puñado de hombres que se mantuvieron firmes: los miembros del PCE. De cuando en cuando, la guadaña de la temida Brigada de la Política Social segaba a varios militantes (muchos), bien por la declaración de un traidor, un descuido, una palabra imprudente, los oídos de los espías que estaban en todas partes. Las víctimas eran llevadas a la sede de la brigada, comisaría que en Sevilla se encontraba en la plaza de Refinadores. Más tarde llegaban los palos y las torturas, después le seguía un tribunal militar y por último la cárcel de Burgos, donde el hambre y el frio acababan en la mayor parte de los casos con el dirigente obrero.

Pero tras cada caída, el partido como un Ave Fénix renacía de sus cenizas, y otros obreros tomaban el relevo y continuaban con la tarea. Entre estos nuevos dirigentes se encontraba Pepe Cordero, un humilde obrero administrativo de Construcciones Aeronáuticas, de 22 años de edad, su aspecto le hacía parecer más joven. Era delgado, estatura media, serio y cumplidor con su deber. Nunca tuvo quejas en su trabajo y los jefes lo apreciaban, aunque ignoraban que cuatro años antes, había sido captado por el Partido, por una obrera comunista, que más tarde fue condenada a largos años de prisión.

De militante paso a secretario de Organización para los diferentes núcleos del partido en Andalucía. Viajó por varios pueblos, provincias, campos… manteniendo contactos y transmitiendo instrucciones y consignas. Su nombre de guerra era Florencio, y durante dos años burló a la temible policía política. Desde luego le ayudó su físico, al no poseer señales que pudieran delatarle y su extrema juventud. Fue así que sobrevivió casi 24 meses que en aquellas condiciones casi era un milagro.

Nunca se supo cuál fue la causa de su detención, aunque él siempre lo achacó a la imprudencia de un militante que era hijo de un policía armado. Lo cierto es que fue seguido de cerca. Un día viajando en el tranvía de la Puerta de la Carne, con una gorrilla y gafas, un hombre alto que viajaba a su lado lo agarró del brazo y le dijo: «Venga usted conmigo». Mi padre no dijo nada, bajó y de un tirón se deshizo de él, y emprendió una veloz carrera. Pero en vez de adentrarse por los callejones, corrió por la calle ancha de Santa María la Blanca, gritando: «Soy político, dejadme pasar». Los obreros que transitaban por la calle no solo se apartaban, sino que estorbaban a la policía al pasar. Un policía armado que salía de tomar café en un bar no tuvo más remedio que ponerle el pie, haciéndolo caer al suelo, un golpe que le produjo una gran hemorragia. Fue levantado bruscamente y ante la mirada de todos, recibió puñetazos y patadas acompañadas de grandes insultos: rojo, cabrón, hijo de puta…

Después de haber sido registrado y fichado, fue llevado a la celda, no sin dejar de decirle que al día siguiente iba a empezar la verdadera fiesta. Esa noche no pudo dormir tanto por el dolor físico producido por los golpes, como por su angustia. Todos sus pensamientos se centraban en poder tener la fuerza suficiente para no delatar y traicionar a sus camaradas. Mentalmente recordó lo que le habían contado sus compañeros que habían pasado por esa situación. Parecía oírles: «No dialogues con ellos, pon cara de tonto cuando te pregunten, cada vez que te digan que tus camaradas te han traicionado, tú no sabes nada y nada puedes decir». Pero la policía social ya sabía de él, y en un registro en su casa encontraron un carnet de ferroviario, una cartilla de la marina, un periódico de Mundo Obrero en francés, una bandera y una pistola.

A las nueve de la mañana fue conducido al despacho de los interrogatorios. Fue sentado frente al todopoderoso jefe y por un momento se miraron a la cara. Por un lado estaba el verdugo sin conciencia que se ganaba el sueldo torturando y maltratando. Por el otro, el humilde obrero que, sin recibir ni un céntimo, estaba dispuesto a enfrentarse con la máquina represora del Franquismo. Lo primero que su torturador le dijo fue que mientras la Pasionaria y varios dirigentes estaban a salvo en el extranjero, él, un simple obrero, iba a tener que pagar por todos ellos. Cada vez que le hablaban o preguntaban lo hacían con su nombre de guerra, Florencio, a lo que mi padre respondía que él se llamaba José Cordero y que no conocía a ningún Florencio. Ante esto empezaron los golpes. En su cabeza resonaban las palabras de los camaradas: «No digas nada, si nada dices nada sabes». La tortura se mantuvo durante 17 días, la vida de mi padre se convirtió en una trágica pesadilla, e incluso para que hablara le dijeron que su madre había padecido un ataque grave de corazón, y que si hablaba le dejarían ir a verla escoltado. Mi padre, con lágrimas en los ojos, solo pudo decirle: «Me parte usted el corazón, pero no puedo decirle nada porque nada sé».

No delató a ningún compañero ni dio contacto alguno, y tan solo se echó encima la tenencia de la pistola. A los 17 días dan toda su ropa ensangrentada a sus familiares y lo llevan a Madrid, donde fue juzgado por un Tribunal Militar y condenado a veinte años y un día en la prisión de Burgos, de los cuales sólo cumplió doce, regresando con 34 años a su amada familia que tanto sufrió. Atrás quedaron los mejores años de su vida pasados en una fría prisión, dejando y enterrando a demasiados camaradas, solo por tener unos ideales. Se casó con su compañera de vida, de desdichas y sufrimientos que siempre lo esperó, sin saber si algún día lo matarían. Y tuvo tres hijas, pero nunca dejó sus ideas políticas ni sus convicciones.

Continuó su lucha dirigiendo a los camaradas, y muerto Franco se acogió a una ley para regresar a su antigua fábrica de Construcciones Aeronáuticas. Allí vio con pena que la clase trabajadora por la que él y otros compañeros habían luchado y muerto, solo quería ganar dinero. Al cumplir su edad se jubiló con lo que le correspondía, y nunca pidió ni un solo privilegio. Sus últimos años trabajó para conseguir las indemnizaciones de los expresos, por aquellos que tanto lucharon.

Con todo mi cariño he querido aportar un granito de arena ante el olvido tuyo y de tantísimas personas como tú. Te quiero estés donde estés.

Gracias, Florencio; gracias, Pepe Cordero; gracias, papá.

Fuente: https://elcomun.es/2021/11/08/la-lucha-de-mi-padre-jose-cordero-gonzalez/