EL DIARIO PERDIDO DE UN POETA
El poeta malagueño vivió el exilio como un padecimiento, como un viaje a la soledad, a la introspección, al aislamiento. Prados fue perdiendo amigos, sabiendo que con cada muerte se acercaba cada vez más a la tumba que le esperaba en el panteón-jardín del camposanto de Ciudad de México. La poesía amarga, introspectiva y elegíaca de este Prados mexicano está llena de recuerdos de su infancia malagueña, de su juventud en la imprenta de la revista Litoral, de sus tertulias amistosas con los poetas de la generación perdida, de sus vivencias en la guerra. Formó parte de un tiempo feliz y perdido que con el destierro idealizó en sueños y poemas. El autor de ‘Mínima muerte’ y ‘Jardín cerrado’ escribió un diario de guerra, un diario perdido y arrojado al mar que le separaba de su Málaga.
Cuántas veces miraría Emilio Prados el oceáno de la costa mexicana para ver si una marea compasiva arrastraba en las olas el diario perdido. Fue en la retirada del derrotado ejército republicano cuando el artista malagueño arrojó al mar en Banyuls el manuscrito del Diario íntimo de un poeta en la guerra de España. No fue la única obra que quedó atrás en el largo viaje del exilio. Prados dejó atrás memoria, vida y libros.
Al terminar la guerra, el poeta malagueño junto con su gran amigo Manuel Altolaguirre, con el que había emprendido en los años veinte la aventura de la editorial Litoral, acompaña a las tropas de los derrotados hasta la frontera francesa. Tan terrible será este episodio que Altolaguirre y Prados pierden la razón momentáneamente y son ingresados en un hospital francés hasta que consiguen salir gracias a amigos intelectuales.
Pero, ¿cuándo comienza la trágica odisea del destierro de Prados? El barco Veendam será con el que llegue a Nueva York el 17 de mayo de 1939. En la travesía había estado acompañado por José Bergamín, Eduardo Ugarte, Paulino Massip, Antonio Rodríguez Luna, José Herrera Petere, José Renau o Rodolfo Halffter. Luego, se trasladará a México en autobús para terminar alojado en casa del escritor Octavio Paz. Poco después, Prados comienza a vivir en en la calle Ignacio Mariscal, en una zona en la que residían otros exiliados republicanos como Juan Rejano o Darío Carmona.
No es fácil la vida del poeta en la tierra de acogida. Para unos, el asentamiento en el exilio supuso la fascinación por un nuevo mundo. Para otros, por el contrario, el destierro provocó un efecto de nostalgia, una recreación idílica del pasado a través de la memoria. Es el caso de Emilio Prados, cuya poesía del exilio está caracterizada por el recuerdo, sobre todo, de su Málaga natal.
Prados había nacido en 1899 y había coincidido con Vicente Aleixandre en el colegio de Don Ventura, que estaba al final de la calle Granada. Aleixandre narró el encuentro con su compañero de escuela muchos años después, cuando coincidieron en la imprenta Sur, donde se editaba la revista Litoral. Prados se topa con Aleixandre y le dice: «¿Eres quizá tú aquel niño rubio, con ‘babero mallorquín’ a rayas blancas y azules?». Y Aleixandre responde: «De aquella ola se alzó un rostro, el de un niño que emergía sonriente entre la espuma: Emilio».
Emilio Prados se había marchado de Málaga en 1914 para ingresar en el colegio de la Residencia de Estudiantes de Madrid. Allí formará parte de la gran generación de amigos y poetas con la que culminaría la llamada Edad de Plata. Sin embargo, en los años treinta, concienciado por la necesidad de hacer poesía comprometida, vuelve a sus paisajes malagueños para convivir con los pobres de sus ciudad y enseñar letras a los hijos de los marineros. Fruto de esa etapa es el Calendario incompleto del pan y el pescado (1933-34), donde dibuja una Málaga utópica con hermosos paisajes litorales y, al mismo tiempo, sumida en la miseria. Málaga volverá a surgir con fuerza por culpa de la nostalgia que le ahogó durante el exilio. Son los poemas de Canciones del farero con recuerdos del mar, donde «los espejos/ rompían sus barandillas».
Aurora de Albornoz, en el estudio sobre la poesía del destierro que realiza en la obra El exilio español de 1939, uno de los primeros libros que aborda el destino de esta literatura dispersa, lamenta el desconocimiento y «ceguera» que existe sobre el que considera «el poeta más desconocido del 27». Ella desvela cómo influye el exilio en los poemas de Prados. «Son bellísimos poemas llenos de nostalgia de la tierra. El poeta los considerará momentos de transición o ‘penumbras’. Al mismo tiempo, Prados va creando un libro cuyas páginas son entradas, exploraciones, en el yo profundo: la muerte diaria, el olvido y, finalmente, la aceptación de una soledad radical».
En efecto, si por algo se caracteriza el Prados mexicano es por su alejamiento del resto de compañeros, por su búsqueda de la soledad convirtiendo así su obra en un viaje introspectivo, metafísico. Esta atmósfera se va acentuando con el paso del tiempo y el desencanto de la vida y de los ideales por los que tanto había luchado. La muerte de sus compañeros poetas va minando la esperanza y el optimismo inicial de Prados. Fruto de este desánimo vital son los libros del destierro: Jardín cerrado, Mínima muerte y Río natural.
