Gabino Egusquiza Abad

Cádiz
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Gutiérrez Molina, José Luis

Con más pena que gloria, apenas recordado, ha pasado 2016, el año en que se cumplieron los 125 años de la apertura del astillero de Cádiz. Un hito que merece ser recordado porque la ciudad no sería hoy lo que es sin su existencia. Fruto de los últimos esfuerzos de las clases dirigentes gaditanas por subirse al tren de la modernidad a finales del siglo XIX, se terminó convirtiendo en la columna vertebral del mundo obrero local y una de sus señas de identidad.

El verano de 1936, como una de las industrias más importantes de la ciudad y por su importancia social, económica y bélica, la entonces factoría Echevarrieta y Larrinaga fue militarizada y sus más caracterizados militantes obreros perseguidos y, en algunos casos, asesinados. Uno de ellos fue Gabino Egusquiza Abad, inspector de trabajos y maquinista naval, que había llegado a Cádiz en 1917 cuando el financiero vasco Horacio Echevarrieta compró las instalaciones.

Hombre apreciado por sus vecinos, fue uno de los casos que Felipe Rodríguez Franco, uno de los fiscales de la Audiencia Provincial que se puso a disposición de la justicia militar golpista, citó como una de las «monstruosidades jurídicas» que se estaban cometiendo en Cádiz al amparo de las directrices represivas que venían de Sevilla. Lo hizo en una carta que envió el 28 de mayo de 1937, once días después de que Egusquiza fuera pasado por las armas, al destacado golpista Enrique Varela.

He dedicado unas páginas a este personaje, que comenzó su carrera en el franquismo como ponente en el consejo de guerra de Cádiz y terminó siendo el primer fiscal de la actual Audiencia Nacional, en mi trabajo La Justicia del Terror (Cádiz, Mayi, 2014). En mayo de 1937 protestaba por las «indicaciones poco acordes con la tan deseada independencia de la función Judicial y con el espíritu y orientación que preside nuestro Movimiento» que les daban desde la Auditoría de Guerra de Sevilla. Instrucciones que «escandalizaron» a los jueces y fiscales de la Audiencia Provincial de Cádiz, con muchos años de ejercicio profesional a sus espaldas, que no daban crédito a que la nueva España que surgía del «glorioso movimiento salvador», fuese capaz de perpetrar semejantes barbaridades jurídicas.

Como ejemplos detallaba una serie de Procedimientos Sumarísimos de Urgencia que habían llevado al paredón o a la cárcel a un buen número de personas infringiendo el Consejo de Guerra Permanente de Cádiz, entre otros, el principio de la no retroactividad de las leyes penales al aplicar de manera constante los preceptos del Bando del 18 de julio de 1936 a hechos anteriores a esta fecha. Es lo que había ocurrido, decía Rodríguez Franco, con Egusquiza, «jefe del personal obrero de los Astilleros; ha sido condenado a muerte y fusilado por haber intervenido en la huelga de los Astilleros de mayo de 1936. Su testamento ológrafo, escrito momentos antes de morir, es la mejor prueba del error del Tribunal sentenciador».

En estas fechas, cuando acabamos de conmemorar el 80 aniversario del golpe de Estado y los 125 de la creación del astillero, no es tarea menor recuperar la figura de Gabino Egusquiza y las terribles y mezquinas circunstancias que le llevaron a la muerte.

El Procedimiento Sumarísimo de Urgencia 67/37: rencores que no se olvidan

Gabino Egusquiza Abad había nacido en Portugalete (Vizcaya) y tenía 61 años en 1936. Llevaba casi veinte años en Cádiz, desde la primavera de 1917. Fue uno de los técnicos que el financiero Horacio Echevarrieta Maruri envió a la ciudad para que emitiera un informe sobre el estado de las instalaciones del astillero que pensaba comprar. Maquinista naval, tenía ya una dilatada carrera en la construcción naval y fábricas metalúrgicas norteñas. Entrado en los cuarenta, comenzó una nueva vida como inspector de trabajos en el recién abierto astillero Echevarrieta y Larrinaga.

