¿Asesinato o suicidio?
Sobre las 21:30 horas de una tarde tórrida y vespertina del 31 de julio de 1939, encima de un montón de escombros, aparecía el cuerpo sin vida de un hombre de unos 40 años de edad, arrojando sangre por el cráneo, boca, nariz y oídos. Este yacía a la altura del número 24 de la calle Castillo, habiendo descendido de forma violenta desde la ventana de la planta primera de la Torre Nueva, a la sazón, presidio en aquellos días de las personas que provenían del «campo rojo recientemente liberado».
Transeúntes y curiosos dieron la voz de alarma al recién llegado Teniente Provisional José Luis Amador Roldán, instalado muy cerca de allí, en el antiguo palacete de la familia Funes. Este, atónito, y ante la evidencia de que la muerte ha sido presenciada casi en directo por decenas de personas, decide abrir diligencias previas sobre el asunto, tras breve conversación telefónica con el Auditor de Guerra, apremiando al juez municipal, Sr. José Robles y Robles a que levante el cadáver e identifique al fallecido. El Juez se personó en el lugar, asistido por el Secretario, Sr. Juan Soriano Rodríguez y el médico Sr. Anselmo Hernández Conde. En el registro al sujeto, en su blusa, encontraron una cartera que contenía tres salvoconductos expedidos a nombre del difunto, dos billetes de a peseta del Banco de España, un recorte de periódico, una cajetilla de tabaco de 0,40 y otra media de la misma clase; un estuche de papel de fumar «Alcoy» y un «pañuelo moquero». Con esos documentos y otras informaciones aportadas por «personas de conocimiento» (sic) nuestro honorable Sr. Robles llevó a cabo la identificación del sujeto fenecido a sus pies. Por su parte, el facultativo Hernández Conde, certifica lo evidente, que el reo había muerto muy posiblemente por el golpe producido tras su caída desde la Torre.
La autopsia realizada el día posterior en el cementerio municipal por los médicos (¿forenses?) Sr. Hernández Conde y auxiliado por nuestro ya conocido Sr. Funes Pineda, que apenas duró cuarenta minutos, se apreció un hematoma en la región temporo-parietal derecha y rostro ensangrentado por hemorragia de oídos, boca y nariz; fracturas en los hombros; heridas en un pulmón producidas por la rotura de las costillas 3ª, 4ª y 5ª. «El corazón se encontró exagüe y el estómago vacío». La muerte, según los pruritos, «fue instantánea producida por las lesiones» descritas anteriormente y «causadas por el golpe recibido sobre el suelo al lanzarse por una altura». En suma, y según los partes oficiales de los detentadores del poder en esos momentos en Porcuna, nuestro infeliz protagonista de esta historia se había suicidado, arrojándose por la ventada de la primera planta de la Torre, que sin duda, no debió estar tapiada o enrejada. Testigos de su inscripción en el registro civil de defunciones fueron Manuel Moreno Ramos y Manuel Ruano Ortega.
Nuestro Juez Militar, Sr. Amador Roldán, sigue con el esclarecimiento de los hechos que precedieron a la muerte, por orden del Auditor de Guerra, como veíamos anteriormente, algo poco habitual en estos casos, ya que la muerte era una rutina más en los días posteriores al final de la guerra, como veremos posteriormente. El Jefe de la cárcel en esos días era nuestro también conocido Fernando Lupiáñez, «El Vinagrero», que afirma por escrito que desconoce cuándo ingresó en prisión nuestro «suicida» y cuál fue la autoridad que ordenó su ingreso. Por el contrario, el sargento de la Guardia Civil, nos dice sobre el mismo: «es autor de saqueos, requisas, quema de imágenes, detenciones de personas de derechas, asistiendo a los fusilamientos de 27 de estas que se asesinaron en el Barranquillo y el Cementerio (recordemos que la Causa General de Porcuna (1941) recoge solo 24 fusilados y no 27 como asevera el sargento). Estaba afiliado al Partido Comunista dedicando gran actividad a la propaganda antifascista, y fue miliciano voluntario con armas. En las últimas horas de la tarde del día 31 del anterior (julio) llegó a esta conducido por individuos de Falange (!) de Los Villares quedando detenido en una habitación del Castillo en concepto de incomunicado. Inmediatamente de quedarse solo en dicha habitación se arroyó por una ventana de la misma al exterior del edificio falleciendo a consecuencia del golpe recibido. Esta resolución, sin duda la adoptó (ahora el sargento también hace de juez) por la responsabilidad que sobre él pesaba ante la cantidad de delitos cometidos y de los cuales no va a responder ante la justicia (algo evidente) pues sábese que no existió otro móvil que le condujera a suicidarse (¿cómo sabría el sargento que el suicidio era motivado por los “crímenes” cometidos?)».