Emilio Prados deja pronto de acudir a las tertulias de exiliados, aburrido por las estériles discusiones políticas de estos personajes a los que se le había parado el reloj. Sin embargo, al comienzo de su etapa de exilio el poeta malagueño forma parte de algunos de los ilusionantes proyectos protagonizados por la llamada España peregrina.
Memoria y destierro
El primero fue su colaboración como responsable tipográfico en la editorial Séneca, que dirigía José Bergamín y que había sido creada en 1939 con ayuda económica del Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados Españoles, organismo clave del exilio. El investigador Nigel Dennis recuerda cómo en esta editorial se imprimió en marzo de 1940 el libro de Prados Memoria del olvido, una obra que resume el desgarramiento que imponía el destierro. «Para este libro recoge el manuscrito de Cuerpo perseguido (1927-28) salvado milagrosamente del despacho de Bergamín, que se proponía publicarlo ya antes del estallido de la guerra en las Ediciones del Árbol en Madrid en el otoño de 1936, por la secretaria de éste. Por otro, incorpora una serie de textos de su Diario íntimo que Prados reconstruye de memoria, puesto que todavía no tiene en su poder la versión escrita, abandonada en París el año anterior».
No hay que olvidar que otro libro de Prados, Cancionero menor, había sido editado junto a España en el corazón, de Neruda, por Manuel Altolaguirre en pleno frente de batalla con ayuda de los milicianos del ejército del este, que le ayudaron en la fabricación del papel –que se hizo con restos de uniformes y banderas– y en los trabajos de estampación.
Emilio Prados vivirá modestamente como tutor en el Colegio Luis Vives, otro símbolo del exilio, y colaborará además en otros proyectos editoriales como Romance, Los Sesenta o la recuperación de la mítica Litoral en su etapa mexicana. Pero el poeta irá retirándose poco a poco de todos. Poco queda ya del Prados ilusionado y comprometido que durante el conflicto bélico había realizado la antología del Romancero general de la Guerra Civil de España. Ahora sólo le quedaba el recuerdo y el refugio de la poesía.
Un nuevo zarpazo del destino hará que Emilio Prados, el niño poeta de Málaga, muera el mismo día que se acaba de imprimir su libro Signos del ser, una hermosa mañana mexicana del 24 de abril de 1962.
LAS CARTAS DEL ‘CAZADOR DE NUBES’
En la modestísima habitación en la que vivía Prados en México se observa un amable desorden: libros, apenas alguna silla, una mesa, cuadros de viejos amigos, papeles desperdigados y un retrato. Escribe el poeta como si se dirigiera al personaje del retrato: «No estás tan solo sin mí./ Mi soledad te acompaña./ Yo desterrado, tú ausente. ¿Quién de los dos tiene patria?». El retrato que presidía su casa era el de Federico García Lorca, compañero en la Residencia de Estudiantes y con el que vivió una apasionada relación.
El escritor y crítico Miguel García-Posada ha detallado esta relación en su libro Acelerado sueño reproduciendo las cartas que guardó Emilio Prados. Este desconocido episodio ha sido incluso fabulado por Carlos Blanco Aguinaga, alumno en México de Emilio Prados, en su novela En voz continua (1997).
Lorca y Prados coincidieron en la Residencia entre 1919 y 1925. Según García Posada, Prados recordaba haber conservado las cartas en un escritorio personal, depositado tras la Guerra Civil en el Banco de España, pero parece que desaparecieron. Sólo queda pues el testimonio escrito de Prados.
«Federico de mi alma, me has salvado, pero ¿por qué me has salvado tan tarde? Temblando he cogido tu carta y temblando sigo, hermano mío queridísimo. ¡Te veo tan lejos! (…) No digas que no, ya no me quieres. Lo sé, tu amistad la has cambiado por un recuerdo romántico y ya sólo soy figura de bruma, una sombra blanca de tu fantasía que al primer aire se deshará apra siempre. ¡Oh, qué tristeza tener las pasiones con flechas! ¿Es que se ha acabado el vino de tus barriles? Ven, hermano mío, yo te regaré con mi vino rojo y mi vino de miel», escribe en una carta en la que ya anuncia el desamor.
Lorca dedicó a Prados su poema La balada del agua del mar en la que lo llama «cazador de nubes» haciendo referencia al juego que practicaba desde la ventana de su cuarto, en la Residencia, con un espejo de mano en el que reflejaba las nubes en el interior de la habitación.
Las últimas cartas que se conservan datan de 1934. En la última, Prados pide a Lorca que le escriba a los muchachos de la FUE para facilitarle ideas o materiales con vistas a hacer en Málaga algo parecido a La Barraca.
En el destierro, Prados cuidaría la preparación del original de Poeta en Nueva York que la editorial Séneca lanzaría en 1940. Al amigo le dedica estos versos: «Basta cerrar mis ojos para que le levantes:/ si el viento te ha perdido mi sangre puede hallarte».
(Publicado en EL MUNDO el 5 de noviembre de 2006)