Desconozco los detalles de su vida entre 1917 y 1936 pero, como otros altos empleados de Echevarrieta, terminó integrándose en la vida local. Vivió en la calle Cervantes y, después, compró una vivienda, en la tercera planta de la finca número 8 de la plaza de Topete y un terreno en las cercanías del astillero en donde, es posible, que pensara, como otros gaditanos acomodados, levantar un recreo o chalet. Viudo, con al menos dos hijos llamados Gabino y  Miguel, mantuvo relaciones con diferentes sectores de la vida comercial e industrial local en los que era considerado una persona de ideas moderadas y «de orden» que se inclinaba hacia la política de derechas.

Sólo en la primavera de 1936, cuando la CNT y la UGT de Cádiz acordaron que todas las sociedades obreras y profesionales debían asociarse a una de las dos centrales, entró a formar parte de la UGT como miembro de la Sociedad de Maquinistas Navales, de la que era vicepresidente, y se inscribió en la sección de Empleados de Oficinas ugetista, ya que todo el personal del astillero debía estar sindicado.

Hasta tal punto Egusquiza no podía ser identificado como una persona izquierdista, que los informes de la propia policía golpista y de los servicios de información de la Delegación de Orden Público no recogieron sobre él otras opiniones que estaba considerado como una «buena persona» y que no podía «sospecharse de simpatizante con las ideas marxistas». Más aún, viejos conocidos suyos, acomodados en la nueva situación, no tuvieron problemas para comparecer ante las autoridades judiciales militares para asegurar que lo consideraban una «persona moral», «honorable» y que no podían sospechar que fuera de «ideas avanzadas». Por el contrario, en alguna ocasión estuvo a punto de ser objeto de un atentado «por cuestiones sociales». Fueron los casos de José Alonso Mayorga, delegado de la Transmediterránea en Cádiz, de Joaquín Sáenz de la Torre, compañero suyo en la factoría, y de los destacados comerciantes locales Santiago Hervías Prado y José Paredes Monge.

Sin embargo, desde el otoño de 1936 había quienes tenían unas cuentas pendientes con él que querían cobrarse. Sabedores de la dificultad de que en Cádiz pudieran llevar a cabo sus planes, optaron por hacerlo desde Sevilla, desde la Delegación Regional de Orden Público que dirigía Manuel Díaz Criado. Fue de esta manera como, el 17 de octubre de 1936, pidió a su colega gaditano que detuviera a Egusquiza y lo trasladara a Sevilla. Le había llegado una denuncia sobre la persecución que habían sufrido en el astillero los jefes de talleres Lucio Aldaniz Gogeascoa y Pedro Sorriguieta, a quien el golpe había cogido en Madrid. Ambos, «camisas viejas» falangistas, habían sido despedidos acusados de fabricar clandestinamente armas.

La denuncia no era sólo contra Egusquiza. También lo era contra otros tres trabajadores del astillero: el cajero Rodrigo Vázquez Panadero, el maestro fundidor Anselmo Soria Almazán y el maestro electricista José Díaz Díaz. Este último, además, había sido vocal del Jurado Mixto de la Metalurgia y secretario de la sociedad de la UGT.  Las mayores acusaciones iban contra Egusquiza y Díaz por su destacado papel en la administración de la factoría e influencia entre los trabajadores, respectivamente. No sólo los habían perseguido por su militancia en Falange sino que, además, habían conseguido que, cuando el gobierno pagó una parte de los jornales que el astillero debía a sus trabajadores, Aldaniz y Sorriguieta fueran excluidos.

