El protector de libros raros y curiosos
El bibliógrafo granadino murió en Nueva York en 1969 tras una destacada labor como intelectual en Estados Unidos. Fue discípulo de Menéndez Pidal y director del Departamento de Bibliografía del Centro de Estudios Históricos. Durante la Guerra Civil formó parte del grupo de funcionarios que se ocupó de salvar las bibliotecas del Madrid sitiado y protegerlas en los sótanos de la Biblioteca Nacional. Ya en el exilio se dedicó a difundir por Estados Unidos la labor bibliotecaria del gobierno de la Segunda República. Enseñó en universidades como Syracuse University de Nueva York, fundó y dirigió el Centro de Estudios Hispánicos y fue vicepresidente de la Hispanic Society of América. Entre sus obras más destacadas está el “Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos”.
Era inevitable que tuviera sueños librescos, sueños escritos con letra aldina, juegos con incunables, danzas por el aire de una pesadilla de encuadernación plateresca, insectos bibliófagos apurando las páginas del tiempo. Homero Serís, el gran bibliógrafo, otra más de los expulsados por la España franquista, sufrió los años de exilio derrotado por sus sueños de libros, por todos los que había dejado atrás y por el recuerdo de su biblioteca perdida, incapaz de entrar en la frágil maleta de un desterrado.
Homero Serís había nacido en Granada en 1879. Según una necrológica publicada el año de su muerte en 1969 en EEUU, ya que España –desdeñoso país con sus hijos pródigos– hace mucho que lo olvidó, su padre, el hombre de negocios José Serís Bonilla, tuvo el capricho de que su hijo naciera en la misma Alhambra. Para ello hizo adecuar una habitación del palacio nazarí para que su esposa, Enriqueta de Latorre, diera a luz un frío 12 de enero de 1879. Este insólito alumbramiento unido a una biografía dominada por el fascinante mundo de los libros convierten a Homero Serís en un personaje memorable olvidado injustamente por la Historia.
Homero Serís fue un gran erudito, uno de esos hombres fruto del ambiente intelectual de la Institución Libre de Enseñanza y que formó parte de ese organigrama de cultura exquisita que se crea a partir de 1907 con la creación de la Junta de Ampliación de Estudios, institución que permite el surgimiento de centros como la Residencia de Estudiantes o el Centro de Estudios Históricos, que dirigía Menéndez Pidal. Homero Serís, discípulo de Menéndez Pidal, dirigió el departamento de Bibliografía de este centro que hasta el estallido de la Guerra Civil impulsó memorables proyectos luego silenciados y borrados por la dictadura.
Cuánto recordaría el bibliógrafo granadino los tiempos felices en el Centro de Estudios Históricos, cuya sede se encontraba en el antiguo Palacio de Hielo de la calle Duque de Medinaceli. En su largo exilio en EEUU, donde se convierte en personaje principal del establishment intelectual norteamericano junto a otros exiliados republicanos, Homero Serís habría de difundir la labor que se realizó en España, sobre todo durante la Segunda República, para impulsar el mundo del libro: la creación de bibliotecas rurales, el aumento de dotación de las bibliotecas de ciudad, de escuelas, las bibliotecas ambulantes o el nacimiento de la Feria del Libro de Madrid.
Ese Homero Serís que recorre EEUU agarrado al recuerdo de los libros que dejó atrás por culpa de una maldita historia, se sentaba en ocasiones en el salón de lectura de la Hispanic Society de Nueva York y repasaba los lomos de tantos libros españoles. Él, que fue presidente de este centro creado por Míster Archer Milton Huntington en 1904, admiraba por encima de otras colecciones la que reposaba en uno de los estantes: la biblioteca que Míster Huntington le compró al duque de T´Serclaes apenas iniciado el siglo XX. Aquella biblioteca que se encontraba en la casa sevillana del duque –una hermosa mansión en la actual calle Alfonso XII– salió de Sevilla por un millón de pesetas de la época y a los eruditos que la gozaban como amigos del duque y asiduos de su tertulia –Menéndez y Pelayo, Rodríguez Marín, Chaves Rey, Luis Montoto– les dolió más la partida de la biblioteca que la pérdida de la isla de Cuba también a manos de los EEUU.
Pero Homero Serís, autor del fundamental Manual de bibliografía de la literatura española y del Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, tenía un recuerdo especial de aquellos libros del duque de T´Serclaes. Él había vivido un curioso episodio relacionado con otros libros del duque durante la Guerra Civil, en el Madrid sitiado por las bombas franquistas. El bibliógrafo granadino conocía una historia que en España se había olvidado. Una historia recientemente recuperada gracias a una exposición que tuvo lugar el año pasado en la Biblioteca Nacional: Biblioteca en guerra.
Con motivo de esta exposición, varios investigadores desvelaron la vida de los archiveros y bibliotecarios que protagonizaron una empresa novelesca: la salvación de las bibliotecas durante la Guerra Civil. Homero Serís, como director del Departamento de Bibliografía del Centro de Estudios Históricos, se ocupó del traslado de miles de libros dispersos por el Madrid bombardeado hasta el refugio en los sótanos de la Biblioteca Nacional.
