El abogado Andrés López Gálvez, defensor de los anarcosindicalistas gaditanos
Ramón Enrique Cadórniga fue presidente del tribunal de magistrados que juzgó al capitán Manuel Rojas Feigenspan en 1934. En 1936 sufrió el ensañamiento de los sediciosos. No fue el único. Otro que también padeció persecución y casi un lustro de cárcel fue Andrés López Gálvez, el abogado que representó los intereses de las tres familias de víctimas que ejercieron la acusación particular contra el capitán Rojas. Pero no fue el único caso en el que defendió los intereses de los anarcosindicalistas gaditanos. Lo hizo en otros muchos. Algunos de ellos los más importantes de los años treinta. En ambos casos tuvieron un especial protagonismo su participación en unos procesos que levantaron grandes expectativas y estuvieron rodeados de una importante carga política. En el caso del proceso al capitán Rojas partidarios y opositores de Manuel Azaña, presidente y ministro de la Guerra del gabinete de conjunción republicano-socialista gobernante en enero de 1933, se enfrentaron con la finalidad inmediata de hacer caer al gobierno, o defenderlo. Incluso con intención última de sacar definitivamente del mapa político a uno de los personajes más representativo del centro-izquierda republicano. Una polémica que, como lo ocurrido en la población gaditana, continúa viva.
Las referencias que a la persona de López Gálvez hace en su reciente libro sobre «el caso Casas Viejas» el periodista Tano Ramos me ha animado a ofrecer estos datos que, creo, completan y añaden nuevas perspectivas a fu figura e intervención en el proceso.
1. El profesor y abogado Andrés López Gálvez
Andrés López Gálvez llegó a la ciudad a finales de los años diez como profesor de geografía de la Escuela Normal de Magisterio. Murciano de nacimiento, acababa de terminar sus estudios en la Escuela de Estudios Superiores de Magisterio, el centro que preparaba a los futuros inspectores de enseñanza primaria y profesores de las escuelas normales. Quienes han estudiado esta vertiente de su vida, como Manuel Santander o Ascensión Delgado, piensan que era un activo profesor y un buen conferenciante. Un asiduo organizador de excursiones y visitas culturales e interviniente habitual en los actos organizados por diversas entidades de la ciudad. Bien fuera por sus inquietudes o para mejorar su situación económica familiar, que comenzaba a ser numerosa, comenzó a ejercer la abogacía. Estaba casado con Soledad López Navarro y tenía cuatro hijos en 1936. En enero de 1930, terminados sus estudios de derecho en la facultad de Murcia, se dio de alta en el colegio de abogados de Cádiz y comenzó a actuar, sobre todo, en casos penales.
Parece que era el peaje que tenía que pagar un recién llegado antes de ocuparse de aquellos otros asuntos, en especial civiles, que sí reportaban buenos beneficios económicos y reconocimientos sociales. Desconocemos cuales fueron las causas exactas por las que terminó siendo uno de los abogados habituales de los anarquistas y anarcosindicalistas locales acusados de los más variados delitos. El caso es que entre 1933 y 1935 ejerció como defensor de destacados militantes tanto de Cádiz como de la provincia. Como del que había sido secretario de la Federación Local de Cádiz, Félix Ortega Rúa, involucrado en 1933 en un extraño homicidio o de los procesos colectivos contra cenetistas de Algeciras, Jerez y Sanlúcar por asesinato, sedición y resistencia a la autoridad. Además de la representación de la acusación particular contra el capitán Rojas.
En estos, y en otros, casos compartió defensa con otro abogado participante en los sumarios abiertos con motivo de los sucesos de enero de 1933 en Casas Viejas: el capitán de artillería Julio Ramos Hermoso, juez instructor del consejo de guerra abierto contra los vecinos acusados de participar en el asedio del cuartel de la Guardia Civil y matar a dos de sus miembros. Ramos y Gálvez defendieron a militantes obreristas anarcosindicalistas y de otras organizaciones en procesos como el abierto contra Antonio Periñán Martínez, impresor en Puerto Real, hijo del concejal socialista del ayuntamiento de Cádiz Antonio Periñán Fernández y asesinado en 1936, acusado en 1934 de un delito de imprenta o el que llevó a los más importantes militantes socialistas y comunistas de El Puerto de Santa María, también en 1934, ante un tribunal acusados de huelga ilegal. Entre ellos Ramón Mila y el médico Daniel Ortega Martínez.
Durante la instrucción del consejo de guerra López Gálvez intentó separar su defensa de los cenetistas de cualquier duda sobre su pertenencia o simpatía ideológica con el sindicalismo. Habían sido relaciones estrictamente profesionales en las que siempre había mantenido la libertad de aceptar o rechazar el caso. Unos contactos que al parecer establecía través de un escribiente suyo llamado Manuel Sánchez Benítez con el representante del Comité Pro-Presos cenetista, Manuel Rocha Rocha. No había sido un abogado de la organización, sino alguien a quien recurría la CNT. Una relación simbiótica de la que ambos esperaban beneficiarse. La primera recurriendo a una persona conocida y con prestigio en la ciudad y el segundo dándose a conocer como defensor del sindicato mayoritario en la ciudad en algunos de los procesos más importantes de aquellos años. Como el de los sucesos de Casas Viejas. Pero que no fue el único, como se ha dicho, pues también defendió a otros acusados. Por ejemplo a los acusados de haber preparado una emboscada al entonces coronel Varela en octubre de 1931 durante una huelga general y a los procesados por disparar y matar a uno de los participantes en un mitin de José Antonio Primo de Rivera y José María Pemán en noviembre de 1933 en el teatro de las Cortes de San Fernando.
Una relación peligrosa en el verano de 1936. En Cádiz, los sediciosos no olvidaban los sucesos de Casas Viejas pero tampoco el atentado a Varela y el ataque al mitin derechista. De hecho la mayoría de los implicados en ambos sucesos fueron perseguidos implacablemente y asesinados. Así ocurrió con Guillermo Santaella Romanceiro, Ambrosio García Bancalero, Andrés Fernando Macías García y José Durante Román. Otro de ellos, Antonio Delgado Martínez, sería una de las personas más buscadas por los golpistas durante esos años. Fue detenido pero logró escapar en el transcurso de una espectacular fuga y, tras permanecer escondido en casa de un familiar, huyó a Madrid. Allí vivió con nombre falso hasta que fue detenido en enero de 1935. Juzgado y condenado fue amnistiado en la primavera de 1936. El 18 de julio estuvo entre los defensores del Gobierno Civil hasta la llegada de las tropas africanas. Nuevamente volvió a escabullirse y pasó a zona republicana. En 1940 se encontraba detenido en Valencia reclamado por las autoridades gaditanas.
Así que no extraña que estas actividades fueran uno de los argumentos utilizados por los sediciosos para condenarle. Hay autores, como Tano Ranos, que atribuyen una especial intervención del capitán Rojas que, incluso, intentó asesinarle cuando López Gálvez se encontraba detenido en la cárcel gaditana. Es posible que fuera así, pero también existían otras circunstancias que hacían muy difícil que escapara a la persecución. Que hubiera participado en la defensa de la mayoría de los extremistas de la ciudad era motivo más que suficiente para que estuviera en el punto de mira de los golpistas locales. Como también ocurrió con otros abogados que defendieron al obrerismo local y que, como hemos visto, acompañaron a López Gálvez en algunos de los procesos señalados.
Fueron los casos del ya citado Julio Ramos Hermoso, defensor de los acusados por el levantamiento de octubre de 1934 en Prado del Rey, sometido a consejo de guerra por negarse a secundar la sublevación y condenado a 6 años y la separación del ejército; Demetrio Nalda Domínguez, de religión evangélica y también profesor, catedrático de literatura en el Instituto de Cádiz, que se había trasladado a Albacete en 1934, en donde fue depurado desde 1939 hasta 1963, y Santiago Pérez Fernández de Castro, abogado y secretario del ayuntamiento del Bosque, que tras pasar la guerra en la fiscalía del Tribunal Popular de Murcia se exilió a Francia y México en donde murió.
Una persona de las características de López Gálvez no podía dejar de tener una cierta actividad política y masónica. Militante del Partido Radical, dirigido por Alejandro Lerroux, fue nombrado en 1933 vocal del Tribunal Contencioso Administrativo y, en 1934, gestor del ayuntamiento de Cádiz encabezado por Joaquín Fernández Repeto. La corporación nombrada tras el cese gubernativo del ayuntamiento de 1931 en el contexto de los sucesos asturianos de octubre. Aunque pronto dimitió por ser incompatible el puesto municipal con la vocalía del Tribunal. Debió ser hombre republicano de centro derecha, ya que en plena descomposición derechista del radicalismo lo abandonó para convertirse en el impulsor del Partido Nacional Republicano (PNR) que, desde Madrid, encabezaba Felipe Sánchez Román.
Un pequeño partido nacido en 1934 durante la recomposición del mapa partidario republicano. Agrupó a profesionales y comerciantes, antiguos radicales, radical-socialistas e independientes, que no ingresaron en los nuevos grupos creados: Izquierda Republicana (IR) de Manuel Azaña y Manuel Muñoz Martínez en Cádiz o Unión Republicana (UR) de Martínez Barrios que en la provincia gaditana encabezaba, entre otros, Manuel Morales Domínguez. El PNR, aunque estuvo en las negociaciones que IR y UR impulsaron durante el otoño de 1935 para la formación del Frente Popular, terminó abandonándolo por no estar de acuerdo con la inclusión de fuerzas obreras a la izquierda del PSOE.