Para que la denuncia no quedara como algo personal, contra personas concretas por hechos concretos que afectaban a acusadores y acusados, tanto a Díaz como a Egusquiza se les atribuía un papel principal en la huelga que, entre abril y mayo de 1936, había originado la incautación provisional por el gobierno del astillero antes de que Horacio Echevarrieta, asfixiado económicamente, terminara cerrándolo. De hecho, Egusquiza había sido director de la factoría tras la salida del puesto del marino ingeniero naval Juan Campos Martín, y ratificado por la comisión gubernamental desplazada a Cádiz. Seguramente a instancias del gobernador civil Mariano Zapico.

Persecución personal a dos falangistas y protagonismo en lo que los golpistas denominaban «huelga revolucionaria» en el astillero fueron las causas que terminaron llevando a Gabino Egusquiza y a José Díaz ante un pelotón de fusilamiento. Hasta la denuncia sevillana ambos habían sorteado la amenaza que se cernía sobre ellos. Díaz había sido detenido el 27 de agosto de 1936 por la brigadilla de información del cabo de las Milicias Cívicas, creadas por Ramón de Carranza, José Purcell Aragón. Sin embargo, a fines de septiembre, cuando López Pinto presidía una procesión, una de sus hijas le pidió públicamente la libertad de su padre. Así se hizo. Sin embargo, tras la denuncia y la petición de Díaz Criado, fue nuevamente detenido el 19 de octubre y, trasladado a Sevilla, como Egusquiza, el 30 de ese mes.

Por su parte, el vasco se reincorporó al astillero el 28 de julio, cuando volvió a reabrirse tras el golpe. No fue molestado, ni siquiera tras la militarización el 26 de agosto, hasta su detención en octubre. Trasladado a Sevilla, pasó detenido a la comisaría de la calle de Jesús del Gran Poder desde la que Díaz Criado ejercía su poder omnímodo en la matanza que se estaba llevando a cabo una vez que había quedado claro que el golpe de Estado, a escala nacional, había fracasado.

Sabemos que Egusquiza, el 5 de noviembre, fue reconocido en las dependencias policiales por el urólogo Juan Rojo. Padecía un enfisema pulmonar que, según recomendó el facultativo, debía ser tratado en un hospital. Una situación no muy habitual en aquellos meses pero, en esta ocasión, sí se atendió el consejo. Bajo vigilancia policial, fue trasladado al Hospital Central en el barrio de la Macarena. Allí permaneció hasta el 9 de ese mismo mes, cuando fue devuelto a la comisaría. Después tuvo que esperar otra semana más hasta que, por fin, fue interrogado.

No negó su pertenencia a la UGT y rechazó que hubiera tenido alguna animadversión contra los falangistas Aldamiz y Sorriguieta. Era cierto que ambos habían sido denunciados ante el Gobierno Civil como fabricantes clandestinos de pistolas artesanales para Falange utilizando los materiales del astillero. Que por ello la justicia ordenó un registro del astillero en el que estuvo presente como personal de la empresa. El juez concluyó que la denuncia no podía ser cierta porque no existían los materiales necesarios para hacerlas. Tampoco era el responsable de que no les hubieran pagado los atrasos y fueran despedidos. Incautada la factoría, se hizo un prorrateo con el dinero que iba a adelantar el Estado en el que estaban incluidos ambos. Fue desde el Gobierno Civil, el propio gobernador Mariano Zapico, quien los excluyó. Poco iba a perjudicarle la confesión, porque Zapico ya había sido asesinado a comienzos de agosto.

Por último también negó que hubiera pertenecido al comité de huelga y que hubiera ocupado la dirección del astillero por ello. Había sido nombrado director interino por Echevarrieta, a sugerencia de las autoridades gaditanas, tras el cese en abril de Juan Campos Martín. Cuando reabrió la factoría se presentó inmediatamente y trabajó hasta su depuración.

