Adiós a Siegfried Meir, el niño que sobrevivió a Auschwitz y Mauthausen, adoptado por un prisionero español.

Vio perecer a sus padres en un campo de concentración nazi antes de ser protegido y adoptado por un prisionero español; años después se consagró como cantante en Francia “para demostrarle que salvarme la vida había valido la pena”

Carlos Hernández / 29/04/2020 – 22:21h

El próximo 4 de mayo habría cumplido 86 años y al día siguiente, 75. Siegfried Meir siempre tuvo dos cumpleaños. Uno era oficial y el otro conmemoraba su “resurrección” el 5 de mayo de 1945. Ese día fue liberado por las tropas estadounidenses en el campo de concentración de Mauthausen, al que había llegado, tres meses antes, procedente de Auschwitz.

Su historia no podría ser superada por la mejor y, a la vez, más terrible de las ficciones. Nacido en la localidad alemana de Fráncfort, en el seno de una familia judía de origen rumano, creció marginado por las leyes antisemitas del III Reich. El pequeño Siegfried pasó su infancia preguntándose por qué no podía entrar en la mayoría de las tiendas ni jugar en el parque con los demás niños alemanes ni ir a su misma escuela: “Como mis padres eran muy religiosos, mi padre me decía siempre que no me preocupara, que Dios nos protegería. Cuando llegamos a Auschwitz y vi todo lo que allí ocurría, dije ¿dónde está Dios?”.

La familia Meir fue deportada al letal campo de concentración nazi el 23 de abril de 1943. Siegfried tenía ocho años: “El convoy en el que llegamos a Auschwitz era muy pequeño y eso me salvó. Mi padre fue al campo masculino, donde murió. Yo fui en los brazos de mi madre a la sección de las mujeres. Cuando entramos en la sala en la que nos afeitaban todos los pelos, los prisioneros que trabajaban allí le dijeron a mi madre: ‘Tienes que esconder al niño porque no es normal que haya llegado hasta aquí. Cuando lo descubran te lo van a quitar y te lo van a matar”. Siegfried permaneció escondido durante dos meses: “Cuando mi madre y las otras presas se iban a trabajar, yo me ponía al fondo del todo, en las literas que eran de cuatro pisos, y nadie podía verme”. Todo cambió cuando su madre murió de tifus. El niño decidió asistir al recuento matinal, sabiendo que se jugaba la vida. Quizás por su aspecto ario y por su dominio del alemán, las guardianas SS le permitieron continuar con vida. 

No fue su último golpe de suerte. Tras contraer el tifus fue a parar a la enfermería de Auschwitz que dirigía el tristemente célebre Doctor Mengele: “Me llevaron a la barraca donde se experimentaba con gemelos. Entonces yo no sabía nada de estos experimentos. Mengele tenía un equipo de varios médicos. No sé qué es lo que me hicieron, pero lo cierto es que me curé”. Siegfried siguió viendo cada día como los SS asesinaban a centenares de prisioneros y no solo en la cámara de gas: “Me asusté mucho la noche que liquidaron el campo de los gitanos. Trataban de escaparse por los tejados y les disparaban, les tiraban a matar como si fueran cerdos. Los liquidaron a todos esa noche”.

Marcha de la muerte hacia Mauthausen

En enero de 1945 los nazis evacuaron Auschwitz para evitar que los prisioneros fueran liberados por las tropas soviéticas que ya se aproximaban al campo. Siegfried, junto a miles de hombres y mujeres, fueron subidos a un tren de vagones descubiertos rumbo a Mauthausen: “Pensé que era el final y que me iba a morir. Veía a la gente morir congelada en el vagón. Estaba decidido a dejarme ir.” Una unidad de partisanos atacó el convoy, por lo que la marcha continuó a pie: “Y es ahí donde tengo un agujero negro. No sé lo que pasó, pero con toda seguridad me desvanecí. La única forma en que pude llegar a Mauthausen fue en los brazos de alguien, no lo sé”.

