LA REVOLUCIÓN DE UN PEDAGOGO ANDALUZ
El pedagogo y político es uno de los personajes fundamentales de la llamada revolución educativa que se inicia en España ya en el siglo XIX inspirada por figuras intelectuales como Francisco Giner de lo Ríos. Domingo Barnés (Sevilla, 1879- México, 1943) se convirtió en un influyente pedagogo con obras como “Psicología de la adolescencia” o “Fuentes para el estudio de la paidología”. Llegó a ser ministro de Instrucción Pública durante la Segunda República y director del Museo Pedagógico Nacional. Fue discípulo de Manuel B. Cossío con el que inició un proyecto emblemático de la República, las Misiones Pedagógicas. Al terminar la Guerra Civil, tuvo que marchar al exilio, ya que el gobierno franquista se ensañó especialmente con aquella generación de pedagogos
Sí, es cierto. Domingo Barnés fue un andaluz accidental. Sin embargo, en su exilio mexicano tuvo oportunidad de recordar en multitud de ocasiones las largas tardes de sol de su infancia. Ese sol amarillo y cruel de Sevilla, que se tendía sobre las calles y que sólo se retiraba cuando del Guadalquivir llegaba el soplo de marea que agitaba los velones que daban sombra en los patios y anunciaba la caída de la tarde. Aquellos patios de su infancia sevillana…
Domingo Barnés, el gran pedagogo, se sorprendía de que aquella lejana patria sevillana destacara como uno de sus principales recuerdos españoles. Pero así era. Su última noche mexicana evocaría las noches andaluzas y a su abuelo, el gran krausista Fernando de Castro, rector de la Universidad de Sevilla, paseando por el patio de sus sueños de niño.
Barnés nació en Sevilla, porque su padre dio clases en la Hispalense y se casó con la hija de Fernando de Castro, discípulo de Julián Sanz del Río y Amador de los Ríos. Por sus venas corría la fuerza de aquellos pedagogos que intentaron cambiar España a través de la educación. De hecho, Domingo Barnés fue a su vez discípulo de Francisco Giner de los Ríos y de Manuel Bartolomé Cossío, la lúcida saga de pensadores y maestros que revolucionó un país anclado en las tinieblas del siglo XIX.
Domingo Barnés es uno de los grandes personajes de la Segunda República y considerado como representante de la llamada generación de los hijos de Giner. Barnés llegó a tener gran responsabilidad durante este periodo al llegar a ser ministro de Instrucción Pública, al igual que lo fue su hermano, Francisco Barnés.
La labor pedagógica de Domingo Barnés destaca considerablemente por sus colaboraciones en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza y en libros como Ensayos de filosofía y pedagogía, El desenvolvimiento del niño, Psicología de la adolescencia o Fuentes para el estudio de la paidología.
Sin embargo, hay dos acontecimientos relevantes en la biografía del pedagogo: su responsabilidad como director del Museo Pedagógico Nacional y la participación en uno de los proyectos más hermosos del periodo republicano, las Misiones Pedagógicas.
Ambos episodios tienen en común a un personaje que se convirtió en fundamental en la vida de Domingo Barnés: Manuel B. Cossío. El pedagogo sevillano es siempre una figura que se mueve alrededor de Cossío, el intelectual que inspiró buena parte de esa reforma de la educación popular que se llevó a cabo durante la República y que la represión franquista se ocupó de aniquilar tras la Guerra Civil.
Es cierto que buena parte de estos personajes quedaron olvidados en la bruma durante largo tiempo. El gobierno franquista silenció la labor de estos personajes tan íntimamente ligados al proyecto educativo republicano. A esos maestros, inspectores de enseñanza y pedagogos les tocó en suerte la durísima represión: el asesinato, las comisiones de depuración que los apartó de la enseñanza o bien el exilio. Ese destierro obligado fue la única solución para Barnés.
Los recientes estudios sobre la educación en la etapa republicana están rescatando a estos protagonistas. Y ahora figuras como Manuel B. Cossío, que murió en 1935, y, por lo tanto, no conoció el horror de la Guerra y sus capítulos posteriores, están siendo recuperados con la dignidad que merecen.
Es el caso del hermoso episodio que tanto Cossío como Barnés protagonizaron: las Misiones Pedagógicas. Las Misiones sirvieron a Barnés como consuelo en sus años de exilio. La nostalgia de aquellos viajes por las aldeas de la España olvidada y abandonada, adonde los jóvenes misioneros llevaban la cultura a quienes no tenían acceso a ella, le calmaba en las noches de intranquilos sueños mexicanos.
Hay una fotografía que recuerda uno de estos viajes. Está tomada el 15 de mayo de 1935 en el pequeño pueblo madrileño de Bustarviejo. Domingo Barnés aparece de pie, con gabardina y sombrero. Hacía frío en aquella primavera republicana. Las aldeanas llevaban tocas de lana y hablaban del viento frío de ese mes de mayo. Sentado, sonriendo se descubre en la instantánea a Manuel B. Cossío. Celebraban el tercer centenario del Coro y Teatro de Pueblo. Todos ríen ante el escenario en el que recuperan el espíritu de las mojigangas y las canciones populares perdidas en la memoria del pueblo.
