Un miliciano malagueño en campos de concentración
El 27 de marzo de 1918 nace Antonio Torres Morales en Málaga. Su madre, Dolores, trabajaba a destajo en la Fábrica textil La Industria Malagueña y su padre en la Fábrica de Óxidos Rojos, “un trabajo duro, sucio y mal pagado” . Tenía Antonio 16 años cuando ingresó en las Juventudes Libertarias, pensaba que algo había que hacer para cambiar la situación de dura explotación en que vivían los trabajadores y que el percibía en su propia casa.
Trabajaba en una peluquería de señoras cuando se produjo el golpe de estado del 18 de julio de 1936. Tenía entonces 18 años y se alistó voluntario en la Columna Libertad que había organizado el Sindicato de Alimentación de la CNT; como miliciano de esta columna hizo la instrucción y guardias pero no pudieron combatir porque carecían de armas.
Cuando el 7 de febrero entraban en Málaga las tropas franquistas apoyadas por el ejército fascista italiano, Antonio temiendo por su vida emprendió la huída por la carretera de la costa hacia Almería, como tantos miles de malagueños y otros muchos andaluces refugiados en Málaga. Por no dejarle solo en esta odisea su padre le acompañó y con él anduvo hasta Almería y viajó luego hasta Barcelona.
Sobre los momentos vividos en aquel febrero loco de 1937 por la carretra de Málaga a Almería guarda Antonio Torres imborrables recuerdos, como él mismo nos cuenta: “He intentado olvidar, pero no he podido, aquellos trágicos y angustiosos momentos, vividos en la odisea criminal que
tuvo que sufrir la población civil de Málaga. Cómo olvidar el cañoneo de aquél barco de guerra y los seres humanos indefensos que eran barridos por la metralla de los obuses, y a la joven madre que, mirando al cielo en busca de la ayuda milagrosa, no hacía caso de sus heridas, ni de su hija muerta en sus brazos. ¿Cómo olvidar aquella infamia, de locos sin piedad ni corazón humano?”.
La ingente cantidad de refugiados que había en Almería obliga a padre e hijo a viajar, como buenamente pueden, hasta Barcelona. Allí entran los dos a trabajar en una fábrica de material de guerra colectivizada por la CNT, instalada en los locales que habían sido convento de Salesianos. A los pocos días Antonio se enrola de nuevo como miliciano, esta vez en la Columna Carlos Marx mandada por comunistas. A menos de un mes de su llegada a Barcelona salía para el frente de Huesca; En Tardienta les recibieron los proyectiles disparados desde los cañones enemigos, de allí pasaron a Robres y de este pueblo a las trincheras.
A primeros de junio de 1937 llega a Barcelona con un mes de permiso. Estando durmiendo en un albergue le piden la documentación y es detenido por los sucesos de Mayo del 37, que sucedieron mientras él estaba en el frente. Es puesto en libertad porque su padre pudo demostrar que estaba en el frente durante los referidos sucesos. Decepcionado por lo sucedido decide volver a trabajar en la fábrica de material de guerra y se reincorpora al frente cuando es movilizado por su quinta.
En febrero del año 1938 llega Antonio al Frente de Aragón. Fue allí, en el Frente del Ebro, donde vivió la guerra en toda su crudeza. En octubre de 1938 es evacuado al Hospital de Reus aquejado de paludismo. Cuando en noviembre de 1938 se fue a reincorporar al frente se encuentra con que muchos de sus compañeros han muerto, estaban heridos o habían sido hecho prisioneros, sobre este episodio exclama Antonio: “¡Tantos sacrificios y tantas vidas perdidas para nada! Para que la historia pueda decir que la Batalla del Ebro fue la mejor operación de la Guerra civil española”.
El día 2 de enero de 1939 Antonio Torres fue hecho prisionero y conducido al pueblo de Juncosa, provincia de Lérida, en cuya Iglesia fue encerrado junto a otros muchos prisioneros, de allí fueron conducidos en un vagón de mercancías que los trasladó hasta Logroño. Allí les metieron en la Plaza de Toros, convertida en Campo de Concentración; éste era un Campo de Clasificación desde el que se pedían informes de los prisioneros y, según fueran estos, los enviaban al Ejército, a otro campo de concentración, a un Batallón de Trabajadores (de castigo), a la cárcel o a quién sabe dónde,… Mientras esperaban su destino tenían a los prisioneros “entretenidos”; a primeras horas de la mañana un cura les leía la vida de Franco, cuando el cura terminaba un sargento bajito y regordete les mandaba hacer la instrucción subiendo y bajando por las gradas de la Plaza de Toros, gritando y amenzando con voz chillona y atizando a los prisioneros con la fusta cuando se le antojaba.
A primeros de febrero de 1939 Antonio es trasladado al Campo de Concentración de Miranda de Ebro, en Burgos. Allí “todo era malo: el frío, la comida, el trato”. Bajo una nevada intensa se formaban colas de hambrientos para recibir un cazo de agua con espinas de pescado “que tenías que tirar, porque no te lo podías comer”. Las letrinas eran una plataforma de madera sobre el mismo río Ebro, donde defecaban los siete u ocho mil presos que allí había. Dormían hacinados en barracones de madera y les hacían salir a la intemperie helada por las noches, a correazos, cada vez que se formaba alboroto. “El campo de concentración de Miranda de Ebro -cuenta Antonio Torres- ha quedado en mis recuerdos como el mas cruel y en donde se desconocían totalmente todo lo que fueran derechos humanos, aunque estos derechos no fueron respetado en ningún campo de concentración, ni en ningún batallón de trabajadores (batallones de castigo)”.