Durante 1935 López Gálvez encabezó la comisión constitutiva del PNR en Cádiz hasta su constitución formal el 6 de marzo de 1936 en una asamblea celebrada en el Conservatorio de Música. Al día siguiente, en compañía de Santiago Roncero Piñero, viajó a Madrid para asistir a la asamblea nacional del partido que decidió continuar fuera del Frente Popular pero realizando una política de colaboración y ayuda con él. Ni el PNR ni su presidente contaron demasiado en la vida política gaditana. No llegaban a treinta sus afiliados tal como reflejaba la documentación robada por los sediciosos del local que tenía en el número 29 de la calle Sagasta.
Fue también durante los últimos meses de 1935 cuando decidió ingresar en la masonería. En la logia local «Hijos de Hiram» perteneciente al Grande Oriente Español. Según el informe de la Comisión Oficial de Investigación Masónica de Cádiz golpista, presidida por Ulpiano Yrayzoz Reyna, lo hizo en septiembre. ¿Por qué? No lo había hecho antes, ni siquiera cuando tras el cambio de régimen hacerlo significaba un plus. Ante el consejo de guerra sedicioso aseguró que lo hizo por el disgusto que había tenido con una persona y para apartar ciertos obstáculos que se le interponían. No sabemos a qué se refería en cualquiera de los dos casos. Quizás fuera un elemento más en la estrategia de defensa por la que había optado: toda su actuación se había atenido a una posición moderada y exclusivamente profesional. Adoptó como nombre simbólico el de «Moderato». Un guiño a la ciudad en la que vivía. Moderato había sido un filósofo gaditano del siglo I de nuestra era. No tuvo una larga carrera en la masonería. Ni por el tiempo que perteneció ni por su actividad. No pasó del grado 2º, es decir, que de aprendiz llegó a compañero pero no terminó siendo considerado maestro. Un hecho que, como se verá más adelante, le serviría de argumento para poner en duda la sentencia condenatoria.
En cualquier caso, no es que a los sediciosos les importara mucho la realidad o no de los cargos que imputaban a quienes caían en sus manos. Desde un principio tenían claro, siguiendo las órdenes del «director» de la conspiración, Emilio Mola, que el golpe tenía que ser sangriento. Veremos a continuación que los delitos por los que fue condenado a cadena perpetua López Gálvez sólo podían considerarse como tales en el afán exterminador de los golpistas de cualquier oposición. Se trataba de un caso político en el que más que en cualquier otro caso la salvación del reo pasaba por ser considerado uno de los suyos por el tribunal acusador. Así que presentarse como escasamente peligroso, guiado únicamente por ambiciones profesionales y económicas y ayuno de ambiciones políticas podía significar, al menos, salvar la vida.
El 19 de septiembre de 1936 las páginas de Diario de Cádiz insertaban la retractación pública de López Gálvez. En ella aseguraba que se había inscrito en la logia sin conocer exactamente los auténticos fines de la masonería. ¡Y esto lo escribió todo un señor abogado! escribió sardónico el Servicio de Información de Falange al instructor del consejo de guerra. Una ironía inscrita en el habitual proceso de degradación de la personalidad e imagen pública que los golpistas realizaban. Aunque bien sabía el falangista que ese mismo día López Gálvez había salido en libertad tras pasar tres encarcelado en la Prisión Provincial. Todavía años más tarde, cuando aspiraba a que se le concediera una reducción de penas, insistía en que su retractación la había realizado conforme a las prescripciones de derecho canónico.
En julio de 1936 Andrés López Gálvez viajó a Madrid, desde donde regresó a Cádiz la misma madrugada del 18 de julio. Había ido a una reunión del partido y se entrevistó con Sánchez Román. Seguramente hablarían de los rumores de golpe de Estado que llenaban las páginas de los diarios y los mentideros locales y nacionales. Poco podía imaginar que, en unas horas, su vida iba a cambiar para siempre. Hasta el punto de que, aunque iba a salvar la vida a diferencia de otros compañeros, iba a ser encarcelado, sometido a una parodia de juicio, encarcelado y, finalmente, verse obligado a abandonar la ciudad en la que se le cerraron todas las puertas.
2. El largo verano de 1936
López Gálvez tuvo una inmediata percepción de que el golpe iba a tener una sangrienta proyección represiva. Contamos con la carta que el 23 de julio escribió a Ramón Feced Gresa, uno de los directivos del PNR. Una copia, remitida desde el gobierno militar sedicioso por el comandante jefe de Estado Mayor Juan José Lizaur Paúl, fue incorporada al sumario. En ella le informaba de que los golpistas habían controlado la ciudad sin encontrar resistencia seria salvo en el Gobierno Civil que se rindió cuando desembarcaron los Regulares. Su opinión era que desistieron por considerar cualquier resistencia inútil. Las nuevas autoridades habían publicado bandos de una «desusada energía» y llevado a cabo sus amenazas. Pero ni aún así habían logrado normalizar la vida de la ciudad: la mayoría de los obreros estaban en huelga y los comercios abrían sus puertas vergonzosamente para evitar sanciones.
Después informaba a su jefe político que había mandado otra carta a las agrupaciones del partido de Algeciras y Arcos y a un destacado militante jerezano. No sabía si iban a llegar a sus destinatarios pero les pedía que mientras no recibieran indicaciones de la comisión central no se comprometieran en ninguna actuación y mantuvieran sin tibieza una actitud de «republicanismo neto». Se despedía deseándole que en Madrid nadie hubiera sufrido daño alguno y que llegara el triunfo definitivo de la República.
Durante los días siguientes pudo darse cuenta de que nadie había sospechado hasta donde podía llegar la determinación represiva de los sediciosos. El control de la ciudad se había saldado, al menos, con una decena de muertos y otros tantos heridos y la destrucción de numerosos edificios durante la resistencia. Desde la mañana del 19 de julio las detenciones y registros de casas se sucedieron, los locales sindicales, políticos y masónicos fueron asaltados y su documentación robada. Pronto los centros de detención, como el Casino Gaditano, la Comisaría de Vigilancia, el cuartel de la Guardia Civil y los calabozos de los regimientos de Artillería y Costa se vieron desbordados. Tampoco daba abasto la vieja cárcel provincial, que tuvo que ser reforzada con otros espacios como la abandonada Fábrica Nacional de Torpedos en los extramuros de la ciudad y el buque carbonero «Miraflores» de la Naviera Vascongada atracado en la bahía. También comenzaron a aparecer los primeros cadáveres. Unos desconocidos y otros con nombres. Como los que figuran en la relación de Alicia Domínguez de José Blandino Rodríguez, Miguel Martínez Jurado, Pedro Sánchez Domínguez, José Bonat Ortega y Amós Paramio González.
Según informaron desde Falange durante estos primeros días, López Gálvez no sólo no se escondió sino que se sintió lo suficientemente seguro como para interesarse en la comisaría de policía por algunos detenidos. Fue el caso del médico de IR Antonio López Quecuty. Eran los días en los que la gobernación de la ciudad la ejercía Antonio Vega Montes asesorado, según recogió la prensa, por Félix Bragado y Julio Toscano. La represión se ejercía implacablemente incluso utilizando los mecanismos jurisdiccionales hasta entonces vigentes. Se abrieron causas como las que acusaron de rebelión a quienes, autoridades y ciudadanos, se opusieron a la sublevación. Así ocurrió con los defensores del Ayuntamiento y del Gobierno Civil. Muchos de ellos terminaron siendo asesinados. Francisco Cossi Ochoa, presidente de la Diputación Provincial, solicitó que López Gálvez se hiciera cargo de su defensa. Petición que no aceptó por creer que no era prudente, desde el punto de vista profesional. La razón que iba a alegar para intentar demostrar que las defensas que había ejercido de anarquistas siempre habían sido profesionales.
El 6 de agosto Gonzalo Queipo de Llano envió a Cádiz un nuevo gobernador civil: Eduardo Valera Valverde, teniente coronel de Caballería, germanófilo y uno de los implicados en el intento de golpe de Sanjurjo en agosto de 1932. No era sólo la persona idónea para ocupar uno de los puestos más importantes en una zona donde la presencia alemana iba a aumentar notablemente, sino también para llevar a cabo una política represiva de mayor dureza. Jesús Núñez atribuye al propio Queipo la iniciativa que comunicó personalmente, mediante una carta llevada por el capitán Francisco Vives, a López-Pinto el gobernador militar golpista. Es posible que fuera a estos cambios a los que se refirió López Gálvez en la instancia que envió en abril de 1940 desde el penal de Santoña a la Comisión Revisora de Penas de Cádiz. Aseguró que no había sido perseguido durante los días en que Antonio Vega rigió el gobierno civil gaditano. Es más, le había comunicado, como a su sucesor, que estaba localizable en su domicilio.
Con la llegada de Valera y el aumento de la represión la suerte de López Gálvez cambió. Además apareció otro nuevo elemento. Un informe de Falange aseguró que el abogado no desapareció hasta que comenzaron a publicarse en Diario de Cádiz los nombres de los masones locales. Eso ocurrió a mediados de septiembre. La primera lista apareció el 11 de septiembre. La conmoción que produjo fue tal que, unos días después, alguien no identificado de la comisión encargada de la investigación de la masonería local, quizás su presidente Yrayzoz, hizo unas declaraciones en la que aseguraba que por la forma peculiar en la que se había producido la incautación del local de las logias gaditanas mucha documentación había desaparecido. Incluidas las fichas que habían permanecido en el cuartel de Falange antes de su traslado al Gobierno Militar. López Pinto había formado una comisión encargada de analizar la correspondencia y documentación hallada y a partir de ella realizar las listas, las que habían comenzado a publicarse, de los masones. El portavoz aseguraba que todos los que estaban en ellas lo eran pero que sabían que había más. Terminaba con un amenazante «ya irán saliendo todos los que son, sin faltar uno».
