Los hijos de seis presos en uno de los campos más aterradores del régimen franquista rememoran lo que padecieron sus familiares al acabar la Guerra Civil y celebran que la Generalitat lo declare Lugar de la Memoria Democrática y se vaya a crear un centro de interpretación como homenaje a los más de 15.000 reclusos tras décadas de silencio
“Sardinas rancias y luego agua para que se reventaran”, rememora Pilar Claveras, que añade que a su padre también le daban alfalfa. “Comían alpargatas y hasta la corteza de las palmeras”, continúa Encarna García. También las cáscaras de naranja. “No se sabe cómo llegó un jamón. Le dijeron que si conseguía una taza de madera le darían caldo. Arrancó hasta las tablas del barracón de los oficiales, y lo consiguió”, agrega Julián: “Pasó mucha hambre, y la siguió teniendo hasta bien pasada la guerra”.
Llegaron en un tren para ganado Albatera, donde sufrieron múltiples vejaciones. “No eran personas”, declara Enrique, que también cuenta que si alguien se escapaba fusilaban al de delante y al de atrás de la fila, de forma que se ataban con una cuerda para dormir. En palabras de Julián, “presenciaron de todo, desde palizas sin ton ni son hasta disparos por acercarse a la valla”. Se escuchaban tiros en el palmeral cercano. “Había fusilamientos”, incide Encarna. “Muchos se suicidaban; se volvían locos”, lamenta Pilar.
Antiguo campo de trabajo republicano con una capacidad para 1.500 personas, entre abril y noviembre de 1939 el régimen franquista lo usó como centro de clasificación de prisioneros, entre 15.000 y 20.000. “Hacinados totalmente, no se podían ni acostar”, María Isabel Gómez-Valades. A la intemperie, sobre un terreno de costra salada y bajo un sol que rajaba la tierra y la piel. O con frío: “Se quitaban pedazos de ropa para hacer un abrigo para el que estaba más débil”, añade. “En ese año les cayó toda el agua del mundo. Mi padre compartía una manta para cuatro como único techo”, relata Julián. Fue el primero de sus tres familiares en salir, por ser menor de edad, con 16 años. “A mi abuelo ya no lo volvieron a ver”, continúa. Volvió a su pueblo de Toledo, y fue “el principio del final”, matiza.
Porque los regresos tampoco fueron fáciles. A la semana de llegar a Don Benito (Badajoz), a José Gómez-Valades, de 22 años, lo detuvieron y pasó cinco años en la cárcel. El padre de Damián, Modesto García, de Molina de Aragón (Guadalajara), estuvo 18 años en diferentes prisiones. A Rufino Claveras, que estaba condenando a muerte, le conmutaron la pena, pero estuvo controlado por la Guardia Civil durante 15 años. Tenía que presentarse en el cuartel de Uncastillo (Zaragoza) cuatro veces al día. “No lo dejaban vivir; por eso tenía 50 años cuando nacimos”, explica Pilar.
Todo ello permitirá la reconstrucción de este espacio. Como ejemplo, Enrique cita varios campos europeos como el de Gurs. “Es un homenaje a todos ellos; se les debe”, apunta María Isabel. El padre de Damián casi no hablaba de lo que padeció: “Servirá para que no quede en el olvido”. Para Pilar es un avance: “Mi padre murió con la pena de que seguíamos donde mismo estábamos”. El de Julián hubiera llorado con la noticia de que va a ser un lugar de memoria. Él irá en septiembre para ver de cerca la campaña arqueológica. Acompañó a su padre la primera vez que regresó. Le hicieron una entrevista en la caseta que sigue en pie. “Han pasado diez años y no he sido capaz de verla”, confiesa. A los cinco meses murió, con 89 años. El de Enrique está enterrado con un puñado de tierra del campo de Albatera.