Adolfo Sánchez Vázquez

Algeciras
Cádiz

(Algeciras, 1915)

EL PENSADOR VIVO DEL EXILIO

El filósofo gaditano ha sido el gran pensador del exilio, el último testigo de la epopeya del destierro, la memoria viva que grita para que no se pierda el legado de la otra España, la expulsada tras la Guerra Civil. Sánchez Vázquez, un joven al que la guerra le sorprende en Málaga, vivirá la salida dolorosa de España. Viaja a México en el ‘Sinaia’ y se establece en México, donde se convierte en un brillante filósofo y catedrático de la Universidad de México. En España ha recibido condecoraciones y homenajes. Es un intelectual incorporado a la cultura española, pero consciente del desgarro que supuso el éxodo de los republicanos españoles ha escrito los fundamentos filosóficos que explican la agonía del desterrado:sus paradojas, su tragedia, su humor. La razón ética de los vencidos.

Las memorias del exilio reposan en frágiles anaqueles a la espera de una oportunidad. Son miles de páginas sin voz, puro artificio del recuerdo, evocación, nostalgia, rabia, humor defensivo, impotencia. Raíces al aire de fantasmas que vagan, ya sin más tierra que la de sus tumbas. Pero siempre hay un milagro. Alguien que vive para contarlo, un testigo de la epopeya, un supervivente del viaje homérico. Adolfo Sánchez Vázquez (Algeciras, 1915) es la memoria viva del exilio, el viajero que decidió quedarse al otro lado.

Sánchez Vázquez es el gran pensador del exilio, además de poeta, periodista y ensayista que ha escrito y reflexionado sobre la memoria del destierro con sus paradojas, tragedias, dignidades y alegrías. Cuando mira atrás se oye el susurro de las páginas que atraviesan una larga y novelesca vida. Una biografía en la que se suceden las tertulias literarias del Madrid de los años treinta, las utopías políticas, la Málaga literaria de Litoral, los vientos de la guerra, los barcos del exilio y la larga espera.

Sánchez Vázquez es uno de esos personajes azotados por la Historia, víctima de un tiempo absurdo que tuvo que enderezar el curso de su vida después del huracán de la guerra. Lanzado al otro lado del mundo, el joven periodista –había dirigido la revista de las Juventudes Comunistas– tiene que empezar una nueva vida distinta a la que había imaginado.

Han pasado los años y sigue en su patria de acogida, México. Terminado el exilio, él es uno de los que decidieron quedarse. Pero ¿cuándo se dio cuenta de que el regreso ya no tenía sentido? ¿cuándo guardó la maleta definitivamente después de tantos años detrás de la puerta?

El retorno

En su texto Fin del exilio y exilio sin fin, publicado en 1977 –cuando se inicia el retorno de los desterrados que había logrado sobrevivir a Franco–, Sánchez Vázquez repiensa su vida. Hace tiempo que ha decidido no volver a España: tiene a su familia establecida en México y una prestigiosa carrera como filósofo y catedrático de la Universidad, sus amigos reposan en el jardín de los desterrados. Ya no tiene sentido el regreso.

Este pensador ha escrito sobre el desgarro de los apátridas, una constante histórica que remonta a la expulsión de los judíos y que continúa con la huida de los heterodoxos y las migraciones de afrancesados y liberales. «El exilio es prisión y muerte;muerte lenta que recuerda su presencia cada vez que se arranca la hoja del calendario en el que está inscrito el sueño de la vuelta;y muerte agrandada y repetida un día y otro porque el exiliado vive la muerte de cada compatriota. Al aclararse las filas y estrecharse el círculo exiliado, cada quien ve estrecharse el círculo de su propia vida. ‘Uno más que se queda;uno menos que vuelve’, se dice a modo de adiós. Tristes son los entierros, pero ninguno como el del exiliado».

Él ha vivido muchas de esas despedidas. En las viejas fotografías recortadas de los periódicos, aparecen los entierros de los exiliados. En este álbum siempre aparece un hombre alto, con el pelo blanco y gafas gruesas que lee hermosos textos que luego recogen los cronistas. Es Sánchez Vázquez que despide a sus amigos Emilio Prados, a Manuel Altolaguirre, a Pedro Garfias, a Juan Rejano, a Max Aub.

En estos años, el pensador gaditano ha añadido páginas a esta tragedia colectiva. «El exiliado está siempre en el aire, sin poder asentarse aquí ni allá. Siempre en vilo, sin tocar tierra. El desterrado, al perder su tierra, se queda aterrado (en su sentido originario: sin tierra). El desterrado no tiene tierra (raíz o centro). Cortadas sus raíces, no puede arraigarse aquí;prendido del pasado, arrastrado por el futuro, no vive el presente. De ahí su idealización de lo perdido, la nostalgia que envuelve todo en una nueva luz (las calles sucias resplandecen;la fruta pequeña se agranda;las flores huelen mejor, las voces duras se suavizan, y hasta las piedras pierden sus aristas)», escribe.

¿Cuántas veces habrá recordado su Algeciras natal? ¿Y la Málaga de su juventud? Es allí donde ingresa en las Juventudes Comunistas –«fruto de un inconformismo un tanto romántico y utópico– y donde le sorprende el 18 de julio.

