LOS LIENZOS DEL DESTERRADO
El artista nacido en el pueblo cordobés de Montoro se atrevió a pintar su agitada biografía. Su memoria es un lienzo salvaje, abstracto de agonía, surrealista e ibérico al hablar de lo perdido. Antonio Rodríguez Luna pintó varias series a modo de episodios autobiográficos y, en realidad, de la trágica Historia de España. Así lo demuestra en sus ‘Dieciséis dibujos de guerra’ o en sus aguafuertes sobre la experiencia de los refugiados republicanos en los campos de internamiento francés. Rodríguez Luna vivió en México formando parte de la brillante generación de artistas expulsados de España. Intentó no olvidar y pintó la desolación de los desterrados. Finalmente, regresó a España y murió en su pueblo natal. Allí se levanta hoy un museo dedicado a su figura.
En la sala número cuatro del Museo Iconográfico del Quijote en Guanajato (México) hay una luz incierta y triste, como si un atardecer de ceniza se hubiera instalado para siempre. En una de las paredes, hay un mural titulado Don Quijote en el destierro y en él se aprecia al caballero de la Triste Figura sobre un Rocinante vencido y cansado que camina sin saber adónde. Le sigue un cortejo de desposeídos, los hombros caídos, la mirada en el suelo y el horizonte de la desesperanza. Son los exiliados españoles, los peregrinos sin patria, los desterrados de todos los tiempos.
Quien pintó este mural sabía lo que hacía. Lo sabía tan bien que en realidad estaba pintándose a sí mismo. Igual que se puede reconocer entre las figuras fantasmales y heridas de nostalgia al poeta León Felipe, también vaga en cada trazo –en un azul de perdido cielo castellano– el espíritu atormentado del pintor Antonio Rodríguez Luna.
Antonio Rodríguez Luna (1910-1985) nace y muere en el mismo lugar, Montoro, uno de esos pueblos cordobeses que huelen a Guadalquivir. Sin embargo, no es la suya una vida tranquila. Rodríguez Luna conocerá bien la gran tragedia española de la guerra y un largo exilio en México, la epopeya repetida de los hombres sin tierra.
Hoy en Montoro se puede visitar un museo dedicado a su vecino ilustre. Se encuentra cerca de la Plaza del Charco. En la pinacoteca, dentro de lo que fue la antigua capilla de San Jacinto, hay algo de estremecimiento porque Rodríguez Luna es de esos artistas que supieron pintar su autobiografía. En las paredes del museo se puede leer una novela cromática: la vida azarosa, terrible y fascinante de Antonio Rodríguez Luna.
Cuando el pintor retorna a su pueblo –fachadas blancas, piedras aristadas, olor a fondo de río– ya sólo le quedará morirse tranquilo y reposar en una tumba conocida. El sueño del exiliado.
Esta estampa de un Montoro idealizado le acompañará siempre. Primero será un leve pinchazo de recuerdos infantiles y de juventud cuando se traslade a Sevilla para estudiar pintura. Del taller del sevillano Juan Lafita pasará a Madrid para conocer a artistas como Daniel Vázquez Díaz, Timoteo López Rubio o Juan Navarro Román. Formará parte de la Agrupación Gremial de Artistas Plásticos y de la Sociedad de Artistas Ibéricos. Su pintura responderá entonces a la llamada poética de Vallecas hasta acercarse a «lo ibérico-surrealista», como definiría Juan Antonio Gaya Nuño.
Algo de Valdés Leal, Solana y Goya se descubre en sus lienzos, aunque aún no sepa que tendrá también que pintar horrores, muertos y desastres que verá con sus propios ojos.
Uno de los trabajos más impresionantes será su serie Dieciséis dibujos de guerra que servirá como testimonio y exorcismo de la pesadilla bélica. Pero es sólo el principio, otro episodio dantesco le espera poco después de atravesar la frontera con Francia al término de la Guerra Civil.
El pintor cordobés será uno de los refugiados republicanos que dé con sus huesos en uno de los campos de internamiento del Mediodía francés donde las autoridades galas ‘resuelven’ el problema español de los exiliados. Allí coincide con otro cordobés: el poeta Juan Rejano, con el que quedaría unido en una travesía biográfica similar.
Su serie de aguafuertes sobre los campos de refugiados en las playas del Sur de Francia –él estuvo en Argelès-sur-Mer– sorprende con un expresionismo desgarrador. Es una de las muestras de ese arte imposible que, a pesar de las circunstancias, se hizo en aquellos campos de soledad, frío y muerte.