De creer el informe falangista, López Gálvez comprendió que su suerte había cambiado y consideró que lo mejor era desvanecerse en la discreción. Pero no fue así durante mucho tiempo. Alguien se acordaba de él y el 14 de septiembre fue detenido en su domicilio. Durante dos días permaneció seguramente en la Comisaría de Vigilancia de la calle Virgili. Después fue trasladado a la Prisión Provincial. A la vieja Cárcel Real del Campo del Sur. Esta primera vez, habría dos más, fue puesto en libertad, bajo arresto domiciliario, pronto: el día 19. El mismo en el que la prensa publicó su carta de retractación. Se lo había aconsejado su defensor para reparar el error que había cometido al ingresar en una logia que antes que una agrupación con fines filantrópicos, como pensaba, tenía una finalidad que chocaba con su formación cristiana.
No sabemos si fue en esta ocasión, o en octubre o noviembre, cuando Rojas pudo interesarse, si fue así, por aquel abogado representante de la acusación de las familias de las víctimas de Casas Viejas. Por aquellas fechas estaba en el frente de Granada. Tampoco parece que hubiera sido en julio. En ese momento López Gálvez no estaba en prisión. En cualquier caso ya nada volvería a ser como antes de la detención. Aunque volviera a estar en su casa. Un lugar que, ha declarado su hija Soledad al periodista Tano Ramos, iba a comenzar a recibir la visita de personas no deseadas que la ponían patas arriba además de expoliarla de cortinas, máquina de escribir y cuanto se les antojaba. Terminaron por intervenirles las cuentas bancarias, incluidas las cartillas de ahorros de sus hijos.
Pasar por la cárcel de Cádiz el otoño de 1936 tenía muchos riesgos. No por controlada por las autoridades militares sediciosas, la represión dejaba de tener unos perfiles difusos. Nadie podía sentirse a salvo. El terror era uno de los instrumentos sobre el que se iba asentando el «nuevo Estado». ¿Dónde terminaba la consideración de ser o no elemento peligroso y agresivo que era necesario eliminar tal como escribió Pedro Javenois Labernade uno de los golpistas? Estaba claro que lo eran todos aquellos que habían resistido. Desde las autoridades civiles o militares, como el gobernador Mariano Zapico, el capitán de la Guardia de Asalto Antonio Yañez Barnuevo o el jefe de la comandancia de carabinero Leoncio Jaso Paz, hasta los principales dirigentes obreros y políticos de la ciudad, tales como los cenetistas Vicente Ballester Tinoco, Manuel López Moreno, Clemente Galé, José Celestino Alvarado Quirós, Antonio Carrero Armario, los socialistas Manuel Lapi, Luis Parrilla Asencio, Rafael Calbo Cuadrado, los comunistas Milagros Rendón Martel, Julián Pinto, Francisco Rendón San Francisco o Florentino Oitaben Corona o las republicanos, bien de IR o UR, Rafael Madrid González, Antonio Muñoz Dueñas o Manuel Morales Domínguez.
Pero la acción terrorista de los sediciosos no sólo golpeó a los dirigentes, también recayó en muchos ciudadanos menos conocidos pero que entraban en esa categoría bien por sus antecedentes sociales bien por haber sido localizados resistiendo al golpe. Al menos 563 personas murieron en la ciudad según ha recogido Alicia Domínguez hasta fin de año. De ellas 62 ingresadas en la prisión gaditana y sacadas de ellas para que sus cadáveres aparecieran después, si lo hacían, en diversos puntos de la ciudad. López Gálvez estuvo dos veces en el bombo del terror ese otoño. Esta primera vez por unos días. La segunda le retendría más de un mes. Desde el 16 de octubre hasta el 24 de noviembre. No sabemos exactamente el porqué concreto de esta nueva detención. ¿La intervención de Rojas?, ¿de cualesquiera de sus convecinos extrañados de que un masón, político y abogado de sindicalistas continuara en libertad?
Fuera como fuera, el caso es que en esta ocasión las semanas que pasó en la cárcel le llevaron a pensar que lo mejor era poner tierra de por medio. Así que pidió un salvoconducto para viajar con su familia a Bornos. Parece ser que lo concedieron y que viajaron a allí. No lo puedo asegurar por completo. La información se la proporcionó el propio Gálvez a Francisco de Paula Valera Sainz de la Maza, el encargado por las autoridades sediciosas de instruir el procedimiento que se había abierto el 30 de enero por orden del jefe militar de la plaza Luis Solans Labedán. Porque, al menos formalmente, fueron las autoridades militares quienes abrieron el camino que llevó a López Gálvez a prisión por cuatro años.
3. El jefe militar de Cádiz se interesa por López Gálvez
El 8 de mayo de 1937 se celebró la vista ante el consejo de Guerra permanente de la plaza de Cádiz del sumarísimo número 89/37 contra Andrés López Gálvez por el delito de adhesión a la rebelión. Uno más de los 456 celebrados ese año en la zona de su jurisdicción, la provincia de Cádiz salvo el Campo de Gibraltar. Un acto de la justicia al revés de los sediciosos que habían puesto en marcha en marzo. Cuando las autoridades militares habían decidido dar por finalizada la etapa de la represión sin atenerse a ninguna formalidad. Una práctica que llevó a varios centenares de personas al cementerio sin más trámite que su secuestro previo y la autorización activa o pasiva de quienes controlaban la situación: las autoridades militares. Al menos 563 personas en Cádiz y localidades cercanas entre julio y diciembre de 1936. La limpieza social de la que había hablado el comandante militar de El Puerto de Santa María comenzaba a adquirir otro tono.
A partir de marzo de 1937, en Cádiz se fueron instruyendo y celebrando consejos de guerra que pretendían dar un barniz de legalidad a la matanza. Aunque fueran ilegales e ilegítimos. La que hoy conocemos como «justicia al revés». Después, durante el mes de mayo, la caravana de la muerte de la justicia militar sediciosa, con sus instructores y jueces al frente, se presentaron en Arcos, Algodonales, Villamartín y Grazalema dejando tras de sí un reguero de condenas a muerte y a prisión. Cerca de 250 personas comparecieron ante ellos siendo condenados a muerte 130, de las que 73 se cumplieron, frente a 33 que fueron absueltas o vieron sus casos sobreseídos.
Fue la respuesta de los sediciosos, tras ver fracasar a escala nacional el golpe, al nuevo panorama de un conflicto bélico convencional y la necesidad de crear una nueva administración en las zonas que estaban en su poder. Sólo cambió la forma, no la finalidad. Los resistentes y considerados peligrosos que habían sobrevivido continuaron siendo asesinados. Entre ellos los que regresaron tras la ocupación de Málaga. Aunque ahora tras la celebración de una parodia de juicio militar y el cumplimiento de determinados trámites formales. En otros casos iba a recaer sobre ellos la política terrorista del nuevo Estado. Nadie debía considerarse a salvo. No se admitían dudas, ni medias tintas. O se estaba con ellos o contra ellos. Era el caso del abogado López Gálvez. Hombre de orden, moderado pero que, por ambición personal o económica según los golpistas, había dado pasos y tomado actitudes que merecían ser castigadas: no podía quedar impune defender extremistas, incluidas las familias de las víctimas de Casas Viejas, ser masón o liderar un partido político.
En diciembre de 1936 José López-Pinto abandonó la jefatura militar sediciosa de Cádiz. Le sustituyó Luis Solans Labedán, otro golpista que había tenido un importante papel en la toma de control de Melilla. Con el nuevo jefe militar también llegaron los cambios en los directores de la represión. Hasta entonces quien había ocupado la jefatura de la Delegación Orden Público, adscrita al Gobierno Civil, había sido Adolfo de la Calle Alonso. El comisario jefe de la ciudad que tuvo, al parecer, un papel de agente doble. Al lado de los resistentes en el Gobierno Civil, tras su detención, fue el único que no tuvo proceso y, a los pocos días, se hizo cargo de la Delegación de Orden Público, uno de los organismos responsables de la matanza que ocurrió en la ciudad. En enero de 1937 de la Calle fue sustituido. Deseosos de controlar todos los organismos directamente, las autoridades militares nombraron como sub-delegado a Rafael López Alba, director de la fortaleza-prisión de Santa Catalina y futuro presidente de la mayoría de los consejos de guerra que se celebrarían en la ciudad los meses siguientes.
Fue precisamente a la Delegación de Orden Público a quien se dirigió Luis Solans pidiéndole que realizara una información sobre los antecedentes políticos y sociales y su actuación desde julio de 1937 de Andrés López Gálvez. El jefe de la Brigada de Información, Juan Martín, encargó a los agentes Gregorio Bernal García y Enrique López que hicieran las averiguaciones correspondientes. No fue hasta el 19 de febrero, veintiún días más tarde, cuando Martín lo tuvo en sus manos para remitírselo a sus superiores. Era el último de los cinco que tuvo en sus manos el Gobierno Militar para decidir qué hacer. Si lo comparamos con otros no resultaba, en el tono, especialmente beligerante contra López Gálvez. Afirmaba que llevaba residiendo unos siete u ocho años en la ciudad y que habían sido los deseos de aumentar sus ingresos los que le habían llevado a darse de alta en el colegio de abogados. Había sido masón pero se había retractado. El partido que había fundado apenas tuvo una treintena de afiliados. Por el contrario había sido gestor del ayuntamiento derechista de Joaquín Fernández Repeto, no había participado ni en las organizaciones ni en la política del Frente Popular y, desde el 18 de julio, no había tenido ninguna actividad.
