Historiador. Autor de La guerra civil en Huelva
El pasado jueves 17 murió Antonio Bravo Guindo a los 93 años. Pocos hubiera podido augurar tan larga vida a quien fue a la vez socialista y masón precisamente en el momento menos oportuno de nuestra historia reciente. Con esa edad, con la buena memoria de que disfrutó hasta hace poco tiempo y con el buen humor de que hacía gala habitualmente, Antonio Bravo fue hasta su muerte memoria viva de la Huelva de los años treinta y cuarenta, la Huelva de la República y la Huelva del fascismo, sobre las que le gustaba hablar sin límite a quien a ello se prestara, ya fuera en su casa como en su querido Bar Onuba.
Contra lo que hubiera sido deseable, conocí a Antonio Bravo después de que viera la luz mi libro sobre la guerra civil en la provincia, hecho que fue posible gracias a Juan Manuel Ramos Martín, compañero suyo y amigo de ambos. El primer encuentro con Antonio Bravo, con Fraternidad, su nombre masónico, único superviviente de la logia Francisco Esteva, fue en torno a la camilla de su casa y con su hija Ana no muy lejos por si necesitaba algo. Tenía mi libro sobre la mesa y por su lomo sobresalían las numerosas señales con que marcaba todo lo que le llamaba la atención. Deseaba tenerme delante y poderme censurar por haberlo metido dentro de los masones que se sumaron a los sublevados. Él era un socialista, no un vulgar republicano de derechas. Según decía, lo que allí se leía podía llamar a engaño y quería que yo comprendiera que lo que hizo fue simplemente para salvar la vida. Este encuentro de febrero de 1997 sería el primero de los que tuve con él, siempre entrañables y que me permitirían incorporar su testimonio y la fotografía de grupo de la logia en la tercera edición de La guerra civil en Huelva. Antonio encontró a alguien interesado en su mundo, ya difuso y casi sin testigos, y yo encontré un archivo viviente, siempre abierto y sin trabas.
Antonio Bravo Guindo había nacido en Huelva en 1910. En 1928, con 18 años, trabajando ya como empleado del Bazar Mascarós y después de haber pasado por indicación de su padre (Manuel Bravo Colombo) por las filas del Partido Reformista de Melquíades Álvarez, ingresó en el Partido Socialista. En aquellos años finales de la dictadura le gustaba frecuentar la taberna “El Pozo”, de la que eran asiduos republicanos y masones como Diego Martínez Barrio y Alfonso Morón de la Corte e incluso alguno de los delegados militares de Primo de Rivera como García Escámez. Ferviente republicano, animado por algunos de sus amigos, Antonio ingresó en 1932 en la más izquierdista de las logias de Huelva, la Francisco Esteva, dependiente de la Gran Logia Española, de la que formaban parte elementos tan influyentes –casi todos federales y socialistas- como Luis Cordero Bel, Crescenciano Bilbao Castellano y Juan Tirado Figueroa. Antonio Bravo, que alcanzó en la logia el grado 3º de Maestro Masón en abril de 1933 y el de Primer Vigilante en 1936, siempre pensó que el poder e influencia de la masonería en Huelva habían sido casi nulos. Su papel se limitó casi en exclusiva al cuidado de la biblioteca de la logia. Aparte de esto, a lo largo de la República, Antonio Bravo llegó a ser delegado de la Federación Socialista y tesorero del Sindicato de Trabajadores del Comercio. Esta fue la situación en que le cogió el golpe militar de julio del 36, hecho que Antonio resumía diciendo: Tenían el dinero, tenían el poder y nos quitaron del medio.
A partir de la caída de la ciudad en poder de las fuerzas de Queipo, Antonio Bravo, deseoso de pasar desapercibido, se limitó a acudir al trabajo y a vivir en tenso retiro mientras sus amistades comenzaban a caer en manos de lo que él llamaba la piara fascista. Pero la situación era cada vez más insostenible. La primera detención en octubre del 36, en que pasó varios días en el llamado Cuartel de Moraclaros, sede de Falange, fue por sus cargos sindicales; la segunda, en noviembre, por su pertenencia a la masonería. Entre ambas fue obligado a asistir una noche, temblando, a una quema pública de obras de Blasco Ibáñez. La gran redada de masones tuvo lugar en noviembre, momento en que fueron trasladados a la Prisión Provincial. La familia y los conocidos movieron todo tipo de influencias y así pudo salvar la vida en las cuatro ocasiones en que fue detenido entre octubre del 36 y abril del 37, ocurrida ésta unas semanas después de la destrucción y quema pública de urnas electorales que tuvo lugar en todas las ciudades ocupadas durante la noche del 16 de febrero de 1937, primer aniversario de las elecciones que dieron el triunfo al Frente Popular. En mayo de este año, harto ya de escuchar a algunos fascistas de Huelva comentar cada vez que lo veían ¿Pero todavía está vivo el gordo ese?, optó por aceptar la mejor de las salidas que se les ofreció y aprovechando la movilización de la quinta del 30 se enroló, iniciando un largo periplo de dos años que lo llevaría desde Badajoz a Pinto pasando por Ceuta, Seseña y Esquivias. Al término de la guerra, que fue según él la que le salvó la vida al apartarle de Huelva, pasó de nuevo a su ciudad y a su trabajo en el bazar.