De Miranda de Ebro fue trasladado a Cabeza de Buey en un tren de mercancías. Iban cuarenta personas en cada vagón, con las puertas cerradas y un pequeño ventanillo por el que tenían que arrojar sus excrementos con los platos en los que tenían que hacer sus necesidades. Aquel interminable viajes duró cinco días y sus respectivas noches; “aquello no era trato ni para animales”, escribe Antonio. Al llegar a su destino los incluyeron en el 102 Batallón de Trabajadores (esclavos) y tras recorrer andando grandes distancias llegaron a la provincia de Córdoba, donde habían estado las trincheras del frente de Peñarroya; su trabajo consistía en recoger alambre de espino y cualquier objeto útil, también hubieron de enterrar muertos y recoger material de guerra. Dormían en cortijos deshabitados y por las mañanas les daban un chusco y una lata de sardinas para todo el día; a la noche comían una mala y escasa comida caliente.
En agosto de 1939 la Compañía de trabajadores esclavos en que estaba encuadrado Antonio llega al Pirineo Aragonés. En Sallent de Gállego trabajan en la construcción de fortificaciones de hierro y cemento. La guerra había terminado pero Franco aún temía una contraofensiva. Aquel invierno en el pirineo fue muy duro, con temperaturas en torno a 16 grados bajo cero, habitaban en chabolas de chapa y tenían que romper el hielo del río para poder lavarse; bloqueados por la nieve no llegaban los suministros y tuvieron que comer el rancho frío. Un miserable sargento que llegó a la compañía inventó una jaula para hombres “en la que encerraba a todo prisionero que según su particular criterio, había cometido un delito. Y si en las chabolas, mas preparadas y mas acompañados, hacía mucho frío, nos podemos hacer una idea de lo que sufrirían en aquellas perreras para hombres en las frías madrugadas de los Pirineos”.
En el verano de 1940 llega para Antonio la anhelada libertad -que más tarde comprobará que sólo era provisional- y regresa a Málaga. Ya en su ciudad descubre que a la escasez de trabajo que había en ésta se sumaba el rechazo que sentían los calificados de “rojos”, como él. Cuando por fin encuentra un trabajo, duro y mal pagado, recibe la orden de presentarse en Reus, en el Campo de Concentración. Aquejado de una infección renal ingresa en un hospital de prisioneros que “más que un hospital parecía una cárcel” y en él cogió el tifus. Sale del Hospital en abril de 1942 y es trasladado a un cuartel de la Barceloneta. Desde este cuartel, esposados por las calles de Barcelona, Antonio y sus compañeros son trasladados a Madrid, donde ingresan en el Campo de Concentración Miguel de Unamuno. Éste era un edificio construido durante la República para grupo escolar y al que los franquistas dieron otra utilidad más acorde con sus aspiraciones y sentimientos. De este campo fue trasladado al 27 Batalllón de soldados trabajadores, que se encontraba en la Sierra de Guadarrama de Madrid. Su trabajo allí era en la construcción de un sanatorio para el Ejército; para ello tenían que transportar en parihuelas pesadas piedras desde las montañas cercanas. Era un trabajo duro que los escoltas hacían mucho más porque les impedían descansar de la carga, repartidos por todo el recorrido les amenazaban y golpeaban con las culatas de los fusiles. “Aquello era un continuo trabajo forzado que duraba desde que amanecía hasta la noche, con muy poca comida y muy mal trato”. Las continuas fugas que en este lugar se producían, por la proximidad de la capital, eran sistemáticamente abortadas por la Guardia Civil, que reintegraba a los detenidos al Batallón donde eran duramente castigados.
De Guadarrama fue trasladado Antonio a Quintana del Puente, en Palencia. Allí hubo de trabajar, sin cobrar como siempre, en la construcción de otro sanatorio para el Ejército. Este era de ladrillos y cemento y hasta los ladrillos tenían que hacer los soldados trabajadores esclavizados en el horno. En enero de 1943 llegó por fin para Antonio y sus compañeros el final del trabajo esclavo en los batallones de trabajadores. Pero aún no podían volver a casa, ahora les obligaban a hacer la mili en el Ejército franquista y los destinaron al Regimiento Mixto de Ametralladoras en Campamento (Madrid); allí aún les seguían llamando “los de los Batallones de Trabajadores”. Paradójicamente, el 1º de abril de 1943 Antonio Torres tuvo que hacer el Desfile de la Victoria por el Paseo de la Castellana con el ejército franquista. Así lo cuenta él: “El destino tiene estas ironías, porque yo, que había estado toda la guerra con el ejército republicano, y que hasta hacía unos días trabajaba custodiado y hasta maltratado si tenía un descuido, me veía ahora aclamado y vitoreado, porque veían en mí y en mis compañeros a soldados victoriosos”.
Aun tendrá que repetir Antonio otro desfile de la victoria franquista por el Paseo de la Castellana al año siguiente y esperar al 25 de junio de 1944 en que, por fin, llegó a casa. Salió de ella con 18 años y regresó con 26. El regreso fue también difícil. El trabajo parecía reservado a los excombatientes franquistas y tardó ocho meses en hallar trabajo en la Fábrica en que estaba empleada su madre, la Industria Malagueña.
Tiene Antonio Torres Morales 93 años en la actualidad y cada día escribe sus reflexiones, poemas y recuerdos. Y, siempre que se le llama y puede, acude a donde le inviten a hablar de sus experiencias, de sus deseos de libertad y de su defensa a ultranza de la paz