En el año 2004 aparecieron en los sótanos varios “nidos”, término que sirve para designar cajas de documentos sin inventariar. Allí estaban las llamadas fichas de incautación realizadas por la Junta de Incautación y Protección del Tesoro Artístico. El episodio de la salvación de los libros es mucho menos conocido que el del rescate de las obras de arte, como el novelesco recorrido de los cuadros del Museo del Prado desde Madrid a Valencia y así hasta llegar a Suiza. Pero hubo muchos hombres y mujeres que participaron en esta tarea colectiva y luego silenciada. Entre ellos, Homero Serís cuya memoria se pierde en el lago Leteo o lago del olvido que ahogó a tantos exiliados.
Itinerario de rescate
Las fichas de incautación permiten seguir el itinerario de rescate de estos funcionarios de la República. Por ejemplo, para la protección de la biblioteca del Convento de las Descalzas, que estaba afectado por los obuses, se deposita la colección en la Sala Carlos III de la Biblioteca Nacional y se descubre un excepcional tesoro en manuscritos. Lo mismo ocurre con la biblioteca de Emilio Cotarelo –en la calle Serrano 98– donde aparece una de las bibliotecas más completas sobre teatro. La ficha de incautación de la biblioteca de Pedro Salinas –en la calle Príncipe de Vergara 76– especifica que ha sido depositada también en la Sala Carlos III, aunque se detalla que una cédula comunista se llevó algunos libros y «dejó recado al portero». Los funcionarios republicanos no pudieron evitar ciertos saqueos y pérdidas producidas en aquel terrible Madrid de la guerra.
Otra de las fichas tiene como protagonista a Homero Serís. Se trata de la biblioteca de José Lázaro Galdiano en Serrano 114 con más de 7.000 libros. Rodríguez Moñino, otro brillante bibliógrafo que realizó una importante labor en el rescate de los libros, llevó al Centro de Estudios obras de bibliografía de la biblioteca de Lázaro y de la de T´Serclaes. «Moñino y Serís la guardaron en un armario cuya llave no se ha podido hallar. El armario y los libros están intactos».
Tras el atroz episodio de la guerra se olvidó aquel episodio. Los protagonistas de aquella epopeya libresca habían muerto, estaban en el exilio, fueron fusilados o sufrieron durísimos expedientes de depuración. Pero Homero Serís siguió recordándolo toda su vida durante aquellas conferencias que ofrecía por las universidades norteamericanas y en aquellas largas tardes en la Hispanic Society, a veces, teniendo como únicos testigos de sus recuerdos los viejos libros de la biblioteca del duque de T´Serclaes.
La historia novelesca de Rodríguez Moñino
Los exiliados se convierten en hombres-memoria, en recreadores de lo perdido. Nada hay que teman más que el olvido. Y entre los recuerdos perdidos, Homero Serís evocaba uno con especial cariño. Tenía como protagonista a su buen amigo Antonio Rodríguez Moñino, el bibliógrafo extremeño que protagonizó épicos episodios de rescate de bibliotecas durante la guerra y que, por no optar por el exilio, sufrió un expediente de depuración que duró hasta finales de los sesenta.
Con el tiempo, Rodríguez Moñino llegó incluso a la Academia de la Lengua y, fue aclamado en las universidades americanas, que era donde se publicaban sus libros, además de ser vicesecretario de la Hispanic Society. Homero Serís y Rodríguez Moñino compartieron muchas tardes de recuerdos y confidencias en el Nueva York de los exiliados. Moñino siempre regresaba a la gris España cargado por los recuerdos que avivaba su buen amigo.
Serís aún guardaba el opúsculo que Rodríguez Moñino había escrito, animado por Tomás Navarro Tomás, director de la Biblioteca Nacional, para replicar al artículo que Miguel Artigas, ex director de la Biblioteca, había publicado desde la zona franquista en El Heraldo de Aragón en 1937. Artigas había iniciado una campaña de desprestigio contra la República asegurando que los tesoros bibliográficos se estaban destruyendo. El artículo se titulaba “Clamor de infortunio: A los hispanistas del mundo”.
Rodríguez Moñino respondía a los infundios propagandísticos de Artigas explicando la labor de salvaguarda de las bibliotecas durante la guerra. Artigas escribía: «No hay duda de que ha presidido en nuestros enemigos un torvo designio, una sistemática y preconcebida tarea de exterminio». Y Rodríguez Moñino, en nombre de la República, respondía: «Muchas de ellas han sido deshechas, en efecto: por la aviación y la artillería fascistas».
Además de salvar los libros de las bombas, los bibliotecarios, archiveros y bibliógrafos como Homero Serís habían permitido que riquísimas colecciones privadas estuvieran por primera vez a disposición de todos. Escribirá Rodríguez Moñino dirigiéndose a la desconcertada comunidad de hispanistas: «El investigador que quiera trabajar en archivos de la nobleza española no tendrá de ahora en adelante que ir a mendigarlo del señor duque o del señor conde (…) Thomas, gran editor de Góngora, tiene a su disposición nuevos códices gongorinos que su propietario Lázaro Galdeano no dejaba ver a nadie».