Antes ya habían contestado otros. El más rápido fue la Comisaría de Investigación y Vigilancia. Al día siguiente de la solicitud, el 30 de enero, ya la tenía el delegado de orden público en su poder. Tampoco era especialmente adverso. Era verdad que había sido presidente del PNR pero su personalidad tenía «escaso prestigio político». Confirmaba que no había tenido actividades de carácter social ni antes ni después del golpe de Estado. Quien firmaba el informe bien lo sabía. Era Juan José González, el antiguo jefe de la Brigada Social de la ciudad durante los años republicanos que había mantenido su puesto tras el triunfo golpista y que, en enero de 1937, se encargaba provisionalmente de la jefatura de la Policía gaditana tras la marcha de de la Calle.
Tampoco hacía sangre en López Gálvez el informe del Colegio de Abogados. Lo realizó la Junta de Gobierno y fue firmado por su presidente Francisco Clotet Miranda, antiguo alcalde de la ciudad, que encabezaba a los letrados gaditanos desde 1919. Un informe que no escapaba a las prevenciones y preocupaciones que alcanzaban a todos los sectores sociales de la ciudad. Comenzaba asegurando que el colegio sólo podía certificar lo que figuraba en el expediente personal de López Gálvez. Es decir que estaba al corriente de las cuotas y que nunca le había sido impuesta sanción disciplinaria. Aunque inmediatamente aseguraba que no tenían ninguna intención, «por remota que pudiera parecer», de negar el concurso para los fines de esclarecimiento para el que se pedía su colaboración. Para demostrarlo iba a proporcionar informaciones que eran sólo expresión de impresiones personalísimas de los miembros de la junta y que pudieran ser erróneas. Es decir que, por miedo a que los golpistas pudieran considerar que el Colegio de Abogados gaditano no les prestaba la debida colaboración, era capaz de dar pábulo a informaciones no contrastadas.
Aseguraba el informe que era un hombre modesto y cargado de familia. Como su sueldo de profesor de la Escuela Normal le resultaba insuficiente, e incluso a veces no le pagaban, se hizo abogado y se dio de alta en Cádiz. Como principiante en el gremio no pudo hacerse cargo de asuntos civiles, los que mayor remuneración daban, por falta de preparación y porque solían cogerlos los gabinetes más conocidos. Así que se volcó en los casos criminales del turno de oficio o que le pasaban otros compañeros. Eran menos remuneradores pero servían para darse a conocer. Al estar acuciado económicamente no seleccionaba. Esa fue la razón, además de por su republicanismo, inteligencia y facilidad de expresión, por la que terminó haciéndose cargo de los casos de los afiliados de la CNT a cambio de una «modesta» asignación acordada con la organización.
Fue precisamente por ese acuerdo, aunque con mayor retribución, por lo que se encargó de la acusación privada contra el capitán Rojas. De su actuación en la vista no podían hablar porque ninguno estuvo presente en sus sesiones. Si bien, finalmente, tuvo discrepancias con los sindicalistas y terminó siendo sustituido por otros abogados como Demetrio Nalda y Santiago Pérez y Fernández de Castro. La prueba de que eran intereses económicos los que guiaban su participación en los procesos de los cenetistas era que nombrado concejal –sin sueldo– renunció al cargo para mantener el puesto de vocal en el Tribunal Contencioso Administrativo por el que sí cobraba de dietas.
Ese interés crematístico fue el que lo llevó del PRR al PNR de Sánchez Román. Aunque terminó desilusionado porque al no integrarse en el Frente Popular no pudo optar al puesto de diputado. Por eso se sorprendieron al conocer que había sido masón. Aunque, añadía que ya había abjurado. Recalcaban que siempre había acudido a las funciones religiosas por la patrona del Colegio y, en especial, recordaban su actuación como ponente de la sentencia en el contencioso planteado por el Ayuntamiento republicano sobre el acuerdo adoptado por la última corporación monárquica de contribuir con 10.000 pesetas a la construcción de un monumento al Sagrado Corazón de Jesús. Su dictamen lo consideró plenamente lícito. Finalmente el informe incluía la carta que López Gálvez le envió el 21 de septiembre de 1936, tras su primera detención, dándose de baja en el colegio por pensar que existían personas que no lo consideraban de conducta intachable.
Tampoco el informe de los abogados resultaba especialmente adverso. Fue el de Falange el más adverso. Tanto en la forma como en el fondo. El sumario contiene sólo una copia en la que no figura el nombre de su redactor. Es posible que fuera el mismo Gregorio Bernal que firmó la información de la brigada de la Delegación de Orden Público. Fue este condestable de la Armada retirado de 55 años, quien lo hizo en otros casos de estos meses como falangista. Fuera quien fuera el redactor este informe, no desprende ni la simpatía ni la comprensión con López Gálvez que encontramos en los otros. Era desde luego el que mayor información personal proporcionó –domicilio, familia, dedicación profesional e, incluso, que veraneó en diversas ocasiones en Conil, cuál era su nombre simbólico masónico, que se reunía en el café Nacional de la plaza del Palillero con otros maestros y que había regresado de Madrid la misma madrugada del 18 de julio–.
Como otros, pensaba que habían sido la ambición y el dinero las razones que habían guiado su conducta. El informe aseguraba que su actuación en la acusación particular del juicio contra el capitán Rojas más que su condena, lo que buscaba era la declaración de responsabilidad civil del Estado. Al pedir fuertes indemnizaciones para los familiares podía cobrar una alta minuta y congraciarse con los campesinos.
Tal como está redactado no suena a justificación como en los demás, sino a todo lo contrario. «Mariposeó» por la política y se mostraba «satisfecho» cuando las masas proletarias le ovacionaban en sus alegatos. «Más demagógicos que forenses» remachaba. Como en el caso del colegio de abogados no dudaba en recoger informaciones no confirmadas. Sólo que en este caso debían preocupar más a López Gálvez. Decía que en el transcurso de sus actuaciones en los consejos de guerra en que defendió a extremistas tuvo excesos que crearon malestar entre la oficialidad a la que terminó molestando su presencia en los cuarteles. También que había enchufado a un masón en las oposiciones a magisterio que se habían celebrado poco antes de la sublevación.
Una animosidad que desciende a detalles como su presencia por los centros oficiales interesándose por detenidos o a recordar que inscribió a su hijo como Flecha pero que le dio de baja poco después. Como que tampoco lo envió al colegio de San Felipe Neri a pesar de haberlo matriculado. Incluso llega al sarcasmo al comentar la retractación pública de la masonería que publicó en Diario de Cádiz en la que sugería, según el falangista, que se inscribió sin saber los fines de la secta. «Eso lo escribió todo un señor abogado» decía el informante.
Con los informes, el servicio de justicia golpista realizó su propia valoración sobre López Gálvez. Se encuentran manuscritas intercaladas en las primeras páginas del sumario, anónimas. Puede que las escribiera el instructor, Francisco Valera, otro personaje que se convertiría en habitual de la puesta en marcha de la «justicia al revés» en Cádiz instruyendo casi medio centenar de sumarios. En ellas establece que «en síntesis, este señor ha tenido afán inmoderado de notoriedad y dinero» y que había sido abogado del «Socorro Rojo», acusador privado de los sindicalistas en la causa de Casas Viejas. «Voluntario» añadió alguien entre paréntesis. En realidad López Gálvez no había sido abogado de la organización de ayuda a los presos comunistas, sino de la CNT, que se llamaba Comité Pro-presos. Una minucia que no merecía la pena ser rectificada. Y eso que ya figuraba incorporada al sumario la correspondencia mantenida entre Antonio Carrero, uno de los miembros de comité cenetista, y el abogado madrileño Mariano Sánchez Roca, habitual defensor de anarcosindicalistas, en la que se aludía a López Gálvez.
Eran cuatro cartas de abril de 1934, cuando faltaba un mes para que dieran comienzo las sesiones de la vista oral de la causa contra el capitán Rojas. Seguramente los golpistas las habían robado del domicilio de Carrero, que estaba considerado como uno de los principales anarcosindicalistas de la ciudad y había sido el secretario del Comité pro-Víctimas de Casas Viejas. Buscado afanosamente durante el verano de 1936 terminó siendo localizado, gracias a una delación, a finales de septiembre El 29 fue asesinado y su cadáver encontrado en los alrededores de la Plaza de Toros. Una información perfectamente conocida por los jefes militares que incluso habían escrito sobre una de las cartas «X-2», la clave que identificaba internamente entre los golpistas a quienes habían sido asesinados.
Las cartas no fueron utilizadas como acusación porque, en realidad, no había nada que demostrara la complicidad del abogado con los extremistas. Más bien al contrario, lo que ponía de manifiesto es que habían existido diferencias y que una parte de los cenetistas no confiaban en él. Por lo visto en la CNT de Cádiz había diferencias sobre cómo enfocar la acusación particular de las familias de Casas Viejas. De hecho, en el otoño de 1933, sólo estaba presentado Salvador Barberán Romero, hijo del anciano asesinado. Fue tras un encuentro que mantuvieron Carrero y Sánchez Roca, durante el juicio contra los anarcosindicalistas sevillanos procesados por la fabricación y tenencia de explosivos en la primavera de 1932, cuando se planteó la necesidad de que estuvieran más familias presentes y que se encargara a López Gálvez la gestión. Fue por él por lo que se sumaron María Cruz, la madre de «La Libertaria» y María Toro Pérez, la madre de José Utrera Toro.