Cossío había sido el creador de las Misiones Pedagógicas, un proyecto claramente inspirado por el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza de Francisco Giner de los Ríos, el maestro de todos. Por su parte, Barnés, junto a otro pedagogo excepcional, Luis Álvarez Santullano -que también terminó en el exilio mexicano-, fraguan el borrador del proyecto que serviría como base para el decreto por el que se crea en mayo de 1931, aprobado por el primer gobierno republicano, el Patronato de las Misiones Pedagógicas.
Cossío fue el presidente de la Comisión Central del Patronato de las Misiones y Barnés, que ya era director del Museo Pedagógico Nacional, sería el vicepresidente. El resto de personajes que formaron parte de este Patronato eran Luis Álvarez Santullano, Luis Bello, Francisco Barnés -hermano de Domingo-, Rodolfo Llopis, Amparo Cebrián, Óscar Esplá, Ángel Llorca, Antonio Machado o Pedro Salinas, entre otros.
Pueblos perdidos
Durante la República, las Misiones se encargaron de llevar a los pueblos de miseria y analfabetismo un Museo del Prado itinerante, con copias realizadas por Ramón Gaya o Juan Bonafé; el cinematógrafo, del que se ocupaba Val del Omar; el Teatro, dirigido por Alejandro Casona, y el Retablo de Fantoches, coordinado por Rafael Dieste; las bibliotecas circulantes, o la música. Todo un mundo perdido tras la guerra.
Muchas veces lo recordaría Barnés en sus tardes de nostalgia en las que se le aparecían aquellos personajes de otro tiempo. León Felipe, el gran poeta del destierro, dedicaría un recuerdo a Barnés a raíz de su muerte. Felipe lo incluye en una estremecedora elegía en la que aparecen, como en una especie de macabra y tristísima danza de la muerte, todos los muertos de la España expulsada: «Piedras recogidas/ en las sepulturas de los grandes españoles / desterrados y enterrados en el destierro…/ Piedras elegíacas…/ ¡Oh, Moreno Villa, te debo una elegía! / Y a vosotros también, amigos ilustres: / Altamira, / Canedo, / Barnés (Domingo y Francisco, Paco), / Castrovido, / Albornoz, / Pío del Río Hortega, / Miguel Prieto, / José Oteiza…». Toda una generación arrasada.
EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
Una noche, Domingo Barnés tuvo un sueño. Se levantó sobresaltado, enfebrecido, sin saber dónde se encontraba, como le ocurría tantas veces. Pronto, la realidad se fue asentando cruel y despiadada. No, no estaba en España. Hacía mucho que tuvo que abandonarla. Ahora España parecía un miembro mutilado, que a veces le dolía en la memoria.
Esa noche de verano había vuelto a tener el mismo sueño que se repetía una y otra vez, incansable, atrozmente hermoso y, al mismo tiempo, inquietante. Paseaba entre las ruinas del Teatro de Mérida, la Emérita Augusta romana. Estaba solo en medio de una noche calurosa. Estaba solo, pero oía voces a sus espaldas. Se volvía y no había nada. Pero le pareció reconocer la voz de Margarita Xirgú.
Al despertar descubría las raíces de ese sueño: una escena ocurrida el 18 de junio de 1933. Efectivamente, Margarita Xirgú se encontraba sobre ese escenario. Su inconfundible voz era la de la vengativa Medea. La voz de la Xirgú era un símbolo del exilio y del mundo de antes de la guerra por una sencilla razón, que ha recordado en más de una ocasión José Monleón. Los espectadores de teatro se dividían en dos: los que habían escuchado a Margarita Xirgú y los que no. En eso consistía el teatro antes y después de la guerra. Los que nacieron en la España de Franco nunca tuvieron la oportunidad de escucharla, porque ella moriría en el exilio en Uruguay. Sólo los desterrados pudieron seguir oyéndola. Los que se quedaron en España tuvieron que conformarse con su recuerdo.
La Xirgú del sueño de Domingo Barnés es una Xirgú de antes de la guerra. Concretamente, de ese mes de junio de 1933. Esa noche de verano se representa la Medea de Séneca, traducida por Unamuno, y dirigida por Cipriano Rivas Cherif, cuñado de Manuel Azaña. Se trata de un acontecimiento relevante, porque por primera vez en siglos se ha vuelto a representar un espectáculo en el teatro romano.
Por esa razón, está lo más granado del Gobierno republicano: Manuel Azaña y los ministros de Instrucción Pública y de Estado, Domingo Barnés y Fernando de los Ríos. También están presentes Miguel de Unamuno y Gregorio Marañón. Cuando la Xirgú comienza a ser Medea todos se estremecen. No saben que esa noche no podrán olvidarla. Domingo Barnés tampoco imaginará que esa dulce noche de verano le acompañará en sus sueños de desterrado, como todas sus fieles pesadillas de español expulsado y enfermo de nostalgias.