Pese a su pasado de ex-combatiente tuvo que adaptarse a vivir entre insultos y amenazas y, por si ello fuera poco, no llevaba ni año y medio en la ciudad cuando en 1941 fue llamado con otros ex-masones a pasar por el Tribunal de la Masonería y el Comunismo, con sede en un lóbrego palacio del Paseo del Prado de Madrid. Allí acudió un día de terrible invierno de 1941, el año del hambre, con otros catorce paisanos ante aquel tribunal presidido por el general Saliquet y formado por González Olivero, Pradera y Rada. Él hablaba de “la checa de Saliquet”. Recordaba, como si lo viviera, que cuando tras escuchar los cargos quiso corregir una fecha, el bestia de Saliquet, al que no veía bien la cara en la oscuridad del lugar, levantó la cabeza y con voz áspera y despectiva le espetó ¡Tú te callas!. Le cayeron doce años y un día que como tantos otros, ante el gran problema carcelario creado por la represión, nunca cumplió. Sin embargo, peor que la condena fue la amenaza que recibió de que si no se portaba como debía sería desterrado a Lanzarote, panorama que le produjo pesadillas durante esos años en que precisamente contrajo matrimonio y nacieron sus hijos. El estigma social fue inevitable: Antonio Bravo era rojo y masón. Después, salvado dentro de lo posible el círculo familiar y los amigos que quedaron, la vida se tornó gris y monótona. Estuve asustado casi toda mi vida, decía. La angustia vivida en su familia quedaba patente en aquella imagen de la Guardia Civil consolando a su madre, destrozada y harta de las calamidades sobrevenidas. Sin embargo y contra todo pronóstico, la vida le permitió contemplar la muerte del dictador y participar en el proceso político abierto con la Constitución de 1978. En sus últimos años llevó muy mal la larga crisis del PSOE y peor aun el ascenso del PP.
Entre sus fobias particulares Antonio Bravo destacaba siempre todo lo relativo a la Iglesia, lo peor que nos ha podido caer a los españoles. Al decir esto mostraba la huella que en él había dejado la obligada abjuración-retractación ante la autoridad eclesiástica por su condición de masón y, sobre todo, el fatal destino corrido por los que de entre sus amigos sufrieron la ira clerical, caso del joven abogado Avelino Barrera, uno de los miles de desaparecidos del otoño del 36. En este sentido nunca perdía ocasión de arremeter contra quien consideraba una de los personajes más nefastos de Huelva, Manuel Siurot, don Manué, y contra su mano derecha -brazo ejecutor, prefería decir Antonio- el famoso “don Carlitos” (Carlos Sánchez). Tampoco olvidó nunca al tristemente famoso comandante Haro ni a sus desgraciadas víctimas, algunas de ellas hombres y mujeres de su círculo de amistades. En sentido contrario, siempre recordaba a su amigo Juanito Gutiérrez, que no era otro que el joven abogado y diputado socialista, natural de Palos, Juan Gutiérrez Prieto, asesinado en los primeros días de agosto del 36 en pleno día y en El Conquero, pese a las numerosas peticiones de clemencia surgidas en el sur de la provincia. Así mismo, tampoco olvidó a Ramón González Peña, al que conoció y admiró; al profesor de matemáticas y primer alcalde republicano de Huelva Amós Sabrás Gurrea, y a su querido amigo el teniente Alberto Pérez, expulsado del Ejército tras pasar por consejo de guerra y con el que coincidió en prisión a finales del 36.
Vayan pues estos apuntes sobre Antonio Bravo en recuerdo y homenaje a una generación de hombres buenos, diezmada y destrozada por el fascismo español, en un momento clave de nuestra historia en que parecía que por fin España había encontrado su camino, que no era otro que el deseado por la mayoría. Finalmente, no dejo de pensar en lo que diría Antonio Bravo si pudiera saber que este artículo en su memoria iba a aparecer precisamente en el ODIEL, el diario antirrepublicano fundado por aquel furibundo antimasón que fue Dionisio Cano López.