Sin embargo Carrero pensaba que López Gálvez no era la persona más adecuada para llevar la representación. Entre el Comité Pro-Victimas y las familias existían las sospechas de que al abogado lo que le interesaba en realidad era crearse prestigio. Además ya habían tenido diferencias en la forma de tratar otros procesos. Así que, al no estar seguros de la auténtica actitud de Gálvez, le pedían a Sánchez Roca que les dijera cuál era su relación con él y qué pensaba. Si les decía que lo había mantenido al margen le retirarían la confianza y los asuntos que le tenían encomendados, incluido el del proceso contra Rojas.
La segunda carta estaba fechada el 31 de abril de 1934 y en ella Carrero le pedía a Sánchez Roca que le informara ya que le habían sido interceptadas cartas. Le recomendaba que escribiera a la dirección que le proporcionaba y le dijera qué era lo que pensaba el Comité Nacional Pro-Presos y él mismo sobre López Gálvez. El juicio estaba próximo y hacía falta terminar de prepararlo. Le insistía que en Cádiz estaban descontentos con el abogado. Era la respuesta a la que Mariano Sánchez Roca le había escrito unos días antes y que también había sido intervenida. En ella el abogado madrileño le decía que el Comité Nacional Pro-Presos estaba de acuerdo en que fuera él el que asumiera la representación particular, pero que para ello necesitaba que se le nombrara para conocer las actuaciones y preparar su intervención. Esperaba una respuesta lo más rápida posible.
El último documento posiblemente robado a Carrero era un borrador de la proposición que presentó a un pleno cenetista de abril de 1935, en la que pedía una serie de medidas contra Miguel Pérez Cordón, compañero de María Silva, si no probaba las acusaciones que había lanzado contra la CNT de Cádiz. Un episodio que produjo un gran revuelo en el anarcosindicalismo gaditano pero del que no conozco la relación que pueda tener con López Gálvez más allá de la presentación de María Silva Gutiérrez, su madre, como acusación particular. A menos que haga referencia a esas diferencias internas en el cenetismo gaditano por la forma de llevar el asunto.
Fue la última gestión realizada. La Delegación de Orden Público debió considerar que ya tenía suficiente información. El gobierno militar se tomó su tiempo para decidir. No lo hizo hasta el 19 de abril. Cuando ya llevaba en marcha la justicia al revés más de dos meses, 88 sumarios abiertos y 6 asesinados en el foso de la Puerta de Tierra. Cuatro de ellos el mismo día en que Marcelino Rancaño Gómez, encargado de los servicios de justicia sediciosos, decidiera que había motivos para abrir un nuevo sumarísimo. Sería el 89/37.
4. El Sumarísimo 89/37 contra Andrés López Gálvez
El 19 de abril de 1937 Francisco de Paula Varela Sainz de la Maza, juez de 1ª Instancia reconvertido en capitán honorario de complemento de las fuerzas sediciosas, recibió un oficio de Rancaño comunicándole que le había designado como instructor de la sumaria 87/1937 y remitiéndole la información número 526, la abierta sobre López Gálvez. Tras recibirla Varela nombró secretario: el guardia 1º de la Guardia Civil Daniel Caro Herrera. Después dictó su primera providencia: que el abogado que había sido detenido e ingresado en la prisión de Cádiz quedara allí detenido a su disposición.
La primera diligencia fue la declaración que Varela tomó a López Gálvez en la prisión tres días más tarde: el 22 de abril de 1937. Su primera pregunta fue sobre si cuando había defendido a cenetistas lo había hecho como abogado particular o de la organización. Su respuesta fue que siempre lo hizo como particular, que había prestado sus servicios profesionales porque la CNT siempre se había portado de forma correcta con él y no había interferido en los aspectos profesionales. Sólo había aceptado las causas que consideraba defendibles y que había rechazado otras como las del asesinato de un carabinero en Sanlúcar de Barrameda, la del atraco del establecimiento «Las Colonias» o la del atentado del teatro de las Cortes de San Fernando.
No era exactamente así, pero a estas alturas López Gálvez tenía claro que no podía dejar ningún resquicio por el que pudiera entrar la acusación. No es que fuera necesario no haber cometido ningún delito, sino intentar escapar como fuera. Mimetizarse con los propios intereses de los golpistas en cuyas manos estaba. De hecho ni haber defendido a cenetistas, ni las otras acusaciones que le hicieron, eran actividades, no ya delictivas sino ilegales en el momento en el que las ejerció. Pero en 1937, para los sediciosos, esa no era la cuestión. España necesitaba una purificación completa que volviera a colocar las cosas en su sitio. Si el mundo obrero y campesino se había salido de madre era también responsabilidad de personas como López Gálvez y debían pagarlo.
Más fácil le resultó negar que hubiera sido abogado del Socorro Rojo. Si había defendido a algún comunista había sido porque le había tocado alguno por el turno de oficio. Después se refirió al proceso contra el capitán Rojas. Aseguró que el sumario provenía del Tribunal Supremo, en donde la acusación privada la ostentaba Mariano Sánchez Roca. En efecto así había sido. Tras el procesamiento de Rojas también lo había sido Arturo Menéndez, el director general de seguridad. Aforado, la causa había sido enviada al Tribunal Supremo. En ese momento se había personado la familia de Antonio Barberán y quien la representaba era Mariano Sánchez Roca. Había sido después, ya fuera del sumario Menéndez y, de nuevo, en manos del juez de Medina cuando se había producido la incorporación de nuevas acusaciones privadas a las que había atendido López Gálvez a petición de Sánchez Roca. Había aceptado porque se lo demandó un profesional. Añadió que nunca tuvo amistad con los querellantes. Rompió relaciones con ellos cuando le pidieron dinero y no quiso dárselo.
Finalmente negó que hubiera sido amonestado por ningún juez, civil o militar, que aunque fue masón durante unos meses nunca recomendó a ninguno y que si fundó el PNR también lo disolvió voluntariamente al poco del golpe de estado. Añadió como colofón que había sido detenido dos veces y puesto en libertad e, incluso, le habían proporcionado un salvoconducto para salir de Cádiz. De esta forma quería indicar que no había sido considerado peligroso en los momentos de mayor represión. Hasta el punto de que había tenido la posibilidad de escapar. Cosa que no había hecho.
Antes de interrogar a López Gálvez, Francisco Varela había pedido otros tres informes: a la comisión de investigación masónica creada en la ciudad; a la escuela de Magisterio y a la comandancia de la Guardia Civil. Los dos primeros los recibió ese mismo día 24, el de la Benemérita el 30. El presidente de la primera, Ulpiano Yrayzoz confirmó que la comisión tenía en su poder una carta que la logia «Igualdad» de San Fernando había remitido a la gaditana «Hijos de Hiram» a la que pertenecía López Gálvez. Fechada el 7 de julio de 1936 le pedía al hermano Moderato que, nombrado como miembro del tribunal de la oposición a maestro, «fijara su atención» en José Lucas Velázquez, hermano de la logia isleña, concejal del ayuntamiento, vocal del concejo local de instrucción primaria de la localidad y miembro de la comisión de enseñanza del Estatuto Andaluz. Tenía problemas económicos y había que ayudarle a conseguir la plaza.
El informe de la Escuela de Magisterio la firmaba su directora Josefina Pascual. Era favorable a López Gálvez al asegurar que nunca había tenido actividades políticas dentro de la escuela, ni había hecho proselitismo, ni opinado contra el Movimiento Nacional. Siempre había actuado de forma profesional y sin favoritismos. Finalmente recordaba que había dado conferencias en el local de Federación de Estudiantes Católicos y en el Casino de Clases de la ciudad y que ya se había retractado de la masonería.
Varela se leyó detenidamente los informes porque no sólo anotó encima del nombre de Lucas Velázquez el fatídico «X-2», había sido asesinado en San Fernando el 28 de agosto de 1936, sino que también volvió a la cárcel para que López Gálvez ampliara su declaración sobre estos extremos. Así que el 27 de abril el abogado explicó que, en efecto, había sido nombrado para el tribunal de oposiciones. Quiso renunciar pero no pudo. No recordaba que la carta que le leyó Varela hubiera llegado a sus manos. Sólo tuvo una recomendación, que le hicieron por teléfono, de una opositora. Había conocido a Lucas Velázquez porque había sido alumno suyo durante los años veinte pero que no había tenido más contacto con él que en una ocasión: cuando le pidió que se encargara de un pleito civil que no aceptó. A quien no conocía era a Marciano González, el maestro de la logia isleña que firmaba la carta. González Medina, también concejal del ayuntamiento de San Fernando, había sido igualmente asesinado el 11 de agosto de 1936.
