Francisco Calvo Ibáñez

Agrón
Granada
Calvo Retamero, María José

Mi abuelo Francisco Calvo Ibáñez era conocido en su pueblo, Agrón (Granada), como Paquillo el móvil y en la guerrilla lo llamaban también Federico. Era un hombre honesto, que murió por defender sus convicciones, sus ideas y valores. Se casó con Ana Muñoz García, mi abuela, hermana a su vez de otro guerrillero, José Muñoz García.

La Guardia Civil iba muchas veces a casa de mis abuelos para llevarlo «al cuartelillo». Allí le torturaban para que confesara el paradero de su cuñado José. Por aquel entonces, José había logrado esconderse en la sierra, uniéndose a otros maquis en la clandestinidad. Mi abuelo Paquillo nunca le delató, por eso el 9 de enero de 1948, cuando volvía a su casa tras una larga jornada de trabajo en el campo, al entrar en su calle —una calle larga y estrecha— vio como muchos guardias civiles le esperaban. Paquillo venía con su mulo, para dejarlo en la cuadra, y por eso no pudo darse media vuelta y escapar. Él sabía que esa vez iba a ser diferente a las anteriores. El dispositivo de la Guardia Civil superaba con creces al de otras ocasiones. Aun así, mi abuelo mantuvo la calma porque sabía que muchos de esos guardias civiles no le conocían, y recorrió con tranquilidad su calle, hasta llegar a la puerta de su hogar. Allí vio sentados a sus hijos, a mi padre y a mi tío, que estaban esperando su llegada, como cada tarde, para subirse a lomos del mulo y darse un breve paseo hasta la cuadra. Los niños tenían 10 y 7 años. También había otros más pequeños, de 5 y pocos meses respectivamente. Los niños no pudieron correr hacia su padre como cada tarde, era distinto. Mi padre recordaba que él, incluso siendo tan pequeño, notó que algo no iba bien, que algo malo iba a suceder y que afectaría a su padre. Por eso no le dijeron «papá», se quedaron mudos.

Dentro de la casa había varios agentes de la Benemérita. Habían entrado para impedir que mi abuela, su mujer, pudiera darle el aviso saliendo a avisarle con antelación. Había muchos agentes de la Guardia Civil que no sabían si él era el hombre que estaban buscando, y al que tenían que llevarse detenido. Por eso, mi abuelo aprovechó la situación y pasó de largo por la puerta de su casa, sin levantar apenas la vista, como si no conociera a sus hijos, y se dirigió a la cuadra. Dejó el mulo, como cada tarde, y no miró atrás. Salió rápidamente hacia la sierra. Allí se reunió con su cuñado José. Fue su primer día como guerrillero. Se unió a la agrupación Roberto, desempeñando la responsabilidad de sargento en el grupo 2 de la 1ª Compañía del 7º Batallón.

Mi padre, su hijo, nos contaba que un día, estando en los terrenos que luego les arrebatarían, vio pasar a varios hombres corriendo, con armas, por el monte. Uno le acarició la cabeza. Al sentir la caricia se volvió hacia él y reconoció a su padre. Pero después de eso nunca más lo volvería a ver.

Mi abuela Ana se quedó sola, con 4 hijos muy pequeños, y con la familia de su marido dándole la espalda. Ella también conoció el miedo y la tortura. Un día, poco después de la huida de su marido, fue detenida y trasladada al cuartel de «Las Palmas» de Granada. Llevaba en brazos a su hijo menor de apenas 6 meses. Estuvo encarcelada dos años y, durante todo ese tiempo, mi padre, que era su hijo mayor, tuvo que hacerse cargo de la casa y de sus hermanos menores. Se quedaron completamente solos. Tuvieron que pedir limosna, pasaron más de 18 meses abandonados, y solo algunas personas que se apiadaron de ellos les llevaban algo de comida alguna vez. La familia paterna, incluso en estas circunstancias, continuó dando la espalda a los niños y mi abuela Ana. Cuando salió en libertad, su hermana Dora se hizo cargo de uno de mis tíos, el más pequeño, para poder así aliviar a mi abuela. Mi tío se marchó a Francia, y allí se quedaría para siempre.

La pesadilla de mi abuela no acabó ahí. Durante otro tiempo más o menos largo fue humillada en su pueblo por las autoridades franquistas. Le afeitaron la cabeza y le dieron aceite de ricino mientras la paseaban por las calles de la localidad. No estaba sola, había otras mujeres que debían escarmentar por «rojas».

El 14 de enero de 1950 mi abuela se encontraba con dos de sus hijos, mi padre y mi tío, en el campo. Buscaban leña para el hogar. Oyeron disparos en el monte y, asustados, volvieron rápidamente a casa. Por la tarde le dijeron que mi abuelo había sido abatido a tiros por una patrulla de la Guardia Civil junto a cinco compañeros más. Mi abuela Ana esperó a que llegara la noche y salió hacia el cementerio del pueblo. Saltó la tapia del recinto y buscó entre los cuerpos apilados en una sala el de su marido. Le reconoció por una marca que tenía en una de las piernas.

El 15 de enero de 1950, al día siguiente, fue enterrado en una fosa común, junto al resto de sus compañeros. Hoy sigue en esa fosa, una fosa que todavía no se ha señalizado ni abierto en Agrón.

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