Antonio Burguillos Vilches era mi tío. Debió ser un tipo interesante pero no pude conocerle porque una mañana de octubre del año mil novecientos treinta y seis, cuando las luces del alba aún no habían despuntado por el horizonte, fue absurdamente asesinado ante un pelotón de fusilamiento. Yo aún no había nacido.
Todo cuanto de él sé, me fue relatado por mi padre. Hoy, cuando ya sus sobrinos son hombres y mujeres con hijos, e incluso algunos con nietos, quisiera volcar en estas breves líneas la semblanza que de su figura me hice para que su recuerdo no se pierda en la bruma con la que el tiempo cubre los acontecimientos.
El tío Antonio nació en Puente Genil, pueblo de su madre, Pilar, un día (desconozco cuál) de mil novecientos trece. Siendo muy pequeño marchó a Cádiz, a donde su padre, José, natural de Lucena, fue destinado en calidad de «jefe de tren». Ya en esta ciudad, sus padres sentaron residencia en una casa del barrio de San Severiano, llamada «de los cañones». Fue allí donde nació su hermano Pepe (1918) y Pilar (1921), tercero y cuarta que serían de los seis que tuvo el matrimonio, pues la segunda, Esperanza, falleció a muy corta edad.
Pronto, un nuevo destino dirigió los pasos de la familia hasta Bonanza, una pedanía de Sanlúcar de Barrameda, donde, apenas asentados, nació Rafael, su quinto hermano, cuando corría el año 1922.
Allí, en una casita de campo junto a la vía del tren (ya que su madre ejercía de «guarda agujas»), rodeada de frondosos pinares y a orillas del Guadalquivir, transcurrieron los primeros años de Antonio. Era un niño aplicado, sereno y obediente que cuidaba de la pequeña Pilar y del travieso Pepe constantemente; sobre todo cuando junto con este último recorría, diariamente y a pie, los seis kilómetros que separaban su casa del colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.
En ese colegio no solo aprendió Antonio a leer y escribir. También sentó allí, bajo la tutela del «Padre España», los principios de honestidad y responsabilidad que regirían su vida futura.
No sé en qué momento su progenitor fue de nuevo destinado a Cádiz, pero en 1930, año en el que nació Dolores (Lolita para la familia), vivía ya, junto a sus padres y hermanos, en el número 11 de la calle Obispo Urquinaona.
Ignoro qué estudios cursó y qué libros orientaron sus inquietudes. Pero según mi padre, fue un muchacho serio y estudioso. A los dieciséis años, y siguiendo los pasos de su padre y abuelo, que fue jefe de estación, ingresó en los ferrocarriles como «alumno meritorio», alcanzando el grado de «factor» una año más tarde, por lo que tuvo que esperar algún tiempo para ejercer como tal, debido a su corta edad.
En su tiempo libre, y de forma totalmente autodidacta, estudió esperanto, lengua que en aquellos tiempos, en los que el francés declinaba su antigua hegemonía y el inglés aún no había alcanzado su actual grado de internacionalidad, se le suponía poder para romper fronteras, uniendo así, en una lengua común, a todos los hombres.
Creo, no estoy totalmente seguro, que se libró del servicio militar obligatorio debido a cierta dolencia pulmonar.
Paralelamente a su formación profesional e intelectual, corrió la política. Nunca me contó mi padre cómo ni cuándo abrazó el comunismo pero llegó a ser un cargo destacado en Cádiz del Socorro Rojo Internacional, una organización fundada por la Internacional Comunista en 1922, cuyo objetivo era prestar ayuda económica a los militantes y sus familias durante los períodos de penurias, provocadas por las cruentas y traumáticas huelgas de aquellos años. Así, cuenta mi padre que en su habitación guardaba un barreño lleno de monedas y dinero que repartía entre aquellos que, por motivos de conflictos laborales, quedaban sin el sustento diario.
La guerra civil, no le sorprendió. Era algo esperado, pero cuando en la tarde del 18 de julio de 1936 unos disparos rompieron la sosegada tranquilidad de las calles de Cádiz, supo que su vida estaba en manos de aquellos que le tenían por enemigo, simplemente por pensar distinto a ellos. Pudo haber escapado. El partido le invitó a huir pero no quiso; sabía que si lo hacía, su familia sufriría posibles represalias.
