Asesinados el 16 de agosto en Trigueros y San Juan del Puerto (Huelva)

Asesinados el 16 de agosto en Trigueros y San Juan del Puerto (Huelva)

Asociación Memoria Historica de Beas.

“Seguramente en aquellos primeros días de agosto de 1936, encerrados en las dos zonas acotadas en las naves laterales de los pies de la iglesia, donde está la pila de bautismo y en la zona simétrica, en condiciones lamentables de higiene, recibiendo la comida que los familiares (generalmente los hijos, pequeños muchas veces) les llevaban al mediodía, por la tarde… ya empezarían a pensar que aquello no era una mera detención sino que les esperaba algo peor. ¿Qué hablarían entre ellos en aquellas noches calurosas encerrados en la iglesia (se reforzaron las puertas por fuera para evitar posibles fugas), vigilados, angustiados, pensando en el porvenir de sus familias?

Cuando anunciaron que con motivo de la festividad de la Virgen de los Clarines se iba a celebrar una misa en el porche de la iglesia, abierto al paseo, a la que fueron obligados a asistir públicamente los rojos allí encerrados, se abrió un rayo de esperanza; quizás los iban a perdonar o, como máximo, a trasladarlos a la prisión de Huelva. Pero mi abuelo ya había comprendido: “Papá, ¿quieres que nosotros vayamos a la misa?, ¿será mejor?… No, hija, no hace falta, no va a servir para nada”, recuerda mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor. Y así fue. Pero las familias seguían amarradas a ese hilo de esperanza. El día 16 de agosto mi madre había ido, como muchas otras mujeres, jóvenes y mayores, a lavar a Los Lavaderos; quizás alguien le llevó la ropa en el serón de un burro, quizás la llevaba ella misma en un baño de zinc en la cabeza recorriendo el kilómetro y medio de camino. Estaban en “coladero”, a donde se iba cada cierto tiempo a lavar toda la ropa; su padre, aunque estuviera detenido, debía de cambiarse y tener ropa limpia. Era la hora de la siesta, las mujeres arrodilladas lavando, probablemente suspirando de vez en cuando. Y llega el rumor: “que se llevan a los presos, que se llevan a los presos”. Todas recogen rápidamente la ropa, seca, mojada, hecha un lío, como fuera, y echan a correr hacia el pueblo; y al llegar a Nador, “¡una gritina!, que se llevan a los presos, que se llevan a los presos”, me ha contado cientos de veces mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor.

Ya no pudo verlo. Se lo habían llevado en el primero de los dos camiones que salieron de la plaza; en él iban 16 hombres buenos, apelotonados, con sus vigilantes armados, en la caja del camión, seguramente con la mirada perdida, grabando por última vez en sus retinas la imagen de aquella plaza, la plaza “de abajo” a la que la mayoría tenía que acudir cada mañana a ver si les daban trabajo, en la que habían disfrutado de las capeas, la plaza “de arriba” por donde incluso se atrevían a pasear con sus familias algunos domingos, los rostros de los pocos que se atrevían a estar por allí, mirando de lejos. ¿Y sus mujeres?, ¿y sus familias? Al enterarse de la saca, habían acudido quienes vivían más cerca de la plaza a ver si podían ver sus maridos, a sus padres. Pero, cuando el camión empezó a bajar por la cuesta desde la plaza hacia la Calle Larga, las que intentaron asomarse a la calle, refugiadas en los portales de algunas casas, fueron metidas para adentro a culatazos bajo amenazas de que, si no se metían, les iban a pegar también un tiro. Y fueron privadas de una última mirada de despedida. Es difícil comprender tanta crueldad, tanto ensañamiento, tan poco compasión…

Flore fue fusilado esa calurosa tarde del 16 de agosto en el terraplén del muro lateral exterior del cementerio de Trigueros, junto con los otros 15 hombres que iban en el camión. No sabían a dónde iban, quizás a Huelva, aunque ya estarían seguros de lo peor. ¿Cuánto tardarían en llegar al cementerio de Trigueros, pasando la cuesta del horno del Mosquito, por el Charco Hondo, atravesando el pueblo de Trigueros, comprobando que el camión paraba el motor y que los hacían bajar y los ponían junto al terraplén…? ¿Pero los iban a matar así?, ¿era posible?… Los de los fusiles eran forasteros (¿o quizás alguno era conocido?…); no les importaría tanto disparar a gente de otro pueblo; luego no podrían hablar, claro. “¿Qué pensaría tu abuelo, el pobre, cuando se vio ante los fusiles? Pensaría en su mujer, en sus hijos, en la vida tan desgraciada que les esperaría…”, repite una y otra vez mi madre, siempre con las mismas palabras, siempre con el mismo tono de dolor. Poco después, aquella misma tarde, un segundo camión, con los restantes 16 presos, salió también de la plaza, camino del cementerio de San Juan del Puerto, donde serían asimismo ejecutados. Aún debió de ser más dolorosa la experiencia para estos hombres, pues su camión pasó, despacio, por delante del callejón del cementerio de Trigueros donde yacían, aún calientes, sus compañeros fusilados. Al verlos, espantados, ya no tendrían ninguna duda de lo que les iba a pasar a ellos.

Los fusilados de Trigueros (lo mismo que ocurrió con los de San Juan) fueron enterrados –“como perros”, dice mi madre… y diría cualquier persona con un mínimo de sentimientos- en una fosa común en el suelo del cementerio, sin que quedara rastro del enterramiento. Un sencillo monumento funerario costeado después por las viudas fue derribado, parece que literalmente con sus manos –bonito gesto cristiano- por el cura de Trigueros, poco tiempo después. Pero ¿qué más da? Mejor dejar tranquilos a los muertos, ¿verdad? No pasa nada; sus viudas, sus hijos tendrían durante los primeros años en sus cabezas las terribles imágenes de sus cuerpos descomponiéndose en el suelo, con el calor del verano, con las lluvias del invierno. No pasa nada; quizás se lo merecían, ¿verdad? Ya se les irá olvidando; se irán amoldando a las costumbres de la vida en el pueblo; al fin y al cabo, ha muerto mucha gente en la guerra; el tiempo lo cura todo; olvidaros de aquellas locuras de los rojos; la República solo provocó enfrentamientos; estamos construyendo una nueva patria “en paz”…”

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