La Delegación de Orden Público sevillana se encargó de confirmar la declaración con el propio astillero. Su dirección avaló la mayoría de las afirmaciones de Egusquiza matizando que, cuando la huelga, estaba de baja y que se presentó voluntariamente en la factoría cuando los trabajadores se encerraron en ella. También aseguró que, en realidad, quien le había nombrado director había sido la Casa del Pueblo gaditana que lo utilizaba como enlace. Por último, añadió la propia delegación que, según habían declarado los otros detenidos, en concreto José Díaz, había actuado como recaudador del Socorro Rojo Internacional, pertenecido, como activo propagandista, al «Comité Antifascista» local y había trabajado para la implantación del Frente Popular. Sin embargo, gracias a que conocemos el procedimiento del sumario que también llevó a la muerte a Díaz, sabemos que esas declaraciones no las realizó él, sino que figuran en el informe que el jefe de la Guardia Civil de Cádiz realizó sobre todos ellos.

El 12 de noviembre de 1936 Díaz Criado fue cesado y sustituido por el guardia civil Santiago Garrigós Bernabeu. Al contrario que su antecesor, no tuvo ningún interés por aquellos detenidos que habían sido trasladados desde Cádiz por una denuncia. Así que, el 9 de enero de 1937, ordenó que Egusquiza, Díaz, Soria y Vázquez fueran devueltos a las autoridades gaditanas, a las que consideraba que tendrían un «concepto cabal» de las actuaciones y ramificaciones que pudieran haber realizado y, si procedía, abrir las actuaciones pertinentes. Venía a decirles que hicieran con ellos lo que quisieran, pero que lo hicieran ellos.

En Cádiz ya no estaban ni López Pinto de gobernador ni el policía Adolfo de la Calle como Delegado de Orden Público. Aunque continuaba Jaime Puig Guardiola como máximo controlador de la represión desde el propio Gobierno Militar. Primero, el 20 de enero, el nuevo jefe golpista en la ciudad, Solans, respondió a Garrigós que había sido a petición de Sevilla por lo que los detenidos habían sido trasladados y que desconocían cuáles habían sido las causas. Así que le solicitó que le remitieran las actuaciones que se hubieran realizado en la capital hispalense para tener elementos de juicio con los que resolver. La partida volvía al punto de salida.

En principio, la situación era mejor para los acusados que habían superado los meses de la matanza por la aplicación de los bandos de guerra e iban a entrar en el nuevo mecanismo represivo, a punto de ponerse en marcha, como eran los procedimientos sumarísimos de urgencia. Sin embargo no fue así. Si Anselmo Soria y Rodrigo Vázquez Panadero comparecieron ante consejos de guerra que los absolvieron, no fueron estos los casos de Gabino Egusquiza y José Díaz, que terminaron condenados a muerte y pasados por las armas. ¿Cuáles fueron las razones últimas? No las sabemos. Ya se ha dicho que el asesinato de Gabino Egusquiza fue uno de los citados por Felipe Rodríguez Franco ante Enrique Varela como prueba del anómalo funcionamiento del Consejo de Guerra de Cádiz. Con sus palabras, de que «algo pasaba en Cádiz».

Aunque Egusquiza reingresó en la Prisión Provincial de Cádiz el 25 de enero de 1937 no fue hasta dos meses después, el 25 de marzo, cuando el jefe de los servicios de justicia militar de Cádiz, Marcelino Rancaño, envió al abogado Antonio Martínez de Salazar Moyano, habilitado como juez militar, la orden de que comenzara a instruir la sumaria. Era la número 67 desde que, unas semanas antes, se había puesto en marcha la justicia invertida de los golpistas. La justicia que iba a mantener el terror de los bandos de guerra aplicados los meses anteriores.

Como base inicial, la instrucción tenía la denuncia sevillana, la declaración realizada en la comisaría de la calle Jesús del Gran Poder, el informe remitido por la dirección del astillero y los nuevos que, durante febrero, habían realizado los servicios de información de la propia Delegación de Orden Público gaditana, de Falange y otro nuevo de la dirección del astillero.