López Gálvez aprovechó la ocasión para explicar que cuando se retractó ya había abandonado la masonería. Lo hizo por la insistencia con la que otro miembro de la logia, Joaquín Díaz Romero, quiso recomendarle a una opositora cuyo nombre omitió. Como en tantos otros casos aquellos que se encontraban en peligro recurrían a una afirmación que difícilmente podía ser desmontada. Bien debía saber López Gálvez que Díaz, alguacil de la Audiencia, miembro de IR, masón con el nombre de «Job», había sido asesinado el 9 de octubre de 1936, al parecer en la carretera a Puerto Real, tras haber pasado por la prisión de Cádiz y el buque Miraflores. Además había tenido un incidente en el transcurso de la sesión en la que se había discutido el ingreso de un aspirante. Se dijeron de él cosas que no le gustaron y protestó. Fue reprendido y no volvió a aparecer por la logia. Después, ya triunfante el Movimiento, por las informaciones de prensa y los consejos de personas que le merecían todo crédito, se había dado cuenta de la incompatibilidad de la masonería con sus principios e, incluso, con su militancia política en el PNR. De ahí su retractación pública.
Finalmente quiso remachar su distanciamiento con la CNT para dejar claro que cuando había defendido a sus militantes lo había hecho por considerarlo con arreglo a derecho, no por identificación ideológica. Una actitud que le había valido la enemistad de ciertas personas.
Tres días después llegó a Varela el informe de la Guardia Civil firmado por el jefe de la Comandancia, Vicente González, que ya lo era antes del golpe y se había adherido a él. Un escrito realizado en un tono displicente y despectivo para con López Gálvez al que negaba siquiera que conociera los principios del derecho y era aficionado a pertenecer a «congregaciones de todo tipo» que tenían una «marcada tendencia destructora». Por eso defendía a pistoleros, criminales y desordenados como los campesinos que participaron en los sucesos de Casas Viejas y a sus familiares y a los asesinos del teatro de las Cortes de San Fernando. Por si quedaba alguna duda, González recordaba que había sido detenidos dos veces y en ambas ocasiones había logrado ser puesto en libertad. Sin embargo, su actuación como dirigente y propagandista marxista en los Tribunales de Justicia justificaba que hubiera vuelto a ser encarcelado.
Además tenía relaciones directas con conocidos sindicalistas y dirigentes políticos de Cádiz y Madrid. Como prueba adjuntaba un recorte de la prensa local, de 7 de marzo de 1936, en el que figuraba la crónica de la conferencia que López Gálvez había pronunciado en la Sociedad «Los Amigos del Arte» de Extramuros con el título «Los partidos políticos como instrumento de gobierno».
Más allá de la chapuza de las pruebas ¿por qué hablaba la Guardia Civil de sus relaciones con importantes sindicalistas? ¿Es posible que conociera que unos días más tarde desde la jefatura militar de la ciudad se iba a enviar a Varela copia de la carta enviada por López Gálvez a Ramón Feced?, ¿sería éste uno de los importantes dirigentes políticos madrileños que conocía? No lo sabemos, el caso es que el 2 de mayo Juan José Lizaur Paúl, que ejercía de jefe del estado mayor de la autoridad militar sediciosa, remitió a Varela la copia de la carta citada a la vez que le decía que también tenía una lista anónima de masones en la que figuraba el abogado. La carta se convertiría en una de las pruebas de cargo en la que se fundamentaría la condena.
Con estos nuevos elementos Varela volvió a interrogar a López Gálvez. Lo hizo el 3 de mayo. El abogado reconoció que había escrito la carta a Feced así como otras a dirigentes locales de Algeciras, Arcos y Jerez. Sabía que habían llegado a su destino porque le habían contestado. No podía presentar copia de sus respuestas porque no solía hacerlas salvo que tuviera a un escribiente y, aquellos días de julio, no lo tenía. Tampoco las respuestas, porque unos días antes de su detención realizó una limpieza de papeles que consideraba sin valor y no sabía si estaba entre ellos. En cualquier caso recordaba que Francisco Orellana López desde Arcos le había elogiado la actitud que había mantenido la Guardia Civil, que José García Villarrasa desde Algeciras le había informado de que ningún militante del partido había sido molestado por las autoridades y que Manuel Rodríguez de Jerez no le respondió sino que, ya en septiembre, fue a verlo a su casa.
Además dijo a Varela que había vuelto a escribir a Feced hacia finales de julio, el 26 o 28. Para entonces ya tenía una opinión más formada del movimiento que consideraba republicano y anti-comunista. Un planteamiento que esperaba fuera compartido por la jefatura del partido del que aguardaba indicaciones moderadas en la línea de conducta habitual. Le dijo entonces que había regresado de Madrid la misma madrugada del 18 de julio de una reunión del comité ejecutivo del partido. Allí defendió que la actuación del partido debía ser anti-marxista para debilitar su influencia en el Frente Popular.
Finalmente López Gálvez aseguró que su conferencia había estado basada en las opiniones del profesor Posada. Supongo que se referiría a Adolfo González-Posada Biesca, catedrático de derecho político de la universidad Central de Madrid, jubilado en 1931. Hombre liberal, ligado al krausismo, debía parecerle a López Gálvez lo suficientemente poco sospechoso de cualquier veleidad extremista como para citarlo como argumento de autoridad ante quien le interrogaba, del que sabía que era juez de 1ª Instancia.
Desconocemos la personalidad de Francisco de Paula Varela Sainz de la Maza, pero debía ser consciente del esperpento jurídico que eran aquellos sumarios instruidos por los mismos acusadores y que formaban parte de una operación de imagen y de castigo más que de aclarar y sancionar unos delitos. En el caso de López Gálvez de nada podía acusársele salvo el de haber actuado de forma que los golpistas consideraban contraria a como se debía. Era un juicio político en toda regla. Así que quiso dotar a la instrucción de algo más sólido que una carta y un recorte de prensa. El 1 de mayo volvió a pedir a la Falange gaditana información sobre los procesos sociales o relacionados con actos terroristas en los que hubiera actuado López Gálvez. Claramente buscaba ligar al abogado con los extremistas y, si podía, considerarlo uno de ellos.
Dos días después tenía Varela sobre su mesa una relación con doce causas de cenetistas en las que había participado López Gálvez. No eran todas en las que había ejercido la defensa de extremistas, señalaba Falange, sino las que conocía. Entre ellas figuraban algunas de las que ya se ha hecho referencia. Entre las más importantes las de Félix Ortega, los acusados por el atentado en el teatro de las Cortes y haber ejercido la acusación privada contra el capitán Rojas. Ese mismo día consideró que ya tenía elementos suficientes para realizar un «auto-resumen» que enviar a Rafael López Alba, el jefe del consejo de guerra permanente de la plaza de Cádiz.
En él consideraba a López Gálvez como una persona culta, con dotes docentes, que había tenido una constante y eficaz acción como masón, como dirigente del PNR y como defensor de extremistas. En consecuencia había tenido un papel protagonista en la creación del estado de insubordinación social que había llevado a tener que dar el golpe de estado. Después se refería a la carta a Feced y a las de los dirigentes provinciales en las que les informaba de la resistencia al Movimiento, de su imposibilidad por terminar con la huelga general y les pedía que mantuvieran una actitud «sin tibieza». Finalmente creía que había practicado todas las diligencias necesarias para esclarecer los hechos. ¿Qué hechos? Cabría preguntarse. En consecuencia consideraba que la actuación de López Gálvez podía ser considerada incursa en el artículo 3º, B del bando del 18 de julio en relación con los artículos 237 y el párrafo 2º del 238 del Código de Justicia Militar y lo declaraba procesado. Es decir, que lo consideraba autor de un delito de rebelión militar castigable con la pena de muerte o de reclusión perpetua.
A la vez que el auto salía para el despacho de López Alba, el secretario de Varela se desplazaba a la cárcel para notificárselo a López Gálvez y para que eligiera defensor. De una lista que le fue presentada escogió a Adolfo Gutiérrez García, otro habitual participante, como defensor, en la justicia al revés. Aunque el procedimiento nunca había ido lento ahora cogió mayor velocidad. El día 7 López Alba señaló la celebración del consejo de guerra para el día siguiente a las cuatro y media de la tarde. López Gálvez podía estar presente o no, pero en todo caso debería estar a disposición del consejo por lo que se pedía su traslado. Defensor y fiscal tendrían por tres horas las actuaciones para su estudio.
5. El penado Andrés López Gálvez
Toda la parafernalia militar aguardaba la tarde del sábado 8 de mayo a Andrés López Gálvez. Desconozco si el consejo de guerra se celebró en alguna de las dependencias de los cuarteles de los regimientos de Artillería e Infantería de la ciudad o en el edificio de la facultad de Medicina, que también acogió la celebración de algunos aquellos años. En cualquier caso, a la hora fijada el otrora profesor de la Escuela de Magisterio y abogado de causas sociales estaba frente a cuatro oficiales sediciosos. El presidente era el propio Rafael López Alba y le acompañaban como vocales los llamados Rovira, Delgado y Toscano. El ponente, que tanta importancia tenía en la toma de decisión del tribunal, era el propio jefe de los servicios de justica sediciosos de Cádiz, Marcelino Rancaño Gómez, que había sido juez de San Fernando y ahora estaba incorporado a la justicia militar sediciosa. Finalmente el fiscal era otro habitual en estos primeros consejos de guerra de la justicia rebelde: Fernando Wilhelmi Castro.