Pronto fue reclamado por las autoridades fascistas. Prácticamente, vivía recluido en la estación de ferrocarril, protegido por el jefe de estación que, por ser adicto a los militares rebeldes, tenía ciertas influencias. Las escasas veces que iba a su casa, lo hacía bajo el constante temor de ser detenido. Fue en una de esas salidas cuando lo detuvieron, siendo ingresado en el penal de El Puerto de Santa María. Supongo que fue juzgado sumarísimamente por un tribunal militar, pues se le condenó a muerte, siendo trasladado seguidamente a la prisión militar del Castillo de San Sebastián, lugar donde debía ejecutarse la injusta sentencia.
Varias veces envió desde la cárcel a su padre avisos y advertencias sobre la gravedad de su situación, pero este no supo verlo o quizás, impotente ante los acontecimientos, no pudo hacer nada.
No puedo imaginarme qué pasaría por su cabeza aquella su última noche. Solo sé que su ánimo no mostró debilidad alguna. Escribió dos cartas a sus padres como última despedida. En una de ellas, puede leerse:
Queridos padres:
En el Castillo de San Sebastián, hoy viernes 16 me van a fusilar; ignoro las causas. Tú sabes que yo siempre fui bueno.
Ten paciencia que ya cicatrizará el tiempo esta brecha en vuestro corazón.
No tengo miedo a la muerte.
Despide a mis compañeros los ferroviarios, muchos recuerdos a Valenzuela.
Un beso y un abrazo para Pepe, Pilar, Rafael y Loli y a los vecinos. Resignación.
Toni
16-X-36
La segunda de las cartas reza:
Cádiz 16 Octubre 1936
José Burguillos
Urquinaona 11 –2º
Queridos padres: No os aflijáis por mi muerte, no tiene importancia.
Mi último recuerdo es para vosotros
Besos y abrazos
Antonio
(rúbrica)
En el castillo de San Sebastián veo la última luz.
Perdonad lo que os he hecho sufrir.
Toni
Lo que ocurrió después de escribir estas dos misivas se sabe porque un carabinero, conocido de la familia y presente durante la ejecución, lo contó cuando días después entregó las cartas a su padre.
Cuando el sacerdote se acercó para invitarle a confesión, rechazó esta, aunque pidiéndole el crucifijo, lo besó porque, y según sus propias palabras, «fue un mártir igual que él».
Cuando, escoltado, salió al patio, pidió permiso para orinar, cosa que se le concedió. Al pretender el jefe del pelotón taparle los ojos, se negó a ello. Ya con los fusiles en ristre, se dirigió a sus verdugos y les gritó: «¡Esbirros. Apuntad bien al corazón y no me hagáis sufrir. Viva la República!».
Su cadáver fue entregado a la familia pero esta no tenía dinero para el entierro. Fue una mujer, ya mayor, vecina del barrio y dueña de una carbonería, la que ofreció de forma desinteresada el necesario peculio.
Esto es todo lo que me contó mi padre sobre mi tío Antonio. Nada he añadido ni modificado.
Epílogo
Antonio Burguillos Vilches fue una más de las numerosas víctimas de la represión fascista. Él tuvo más suerte que muchos: fue juzgado y su cuerpo, entregado a su familia; otros, más desgraciados, ni siquiera pudieron escribir unas líneas de despedida, desconociendo sus seres queridos el anónimo lugar donde reposan sus pobres huesos.
Su sangre, vertida aquel otoño gris, no se derramó inútilmente. Se fundió con la de otros muchos para que, tras cuarenta años de negro invierno, pudieran florecer, como rosas rojas, en la primavera de una nueva España.
Sus restos reposaron durante muchos años en el cementerio de San José. Posteriormente, fueron trasladados al mancomunado de Chiclana, siendo inhumados junto a los de sus padres. Más tarde sus hermanas gestionaron la incineración de los tres, siendo sus cenizas entregadas al mar.
Descansa en paz.