De nuevo fueron estos dos últimos los que volvieron a incidir en la imagen de un Egusquiza izquierdista quien, además, se paseaba por el astillero durante la huelga puño en alto y gritando «¡UHP. ¡UHP». Ahora añadieron que, para desacreditar y conseguir el despido de Sorraguieta y Aldaniz, saboteaba su trabajo «echando ciertos líquidos corrosivos que estropeaban lo fundido» causando enormes daños en la maquinaria. Por su parte, Juan Campos Martín, el director de la factoría, afirmó que los días del encierro de los trabajadores, aunque estaba de baja por enfermedad, Egusquiza se presentó sumándose a él.

Fueron estos los mimbres con los que Martínez de Salazar comenzó a instruir el PSU 67/37. Al día siguiente de su nombramiento, el 26 de marzo, acompañado de Bartolomé Llompart Bello, nombrado secretario de la causa, se presentó en la prisión provincial para tomar declaración a Egusquiza. En ella se ratificó en los términos de la que realizó en Sevilla y añadió que la destitución del director en abril de 1936 fue una decisión gubernativa. También aprovechó para señalar que nunca había participado en actos violentos y presentar a una serie de personas, todas ellas identificadas con los golpistas, como garantes.

En los días siguientes, el instructor tomó declaración a los firmantes de los informes presentados para que se ratificaran en ellos. Así, el requeté Gregorio Bernal García, uno de los que firmó el de la Delegación de Orden Público, insistió en su consideración de que era una «buena persona» y que, durante la investigación, sólo había encontrado opiniones favorables a él. Idéntica opinión a la del agente de policía Enrique López Perucho quien añadió que si ocupó la dirección del astillero durante la huelga lo fue «por las circunstancias» y no porque tuviera ideas marxistas. Después, comenzado abril, hicieron lo mismo con algunas de las personas que había citado como avalistas Egusquiza. Ya nos hemos referido a ellas: José María Alonso Mayorga, el delegado de la Transmediterránea, Joaquín Sáenz de la Torre, maestro del astillero y el comerciante Santiago Hervías Prado.

Quienes declararon todo lo contrario fueron el redactor del informe de Falange, Antonio Acaso Canello y Lucio Aldamiz-Gogeascoa Olaeta, el falangista, perito mecánico despedido y denunciado por fabricación clandestina de armas. El primero confirmó su autoría y que las informaciones se las había proporcionado Aldamiz. Éste, por su parte, aseguró que creía a Egusquiza complicado en la situación violenta que se produjo en la factoría y que determinó su despido. «Sabía» que, desde antes de llegar a Cádiz, en Vizcaya, ya «militaba en la política de izquierda». Preguntado por si confirmaba que Egusquiza saboteaba sus trabajos echando líquidos a la fundición,  no se atrevió a hacerlo aunque dijo que las piezas, durante aquellos días, siempre salían imperfectas.

Para Martínez de Salazar fue suficiente instrucción. El 12 de abril de 1937 redactó el auto-resumen de la instrucción en el que aseguró que no había podido confirmar la participación del acusado en actos de sabotaje, pero sí en actividades de carácter marxista. Aunque, matizó, «no revisten gravedad». En consecuencia consideraba la actuación de Egusquiza «integrante del total movimiento subversivo marxista que culminó en el actual estado de cosas» e incursa en el artículo 4º del Bando de Guerra del 18 de julio. Antes de las once de la mañana el juez se presentó en la prisión, le leyó el auto y le pidió que nombrara defensor. Lo hizo en la persona del abogado Adolfo Gutiérrez García. Después remitió la instrucción al presidente de la justicia militar golpista en la ciudad.

Desconozco qué hilos se movieron o qué conciencias se agitaron durante la semana siguiente pero el caso es que, el 17 de abril, el  Consejo de Guerra Permanente de Cádiz acordó devolver la causa a un nuevo juez de instrucción para que realizara otras diligencias y determinara la responsabilidad del procesado. Este fue José Antonio Tabernilla Oliver, fiscal de la Audiencia Provincial, puesto a disposición de la justicia golpista, como los demás de la fiscalía. Las nuevas diligencias no fueron especialmente favorables a Egusquiza. Parece que había entrado en esa espiral que denunció Rodríguez Franco, compañero de Tabernilla en el alto tribunal gaditano.