Del acta de la vista apenas podemos apreciar cómo se desarrolló realmente el acto. Escueta, incluye que al comienzo Adolfo Gutiérrez solicitó le fuera admitido un escrito de la directora de la Escuela de Magisterio, Josefina Pascual, en el que certificaba que López Gálvez había presentado un escrito de renuncia a participar en el tribunal de oposiciones para el que había sido nombrado. Otro cartucho que se apuraba para demostrar que, como se decía, no había podido enchufar al masón. A continuación el acusado fue interrogado por el fiscal, el defensor, el ponente y el presidente del tribunal. Poco sabemos de cómo se desarrollaron las declaraciones. Sólo que reconoció ser presidente en Cádiz del PNR, que era un partido republicano y antimarxista. Aunque estuvo a punto de entrar en el Frente Popular. También que se apuntó a la masonería por despecho y por medrar. Pero que no sabía que las logias se dedicaran a hacer política y cuál era su auténtica significación. También López Gálvez insistió en que no había sido abogado de la CNT sino que había actuado en los procesos que él había elegido, que rechazó otros muchos y que siempre enfocó la defensa de los extremistas desde una posición conservadora y de acuerdo con las normas procesales. Finalmente reiteró que la carta que escribió a Feced no era de oposición al golpe de Estado.
Después emitieron las partes sus informes. Wilhelmi concluyó pidiendo la reclusión perpetua por el delito de adhesión a la rebelión, contemplado en el artículo 4º del Bando de Guerra de julio y el 238 del código de justicia militar. Por su parte Adolfo Gutiérrez pidió la absolución de su defendido. La última palabra la tuvo López Gálvez que expuso que nunca había actuado de forma falsa sino que siempre le había guiado la honradez. Aquí terminó la parte pública del consejo de guerra. Después los militares se retiraron a deliberar en sesión secreta.
La sentencia se conoció a las pocas horas. Dio por probado que López Gálvez había sido el jefe local del PNR, pertenecido a la masonería y defendido a numerosos extremistas de la CNT, además de ejercer la acusación particular contra el capitán Rojas. Unas actividades que eran merecedoras de castigo en opinión de los sediciosos. Pero es que además, la carta que había escrito a Feced era una muestra de hostilidad contra el Movimiento al considerar que las autoridades desplegaban demasiada energía. De ahí a declarar la adhesión del abogado «a los elementos rebeldes que se levantaron en armas contra la patria» y, por tanto, culpable de un delito de rebelión directa no había más que un paso. Aunque la sentencia matizaba que la rebelión podía ser ejecutada de diferentes formas. En este caso no material sino por sus actuaciones políticas y por el «estado de conciencia» que indicaba sus inclinaciones profesionales de defender a extremistas. También podía ser considerado reo de rebelión por haber pertenecido a una asociación, la masonería, cuyo fin primordial era «combatir y hostilizar los valores tradicionales e históricos de la Patria y atentar para derrocarla».
De otro lado, el tribunal consideraba que López Gálvez tenía buenos antecedentes profesionales y una escasa peligrosidad. Así que, utilizando la potestad que tenía de considerar agravantes o atenuantes, aplicaba la pena a imponer en su forma más leve: reclusión perpetua, con las accesorias de interdicción civil durante el cumplimiento de la condena, inhabilitación absoluta y el pago de las responsabilidades civiles que pudieran derivarse de su delito. Finalmente, en un acto punitivo no muy corriente, se le abonaba en la condena la mitad del tiempo que hubiera estado en prisión preventiva. Lo normal era que se le abonara el tiempo completo.
Una condena muy dura, como eran la mayoría de las de aquellos meses. Evidentemente la justicia al revés no pretendía impartir eso, justicia. Era ilegal e ilegítima, buscaba la eliminación del adversario y no le importaba, como en este caso, que su lectura repugnara cualquier consideración jurídica. López Gálvez no era condenado por cometer ningún delito sino porque se le suponía que podía ser un adversario, poco peligroso, pero adversario a fin de cuentas. En un contexto en el que la mayoría de sus defendidos habían sido ya asesinados o estaban encarcelados o huidos, sí podía sonar extraño que su defensor continuara en libertad sin sufrir sanción alguna. Ese era el motivo principal de la condena. Además, si se le añade la posible intervención de alguien lleno de rencor, como apunta algún autor hacia el capitán Rojas, tenemos el cuadro que iba a llevar, en principio, al abogado y profesor López Gálvez a pasar los treinta próximos años de su vida en prisión.
Como marcaba el procedimiento, la sentencia fue remitida a Sevilla. Una semana más tarde, desde la jefatura judicial del sedicioso Ejército Sur comunicaban su conformidad. El 31 de mayo le era leída la sentencia a López Gálvez que la firmó. También ese día el director de la prisión gaditana, Gabino Gaitán Talavera, acusó recibo. Comenzaba una nueva vida, la de penado. De momento permanecería en la cárcel de Cádiz mientras se decidía el penal de cumplimiento y se elaboraba la liquidación. Unos trámites que quedaron cumplimentados a finales de julio. El día 26, a la vez que se comunicaba a las comisiones central y provincial de incautaciones de bienes la parte de la sentencia que les concernía, Marcelino Rancaño firmaba la hoja de liquidación de condena. Por ella le quedaban por cumplir 29 años y 355 días. Sólo le servían de abono diez de los días que había pasado en prisión preventiva. Por supuesto, a contar de su tercer encarcelamiento. El viernes 13 de agosto Andrés López Gálvez entraba en la Prisión Central de El Puerto de Santa María, el temido Penal del Puerto, le esperaban por delante 29 años y más de trescientos días, hasta el 30 de abril de 1967.
Conocemos el testimonio del traslado de Cádiz a El Puerto que su hija Soledad López, que tenía catorce años, ha contado al periodista Tano Ramos. Soledad Navarro y sus cuatro hijos se acercaron a la estación de ferrocarril para despedirlo. Como otros familiares de presos trasladados. Los vieron llegar custodiados por guardias civiles y subir al tren. Después les permitieron acercarse a los vagones. Comenzaron a hablar y Soledad recuerda que ante la oratoria de su padre otras familias se acercaron a ellos para oír qué les decía. Hasta que formaron un numeroso grupo. También, por el expediente penitenciario conservado en el Archivo Histórico Provincial de Cádiz, que la dirección del penal tenía órdenes del gobierno militar de Cádiz de vigilarle y evitar su contacto con los demás presos ya que estaba considerado como peligroso. Ramos lo relaciona con la persecución a la que le sometía el capitán Rojas. Es posible también que, si se permitió dar una especie de mitin en la estación gaditana, la noticia llegara a las autoridades que tomarían buena nota.
Un año permaneció en la prisión portuense. En agosto de 1938 fue trasladado a la colonia penitenciaria de El Dueso, en Santoña. La penitenciaría cántabra, tras unos meses convertida en campo de concentración, había vuelto a ser una prisión para penados. Entre los varios miles de presos que pasarían por ella se encontrarían muchos andaluces. Uno de ellos fue López Gálvez.
Terminado el conflicto, las prisiones del régimen ya franquista se habían convertido en un problema de difícil solución. Así lo entendieron las autoridades penitenciarias encabezadas por Máximo Cuervo Radigales. De forma que, en enero de 1940, comenzaron a dictarse órdenes tendentes a despoblarlas. Evidentemente el franquismo no podía mostrar la debilidad de conceder no ya una amnistía sino siquiera un indulto. Así que se optó, desde las instancias militares, por el mecanismo de revisar las penas impuestas. El primer paso fue una orden del ministerio de la presidencia que daba instrucciones para la creación de unas comisiones provinciales de Examen de Penas que revisaran las sentencias de los consejos de guerra celebrados hasta entonces.
Andrés López Gálvez obtuvo un destino en las oficinas de la enfermería del penal. Su formación le iba a ser útil a sus carceleros. En él estuvo precisamente hasta febrero de 1940. En esa fecha fue destituido. Según un escrito del director de El Dueso, por haber pertenecido a la masonería. Algo tuvo que ver que por esas fechas se promulgara la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo que, entre otras cosas, impedía a los masones condenados beneficiarse de puestos de confianza en las prisiones. Aunque por aquellos días había comenzado a abrigar esperanzas que la permanencia en el presidio pudiera acortarse. Pensaba que podría beneficiarse de las revisiones de penas. Como abogado sabía que, aunque la orden dictaba la revisión de oficio, si se le ayudaba tampoco venía mal. Así que el 24 de febrero terminó de escribir una instancia que el 29 del mismo mes la dirección del penal cursó a la Comisión Provincial de Examen de Penas de Cádiz acompañada de otros documentos. Instancia que, por cierto, iba adornada por la correspondiente póliza de 1,50 pesetas con el escudo del Estado adornado con la corona mural republicana.
El escrito mostraba el conocimiento que tenía López Gálvez de la orden. En principio la excusa que se habían dado las autoridades franquistas era que todas las sentencias acordadas durante el periodo bélico debían ser revisadas porque, precisamente por el contexto, se tenía la certeza de que se habían producido fallos muy condicionados por la composición del tribunal, el lugar del consejo de guerra y sus circunstancias concretas. Es decir venía a reconocer que la justicia al revés implantada en 1937 dejaba mucho que desear. Ahora, incluso, otorgaba al penado la posibilidad de presentar circunstancias atenuantes que entonces no habían sido tenidas en cuenta. Apoyándose en ese hecho López Gálvez se dispuso a desmontar la instrucción de la sumaria que había permitido una sentencia tan dura. Aunque con mucho cuidado en no molestar a sus verdugos no pudo dejar de escribir que lo que iba a exponer no se lo habían dejado en abril de 1937.
Comenzó refiriéndose a los cargos por los que había sido condenado: ser dirigente de un partido político, haber defendido a extremistas de la CNT y ser masón. Respecto al primero llamaba la atención sobre la moderación del PNR, que era sobre todo «republicano», sin ninguna concomitancia marxista como lo demostraba que no había pertenecido al Frente Popular y que, salvo él, ningún afiliado había sido detenido o molestado incorporándose muchos al Movimiento Nacional. Respecto al segundo decía que tal como había sido formulado el cargo parecía que su defensa de los anarcosindicalistas no era una actividad profesional sino una militancia política extremista. Algo muy lejos de la realidad. Siempre había seleccionado los procesos en los que había intervenido rechazando los de atraco. Lo mismo había hecho en los casos civiles en los que participó fuera ante los Jurados Mixtos, desahucios o tribunales industriales.