A su llegada al nuevo campo, la suerte volvió a estar del lado del pequeño. Harto de todo, se puso a gritar y a patalear para que no le cortaran el pelo: “Monté tal escándalo que vino uno de los comandantes SS. Ya no tenía miedo a morir porque había escapado tantas veces a la muerte que todo me daba igual”. Al sanguinario capitán Bachmayer le sorprendió el valor de aquel niño rubito y, tras charlar con él en alemán, se lo entregó a un prisionero español. Saturnino Navazo, un futbolista burgalés que llevaba cuatro años en Mauthausen, le trató como a un hijo y veló por él, con la ayuda de otros compatriotas, hasta el final de la guerra. A esas alturas de 1945 ya habían perecido en ese campo de concentración cerca de 5.000 españoles, dos tercios de todos los republicanos deportados a Mauthausen.

Tres meses después, el 5 de mayo, una unidad de soldados estadounidenses atravesó las puertas del recinto y acabó con la pesadilla de los cautivos: “Fue todo una locura porque ves a la gente a tu alrededor, tan feliz, gritando… Recuerdo que me subí a uno de los tanques americanos y uno de los soldados me dio un chicle. Yo no sabía lo que era un chicle, así que pensé que era un caramelo y me lo tragué. Un día antes había cumplido los 11 años, así que la liberación fue un bonito cumpleaños”.

De ladronzuelo a estrella de la canción

Saturnino Navazo adoptó a Siegfried y ambos comenzaron una nueva vida en Francia. Al pequeño le costó mucho adaptarse a la vida en libertad: “Mi escuela habían sido los campos de concentración y me había acostumbrado a robar. Y después de la liberación seguía haciéndolo”. Su actitud cambió el día que Navazo le explicó que, si seguía por ese camino, terminaría muy mal y él se disgustaría muchísimo: “Recuerdo que me habló con tanta ternura que, desde ese momento, cambié”.

El cambio incluyó un ambicioso propósito para el futuro: “Tenía que conseguir que Navazo se sintiera orgulloso de mí. Quería que se diera cuenta de que salvar mi vida había merecido la pena. Y, por eso, quise dejar de ser un cero a la izquierda y hacerme famoso”. Y lo logró. Con el nombre artístico de Jean Siegfried se convirtió en un cantante de éxito en toda Francia. Más tarde se trasladaría a Ibiza, donde triunfó en el mundo de la moda y desarrolló una carrera como escultor y pintor.

Aunque Navazo no regresó del exilio francés, ambos mantuvieron el contacto hasta la muerte del burgalés. Ese acontecimiento supuso una debacle para Siegfried: “Cuando Navazo murió, caí en una profunda depresión. Me sentí muy mal y dejé que mis negocios murieran. Fue una ruina casi deseada porque ya no tenía que demostrarle nada a nadie”.

Siegfried Meir plasmó sus vivencias en el libro Mi resiliencia y se dedicó a impartir charlas en actos públicos y también en colegios. La necesidad de olvidar el horror vivido siempre fue superado por el deseo de que las nuevas generaciones conocieran la magnitud del genocidio nazi: “Yo no había hecho nada, solamente nacer en un sitio donde otros niños nacen y otras personas trabajan. Nunca he podido entender las razones por las que quisieron matarme. Navazo y los españoles habían luchado por algo en lo que creían. Para mí son una especie de héroes. Pero yo solo era un niño que vivía tranquilamente en su casa, le sacaron de ella y le llevaron a un campo donde mataron a sus padres y le quisieron matar a él”.

Siegfried falleció en marzo tras luchar durante años contra una durísima enfermedad. La pandemia que nos asola es la culpable de que hayamos conocido su desaparición con un mes de retraso. Con su marcha se va una de las últimas víctimas españolas del nazismo. También en marzo falleció el asturiano Alfredo Rotella, prisionero en Buchenwald, y este martes murió Pedro Martín Aparicio, deportado en Sachsenhausen. Según los datos de que disponemos, solo queda un superviviente español de los campos de concentración nazis: el cordobés de 101 años Juan Romero Romero que pasó cuatro años en Mauthausen.

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