El agente de policía Antonio Orduña Orduña aseguró que le habían encargado una «investigación especial» sobre la huelga e incautación del astillero por la que sabía que Egusquiza había tenido una destacada participación en aquellos sucesos y mantenido una especial relación con José Díaz que, como dirigente de la UGT, había sido quien le había nombrado director. Aseguró también que, en los sueldos que se iban a atribuir tras la ocupación, le habían asignado, como director, 80.000 pesetas anuales. Una cantidad astronómica para la época y que, en opinión de Orduña, demostraba el ascendiente que tenía sobre los trabajadores. Por último deslizó que ignoraba si era masón. Una duda que despejó el presidente de la propia comisión de Investigación Masónica de Cádiz, Ulpiano Yrayzoz, afirmando que, «hasta el presente», no existían cargos en ese sentido en su contra.

Otro policía que declaró fue Juan José González Fernández, el jefe de la brigada político social de Cádiz durante los años treinta. Por su cargo había asistido a numerosas reuniones de la Casa del Pueblo como delegado de la autoridad. Dijo que nunca había visto a Egusquiza, de quien creía que su actividad política había comenzado con la huelga, ocupación e incautación del astillero. Hechos en los que se destacó por lo que fue nombrado director. No confirmó su presencia en la tribuna el 1º de mayo. Hasta entonces lo consideraba un hombre de confianza de la dirección del astillero.

También declaró el agente, habitual como delegado en las reuniones obreras, Florentino Ingelmo Gómez, que confirmó lo que declaró su compañero González Fernández. Fueron las dos únicas declaraciones favorables a Egusquiza.

Neutra, al no citar a Egusquiza, fue la del abogado Antonio Díaz de la Jara, que se encargaba de la defensa de los falangistas detenidos, quien afirmó que Sorraguieta había sido uno de los jefes de la Falange gaditana en el periodo de la huelga del astillero y que, conocido su cargo, había sufrido persecución por ello y que, incluso, temió sufrir un atentado.

Unos días después volvió a declarar Lucio Aldaniz quien, a pregunta de Tabernilla, consideró «extra-legal» el nombramiento de Egusquiza como director del astillero, que atribuyó a su ascendiente entre los trabajadores, y repitió lo del sueldo de 80.000 pesetas. Cuando el juez le preguntó si consideraba que el acusado había sido mero cooperador o destacado y dirigente de los conflictos en la factoría, no dudó en responder que fue «no sólo hombre de acción sino de los más destacados en cuanto se plantearon en unión de José Díaz y otros componentes del comité de huelga». Poco después solicitó declarar de nuevo. Había olvidado decir que sabía de la presencia del acusado en la tribuna levantada ante el astillero por la que pasó la manifestación del Primero de Mayo y que las milicias obreras realizaban instrucción militar en el interior de la factoría.

También fueron poco favorables las dos declaraciones de Lucía Arteaga Orive, la esposa de Pedro Soraguieta, atrapado en Madrid desde julio de 1936. En la primera aseguró que, por lo que le decía su marido, sabía que Egusquiza era «uno de los principales sino el principal protagonista de las últimas huelgas de carácter revolucionario» ocurridas en el astillero; que se dedicó a perseguir a su marido y que fue «siempre hombre de ideas avanzadas y peligrosas». En la segunda dijo que quería «hacer constar unos extremos que por inadvertencia dejó de manifestar» en su anterior declaración. Uno de ellos se refería a las tribunas levantadas delante de la factoría el Primero de Mayo. Que las ordenó levantar Egusquiza, quien vio pasar el desfile, puño en alto, entre las aclamaciones de los manifestantes. Otro era el de instrucción militar de las milicias obreras. Por último dijo que, tras ser despedido, su marido se encontró en la calle con el procesado y le preguntó si le parecía bien su expulsión y le dijo que debía pasarse por su despacho para recoger algunas cosas. Egusquiza le contestó que era algo que había decidido el comité y que no le recomendaba que se dejara ver por la factoría porque los ánimos estaban muy exaltados contra él. Finalmente, Lucía Arteaga aseguró que estaba dispuesta a defender sus acusaciones donde y ante quien fuera preciso.