De la Guerra Civil recuerda el éxodo dramático de la población civil por la carretera de Málaga a Almería bajo el fuego de la artillería de los barcos fascistas, el frío de la batalla de Teruel, las risas y las lágrimas del Batallón del Talento y el estremecimiento del Madrid asediado. Durante este periodo, era el director de Ahora, la publicación de las Juventudes Comunistas. Tenía sólo 21 años. «Madrid, en la noche, era una ciudad fantasmal. El edificio del periódico –en el que yo permanecía desde el anochecer hasta las tres de la mañana– se encontraba en la vieja Cuesta de San Vicente, cerca de la zona de combante. Nuestro edificio quedaba en medio de las instalaciones artilleras republicanas y las del enemigo, razón por la cual tuve que acostumbrarme a escribir los artículos entre los duelos ensordecedores de los cañones de uno y otro signo», explica.

El manuscrito

Le costó trabajo acostumbrarse a escribir sin ese sonido de fondo, sin el sonido de las bombas, sin la percusión de la muerte. Tampoco sabía que en esa España agónica, camina su amigo Manuel Altolaguirre con el manuscrito de su poemario de juventud, El pulso ardiendo, que el joven Sánchez Vázquez había escrito antes de que estallara el horror. Será una de las sorpresas del exilio el día en el que Altolaguirre le muestre aquel manuscrito olvidado que se publicará en 1942 en Morelia, Michoacán.

Adolfo Sánchez Vázquez fue uno de los viajeros del Sinaia, uno de los redactores de la revista Romance, Ultramar o el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles en México.

Y es el exiliado, la memoria viva del destierro, aunque él no haya caído en la trampa de los relojes parados, de la nostalgia y la idealización de las patrias perdidas. Tampoco se rindió en las redes dulces de los refugiados. Por eso, matizó la teoría de José Gaos –que había sido su maestro en Madrid– sobre los transterrados. «El exiliado se ha quedado sin tierra;sin su propia tierra, porque se vio frozado a abandonarla. Es un desterrado. Y lo es porque su exilio no es un trans-tierro o el trasplante de una tierra a otra, que vendría a ser simplemente la prolongación o el rescate de la que ha perdido. No es, por lo tanto, un trans-terrado».

El tiempo que mató el recuerdo también cura. Sánchez Vázquez se dio cuenta de las nuevas raíces. «El exiliado descubre con estupor primero, con dolor después, con cierta ironía más tarde, en el momento mismo en que objetivamente ha terminado su exilio, que el tiempo no ha pasado impunemente, y que tanto si vuelve como si no vuelve, jamás dejará de ser un exiliado».

CAPÍTULO HISTÓRICO, CAPÍTULO CERRADO

Entre las páginas de esta memoria con voz, Adolfo Sánchez Vázquez rescata historias sucedidas en el Madrid de antes de la guerra, pesadillas en el frente, del camino desesperado del exilio o de los recuerdos de los viejos desterrados en los cafés mexicanos. Y evoca una escena sucedida en San Juan de Luz, en la frontera francesa. El escritor había acudido a París para un congreso del Partido Comunista y aprovecha la oportunidad para encontrarse con su padre y sus hermanos a los que no veía desde hacía casi veinte años. «Fue un encuentro triste y emocionante. Mi padre, consumido física y mentalmente, acusaba claramente los largos años de reclusión y de trato humillante en el presidio militar de Santa Catalina en Cádiz. Nos despedimos tras dos días de convivencia;al alejarse en el andén la figura de mi padre –desde el tren en marcha–, estaba yo seguro de que se alejaba para siempre. Murió algunos años después y ocho antes de que yo pisara de nuevo tierra de España».

Tiene entre sus páginas memoriales algunas escenas que forman parte de la historia literaria y a las que él asiste como sorprendido y fascinado joven. Es lo que le sucede cuando entra en el V Cuerpo del Ejército, bajo el mando de Líster. Poco después de la batalla de Teruel, Sánchez Vázquez visita a Antonio Machado y su madre para llevar los víveres con que les obsequiaban los jefes de este Cuerpo. Y a él le toca leer el soneto que Machado dedicó a Líster.

Sánchez Vázquez ha sido uno de los animadores intelectuales de México, una pieza fundamental perdida por España, un filósofo-maestro que sirvió de referencia a los jóvenes filósofos que constituyeron el grupo Hyperión y que elaboraron una «filosofía de lo mexicano».

El escritor no se ha detenido en sus primeras reflexiones, sino que ha revisado la ortodoxia marxista para cuestionar y repensar los fundamentos filosóficos. Entre su obra destacan Filosofía de la praxis, Invitación a la estética o Filosofía y economía en el joven Marx (Los manuscritos del 44).

Y como memoria viva del exilio es consciente de su tarea para luchar contra el olvido e incorporar a España el legado de los desterrados. «España está en deuda con el exilio no para exaltarlo sino para contribuir a que las nuevas generaciones conozcan sus frutos y vean un patrimonio que hay que salvar del olvido. No se trata de mitificarlo ni de hurgar en el pasado para tratar de conformar con él nuestro presente. El exilio es un capítulo histórico, pero un capítulo cerrado».

(Publicada en El Mundo el 20 de noviembre de 2006)
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