Interpretando de la forma más favorable el sentido de las cartas de Antonio Carrero a Mariano Sánchez Roca en el asunto de la acusación particular del proceso contra el capitán Rojas, las puso como demostración de que su orientación profesional y conservadora de las defensas le había ocasionado problemas con los anarcosindicalistas. Durante los interrogatorios indagatorios Francisco Varela se las había leído, aunque después no las considerara, a diferencia de la carta a Feced, pruebas acusatorias. Como tampoco se habían hecho referencia a ellas en la sentencia.
La carta a uno de los directivos del PNR no podía considerarse como de oposición al Movimiento, es decir de «adhesión a la rebelión», delito por el que había sido condenado. Sino, en todo caso, como una muestra de abstención. Una posición que quedaba confirmada por las misivas que envió a sus correligionarios en la provincia. Sin embargo, durante la instrucción, a pesar de que lo pidió no le fue autorizado ni incorporarlas ni citar como testigos a sus amigos. Como prueba de que no habían sido consideradas contrarias exponía que la censura las había dejado pasar.
Por último aseguraba que según ilustres apologetas no podía considerarse que él hubiera sido masón. Apelaba a la autoridad en esos casos del padre Busquets. Aquí la instancia tenía una errata. López Gálvez seguramente pretendía hacerse eco de las teorías de Juan Tusquets Terrats, un sacerdote antiguo nacionalista catalán, que tenía un gran predicamento en la España ocupada por los golpistas por sus teorías antimasónicas. Llegó a decir que la Segunda República no era sino una dictadura judeo-masónica. Al parecer Tusquets aseguraba que sólo podía considerarse masón quien alcanzara el grado 3º. Él no había pasado del 2º, compañero, y además cuando había sido juzgado y condenado ya se había retractado. Una retractación que había efectuado mediante los cánones de derecho canónico tal como debía, ¿seguirá haciéndolo?, constar en el obispado de Cádiz.
Finalmente dejó constancia de dos hechos y varios documentos que consideraba importante que se tuvieran en cuenta como descargo en base a la regla 9ª. El primer hecho era que el primer Gobernador Civil de la ciudad colocado por los jefes militares no sólo no había ordenado su detención sino que conocía dónde se encontraba. Él mismo se había presentado ante él para comunicarle que estaba en su domicilio y que no pensaba abandonarlo. El segundo, que podía solicitar a Cádiz documentos acreditativos de su imparcialidad como catedrático de la Escuela Normal de Magisterio y como vocal del Tribunal Contencioso Administrativo. Los documentos que adjuntaba era un certificado de buena conducta «moral y religiosa» del capellán del penal; otro del director, Faustino Lucas Sánchez, certificando igualmente su buena conducta durante los más de dos años que llevaba en la colonia y que si había sido destituido de su «destino» en la enfermería era por figurar en la sentencia que había pertenecido a la masonería y un resguardo del banco Hispano Americano de Cádiz de un donativo de 25 pesetas que realizó bajo el pseudónimo de «Un republicano anti-marxista» a la cuestación «Pro-Ejército» en agosto de 1936.
Los esfuerzos de López Gálvez se vieron coronados con el éxito. El 24 de mayo de 1940 el presidente de la Comisión Provincial de Examen de Penas de Cádiz proponía la conmutación de los 30 años a 10. Eso sí, sin perjuicio de la responsabilidad masónica. Lo que suponía impedirle que regresara a su puesto de profesor. Aunque sí le permitió volver al penal de El Puerto de Santa María. Un cambio de situación nada desdeñable en vísperas del culmen de la gran epidemia de tifus exantemático, el famoso piojo verde de aquellos años. Estar cerca de la familia no era poca cosa. De ello dependió, en muchos casos, la supervivencia del penado. Aunque todavía pasaría un año antes de que López Gálvez fuera puesto en libertad condicional. Necesitó de otra conmutación.
Durante ese año, fechada el 28 de octubre, su esposa Soledad Navarro presentó una instancia ante el Juzgado de Ejecuciones de Sentencias de Cádiz pidiendo un testimonio de sentencia que atestiguara que su marido estaba cumpliendo pena. La necesitaba para solicitar una pensión. No sabemos cual exactamente. Unos meses antes se había reformado el régimen de subsidio de vejez. Quizás tuviera alguna relación. En cualquier caso el juzgado se lo proporcionó.
La segunda conmutación le llegó a López Gálvez en diciembre de 1940. Esta vez implicó una rebaja de seis años. La condena se le quedaba en cuatro años. La Comisión Central la aprobó el 21 de enero de 1941. Descontando los 19 días se prisión preventiva le quedaban 3 años y 346 días que terminaría de cumplir el 18 de abril de 1941. La puerta parecía a punto de abrirse. El 31 de marzo de 1941 José Zulueta Serrano realizó las diligencias oportunas para la inscripción de la nueva condena y ante la proximidad de su puesta en libertad ordenó que, una vez puesto en libertad, debía presentarse en el juzgado para leerle la conmutación. En realidad López Gálvez iba a ser puesto en libertad al día siguiente al aplicársele los beneficios de la prisión atenuada aprobados en junio de 1940.
Para entonces parece que llevaba ya algunos meses en el penal portuense. Así que fue su director el que firmó la libertad. En el oficio que envió al juez de ejecutorias señalaba que el domicilio en el que iba a residir era Sacramento, 34. Aunque, en realidad, a donde se fue a vivir fue a la calle Libertad 15 con su esposa que ya vivía allí hacía algún tiempo.
6. En la España de Franco
Poco tenía que ver la mísera España de la posguerra con la que se encontró López Gálvez con la que había conocido antes de sus cuatro años de prisión. No sólo era una cuestión de recursos económicos sino también del papel que los vencedores tenían asignados a los vencidos. López Gálvez era uno de ellos y, además, arrastraba la mancha de haber sido masón, lo que le inhabilitaba a perpetuidad para ocupar trabajos dependientes del Estado. Así que jamás volvería a su plaza de profesor en la Escuela Normal. Tampoco una población sumida todavía en el estupor del terror como era Cádiz permitía muchas posibilidades a un hombre como él.
Sabemos por las informaciones de su hija al periodista Tano Ramos que no aguantó mucho. En 1942 se marchó a Madrid. Primero solo, después, poco a poco, el resto de la familia. Tenía 50 años, una familia y una vida por reconstruir. Poco a poco lo logró. Dio clases en una academia particular y, al parecer, tras su colegiación en Madrid, se hizo cargo de casos del turno de oficio. Aunque en libertad, López Gálvez no podía sentirse seguro. Como casi ninguno de los que las necesidades del régimen iban poniendo en la calle. Quienes seguro que en esa fecha no lo habían olvidado eran los funcionarios del Tribunal Especial contra la Masonería y el Comunismo (TERMC). Tras la publicación de la ley y su puesta en marcha había vuelto, si es que en algún momento había dejado de serlo, la persecución sistemática de los masones. Quien lo encabezaba en 1942 era Andrés Saliquet Zumeta. Ironías de la vida, López Gálvez y Saliquet habían coincidido en Cádiz, en tiempos de la monarquía, cuando uno era el gobernador militar de la plaza y el otro un respetado catedrático de la Escuela Normal de Magisterio. Once años más tarde iban a estar a uno y otro lado de un tribunal tan especial como con el que los sediciosos le habían juzgado en 1937.
El TERMC comenzó ese mismo 1941 la inmensa labor de volver a depurar a todos aquellos conocidos, sospechosos o de los que se pensara que habían sido masones. El de López Gálvez sería uno de los más de 64.000 expedientes que el tribunal instruyó a lo largo de sus 22 años de existencia. Por lo que sabemos se desarrolló a lo largo de 1942. Debió ser citado a declarar pero no lo encontraron. De forma que, en septiembre, el tribunal se dirigió a la Dirección General de Seguridad para que lo detuviera y pusiera a su disposición en Madrid. López Gálvez no estaba localizable porque se había trasladado a la capital pero en cuanto se activaron las gestiones policiales, en octubre, fue encontrado. Estuvo detenido un día y después liberado.
El procedimiento continuó su curso. De nuevo el fantasma de la cárcel apareció en el horizonte. El fiscal pidió 12 años de prisión. Otra vez tuvo que buscar avales. Contó con el de la directora de la Normal de Cádiz, Josefina Pascual. Como en 1937. La consulta del expediente del juicio en el Centro Documental de la Memoria Histórica en Salamanca permitirá detallar el proceso. De momento se puede decir que la petición de cárcel no fue atendida en la sentencia que, sin embargo, confirmó su inhabilitación perpetua para ejercer cualquier cargo en el Estado, corporaciones públicas y entidades que recibieran subvención estatal.
Durante 34 años vivió en la capital del país. Sobrevivió casi un año al dictador. Murió con 84 años el 28 de septiembre de 1976 en su casa de la calle Padre Damián, 41. Su esquela apareció en la edición madrileña de ABC. Junto a la suya la de una «terciaria carmelita, medalla de la Vieja Guardia». Por encima de ambas, ocupando casi toda la página una colectiva de los asesinados hasta ese momento por «los agentes de la subversión». Es decir, por ETA