Otra persona que emitió un nuevo informe desfavorable, en esta ocasión en tres apretadas cuartillas a un espacio, fue el director Juan Campos Martín. Copió la parte que había dedicado a Egusquiza en el escrito que envió en febrero al delegado de Orden Público sobre la actividad del personal de la factoría durante la huelga. Decía Campos que, aquellos días, había sido Egusquiza quien entregó al comité de huelga unos panfletos de Falange que se encontraron en el despacho de Sorrigueta; que actuaba siempre de forma izquierdista y, por ello, fue nombrado director en sustitución suya. Aseguró que su cese se produjo cuando se encontraba en Madrid realizando gestiones para salvar económicamente al astillero y que no regresó porque le informaron de que si lo hacía podía, incluso, peligrar su vida. Aseguró que el presidente, Ángel Rizo Bayona, de la comisión interministerial que se hizo cargo de las instalaciones le llamó a casa de Echevarrieta para manifestarle «la vergüenza y el asco» que le había producido el comportamiento del personal más antiguo de la casa, entre ellos Egusquiza, en las cuestiones de dinero. Cuando sabía que no se encontraba en la penuria, ya que acababa de comprar una finca en las cercanías del astillero.

También ordenó Tabernilla incluir en la causa la transcripción de parte del informe realizado sobre la huelga del astillero por la Brigada de Información de la Delegación de Orden Público. Era un detallado relato de lo ocurrido en la factoría desde marzo de 1936 hasta su incautación. Entre ellos la composición del comité de huelga y del nombramiento, por su iniciativa, de Egusquiza como director. A éste no lo consideraba uno de los más destacados dirigentes del movimiento. Aunque sí participante en la decisión de devolver a José María Pemán el donativo de 250 pesetas que había hecho por considerarlo «humillante para la causa».

El fin fundamental del escrito era demostrar el carácter «revolucionario» de la huelga e incautación, que derivó en la constitución de un «Comité de Fábrica» que formaba parte de un plan revolucionario de mayor envergadura con componentes masónicos. Poco aportaba sobre la actuación del procesado, salvo incluirlo como participante en ese extenso plan revolucionario, cuya existencia se pretendía apuntalar con la inclusión de textos de cartas y panfletos de aquellos días escritos por diversas organizaciones de izquierdas. Incluida una copia de la que Egusquiza envió a Higinio Bejarano, un delineante del astillero que ocupó la presidencia del comité de huelga, en la que se ofrecía acudir a la factoría, aunque estaba enfermo, para encerrarse y «correr la misma suerte de mis compañeros».

Fue la última diligencia que realizó Tabernilla. Unos días después, el 4 de mayo de 1937, redactó su auto resumen en el volvió a procesar a Egusquiza de nuevo por el artículo 4º del Bando de Guerra de 18 de julio de 1936, aunque ahora sus actividades sí revestían gravedad. Declaraba probado que había sido un activo izquierdista, dirigente de los sucesos revolucionarios ocurridos en el astillero y «un evidente conductor de masas por los derroteros marxistas».

Ese mismo día Rafael López Alba, presidente del Consejo de Guerra Permanente de Cádiz ordenó que se celebrara la vista al día siguiente y ponía la causa, durante tres horas, a disposición del fiscal, Alfonso Moreno Gallardo, y del defensor Adolfo Gutiérrez. 