Rodríguez Luna da testimonio de aquel tiempo siniestro con imágenes de angustia, de seres que caminan como espectros por playas de sol y arena, de niños que mueren de disentería, del frío y el último sueño que asaltaba en mitad de cualquier noche en aquellas barracas inmundas. Los paraísos terribles de Argelès-sur-Mer.
El pintor cordobés forma parte de un grupo de artistas que hizo más humano aquellos campos franceses como Aurelio Arteta, Antoni Clavé, Manolo Valiente o Josep Bartolí. Se sabe de la existencia de varios milagros del arte en aquellos círculos del infierno, como ha estudiado Violeta Izquierdo en la obra El arte del exilio republicano. Por ejemplo, una especie de palacio de exposiciones en Barcarés, un salón de Bellas Artes en Argelès y hasta una barraca-galería en Saint-Cyprien.
Aquellas piezas perdidas, condenadas a desaparecer como buena parte de la memoria de lo que allí ocurrió estaban realizadas con los más insólitos materiales: latas, cartones, conchas y caracolas recogidas en la arena, maderas de restos de naufragios y hasta el retorcido y macabro hierro de las alambradas que acotaban la libertad.
El 6 de mayo de 1939 el barco holandés Vendamm saldría de Saint-Nazaire con rumbo a México. En el buque –que llegó a Nueva York y en un autobús de la línea Greyhound alcanzaría su destino final: Ciudad de México– viajaban Bergamín, Carner, Rodolfo Halffter, Herrera Petere, Prados, Miguel Prieto, Renau, Sánchez Barbudo –que recordaba en las noches de ultramar los viajes con las Misiones Pedagógicas– o Eduardo Ugarte, que haría lo mismo con las anécdotas de la Barraca.
A bordo iba también Rodríguez Luna intentando que no se le borrara ni un sólo día de su infancia en Montoro. Sabía que su salvación sería pintar su vida, su memoria. Los pigmentos, la esencia de trementina, el lienzo blanquísimo serían como el cuaderno iluminado en el que pintaría su biografía de desterrado.
APOYO: HISTORIA DE UN PIGMENTO EN LA MEMORIA
Hay un poema de Juan Rejano, Elegía desde un cuadro de Antonio Rodríguez Luna, que dice: «¿A dónde voy? ¿A dónde vamos?». Es la estremecedora pregunta que acompaña la vida de los exiliados. Esa misma obsesión se aprecia en cuadros de Rodríguez Luna realizados en el México de los años cuarenta como Españoles hacia el destierro o Desterrados.
¿Cómo fue la vida del pintor cordóbés al llegar a México? Al principio, no será fácil, pero pronto conseguirá adaptarse a las nuevas circunstancias. Contra la nostalgia servirán los encuentros con otros refugiados republicanos en los cafés que se convirtieron en españoles: el Tupinamba, la Parroquia, El Campoamor o El Madrid.
Rodríguez Luna formará parte de ese grupo de artistas exiliados que culminará en México la obra pictórica que tendrían que haber realizado en España sino se hubiera cruzado el viento atroz de la guerra: Salvador Bartolozzi, Darío Carmona, Enrique Climent, Gabriel García Maroto, José Moreno Villa, Miguel Prieto o Remedios Varo, como apunta el escritor Juan Manuel Bonet en la semblanza biográfica de Rodríguez Luna que incluye en El exilio andaluz en México, catálogo de la exposición realizada por la Junta con motivo de la Feria del Libro de Guadalajara (México).
El pintor cordobés se relacionaría también con artistas mexicanos como David Alfaro Siqueiros, quien con Rodríguez Luna y los también exiliados Renau y Miguel Prieto realizaría el mural Retrato de la burguesía en el Sindicato Mexicano de Electricistas.
El artista se dedicaría con brillantez a trabajos de ilustrador. Entre lo más destacado están las ediciones de Morir por cerrar los ojos (1944), de Max Aub; La bestia humana, de Zola, en la edición de 1945 de la editorial Leyenda; Elegía rota para un himno: En la muerte de Julián Grimau (1963), de Rejano; El Ciervo (1958), de León Felipe o Primavera en Eaton Hastings, de Pedro Garfias.
Rodríguez Luna también colaboró en una de las grandes revistas del exilio como Romance y en Las Españas apuntaba Bergamín en el primer número de 1946: «Hay en esta pintura un ritmo, una cadencia tan evocadora de la España que el pintor lleva dentro, que diríamos que nos habla. Lo que nos dice con acento andaluz, cordobés de copla, de cante…».
El pintor vivió en México obsesionado por no olvidar los colores de su tierra. Al regresar a España expuso en 1976 en la Galería Juana Mordó. En sus ojos ya tenía a resguardo el blanco imposible de su pueblo.