Durante la sesión, Egusquiza intentó defenderse y negar la importancia dirigente que se le atribuía, el papel que había tenido durante la huelga y la ocupación y que no podía tener nada contra los falangistas Aldaniz y Sorreguieta porque su despido se produjo en marzo, cuando él no tenía ningún poder para ello, y que siempre había consultado con Madrid todas las decisiones que tomó cuando fue nombrado director.

El fiscal mantuvo la acusación de adhesión a la rebelión por haber realizado «actos preparatorios» a la misma y solicitó la pena de reclusión perpetua. El defensor la absolución. Egusquiza hizo uso de su derecho a la última palabra para reiterar que nunca había sido izquierdista, que siempre se había considerado buen español y católico y que había cumplido siempre con sus obligaciones.

Desde que se había rehecho el sumario los vientos no soplaban muy favorables para Egusquiza. Pero aún podían soplar peor. El ponente fue Marcelino Rancaño Gómez, el propio jefe de los servicios de justicia golpista en Cádiz. La cosa apuntaba alto. La sentencia consideró que Egusquiza había sido uno de los jefes de los conflictos del astillero, que tenía gran ascendencia entre los obreros que le aplaudieron y vitorearon durante la manifestación del Primero de Mayo, que había pertenecido a la UGT, que su nombramiento como director lo habían hecho los trabajadores, suplantando al legítimo, y que se adhirió a la «sovietización» de la factoría donde se encerró voluntariamente. Todo ello le convertía en ejecutor e inductor de un delito de rebelión, ya que Egusquiza, con su conducta, orientaciones y personalidad, había logrado que los elementos revolucionarios se alzasen en armas contra el Ejército y contra el gobierno legítimo de la España Nacional, representado, desde el 18 de julio, por los altos mandos del Ejército.

Era cierto, reconocía la sentencia, que no había tomado armas pero ello no bastaba para eximirle del delito de rebelión. Como las circunstancias que rodeaban a sus actuaciones eran todas agravantes: abusó de la confianza de sus superiores para ocupar la dirección, era corresponsable de todas las matanzas perpetradas por los rebeldes y de las destrucciones histórico-artísticas y económicas que se habían producido. Por todo ello le condenaba a la pena de muerte. No extraña que Rodríguez Franco se escandalizara ante tal sentencia y su fallo. Hoy día la contemplamos como uno más de los ejemplos de la justicia al revés golpista.

Apenas cinco días pasaron hasta que la Auditoría sevillana la aprobó e hizo ejecutoria. La madrugada del lunes 17 le fue comunicada a Egusquiza que se negó a firmar la notificación. A las 6 de la mañana de ese día un piquete de guardias civiles, a las órdenes del brigada Rafael Anarte Viera, uno de los protagonistas de los sucesos de Casas Viejas en 1933, le fusiló en el foso de la Puerta de Tierra.

No estuvo solo ante el paredón. Otros cinco condenados le acompañaron a la muerte: Heliodoro López Domínguez, un carabinero masón acusado de participar en la resistencia y de cachear a derechistas; Manuel Sánchez Ruiz, un vendedor de golosinas, miembro de la UGT y de la CNT, que había participado en la barricada de la calle Arbolí el 18 de julio; Francisco López Peñaranda, un mecánico de 21 años, afiliado a la CNT y miembro de las JSU que había estado oculto; Cesáreo López Corredera, un guardia de asalto que había estado en el Gobierno Civil durante la resistencia, y Francisco Vega González, un jornalero sin filiación sindical o política, acusado de saquear los comercios asaltados durante la resistencia.

El cadáver de Gabino Egusquiza fue enterrado al día siguiente en un nicho temporal del cementerio de San José de Cádiz. Allí reposaron sus restos hasta que en junio de 1947 fueron trasladados a Bilbao.

No le bastó su asesinato a la saña de los verdugos. A Egusquiza le incautaron sus propiedades gaditanas y la casa que poseía en Portugalete. Además fue multado con 7.500 pesetas por el Tribunal de Responsabilidades Políticas.

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