Pocos días después, el Jefe de Falange, Javier Morente Garrido, respondía a la instancia del Juez Militar, entre otras acusaciones, de la siguiente manera: «en la noche del 14 de diciembre de 1936 intervino en los asesinatos cometidos a 14 personas de derechas (la Causa General de Porcuna (1941) solo recoge 12, y el Sargento habla de 27) en el cementerio de esta localidad, siendo el que más se distinguió por su crueldad» (suponemos que el Sr. Morente habla de oídas, pues él por esas fechas estaba preso del bando rojo).
En la declaración del por entonces Jefe de Información e Investigación de FET y de las JONS, Sr. Enrique Barrionuevo L. Obrero se dice que llegó a la ciudad «conducido por un falangista de Los Villares [recordemos que el sargento decía que eran varios los falangistas] el día 31 de julio en el coche de línea sobre las veinte horas, siendo trasladado inmediatamente a la oficina de Información e Investigación […] para tomarle los datos de filiación [documento, por otro lado, que no aparece en el expediente, que suele ir firmado por el detenido, además de que el preso debería haber pasado por el cuartel de la Benemérita, y no la sede de Falange], y formalizar la denuncia, en cuya operación se invirtió unos diez minutos, sin que fuese molestado por ninguno de los agentes [anoten esto, porque parece que era común “molestar” a los detenidos; o bien, dejar claro ante el teniente que ellos no tuvieron nada que ver en su muerte], y cuya denuncia no pudo ser entregada en el juzgado militar por no ser horas de oficina [¡curioso!, porque el Juez Militar, Sr. Amador Roldán, a los diez minutos de producirse el despeñamiento del detenido, ya sabía lo ocurrido, según consta en el expediente], siendo conducido el detenido a la torre del castillo, que es el depósito municipal, por los falangistas Victoriano León López, Matías Ruano Ortega y Manuel Gascón Toribio, con orden de mantenerlo incomunicado hasta que se pusiera a disposición del juez militar». Barrionuevo L. Obrero continúa diciendo en su declaración: el reo le «había manifestado repetidas veces en la oficina de Información, cuando se le comunicó que pasaba detenido al depósito municipal sus deseos de ir sin esposas (!), que se comprometía a meterse solo en la cárcel sin que nadie le acompañara. Que ignora los motivos que le indujeron a suicidarse, como no sea responder con sus múltiples hechos vandálicos a la acción de la justicia». ¿Quiere decir esto que fue introducido en su celda sin amarrar? ¿Cómo es posible, entonces, que un sujeto de tal «calaña» con multitud de crímenes a sus espaldas, fuese sin maniatar al presidio, pero por el contrario, escoltado por tres falangistas?
El falangista Manuel Gascón Toribio, a las preguntas de José Luis Roldán contesta entre otras cosas, que el detenido fue conducido al arresto municipal de la Torre, aproximadamente sobre las 20:15 horas, y que lo entregaron a la guardia de allí. «Cinco minutos después de haberlo dejado en el castillo tuvieron la noticia de que se había arrojado por una de las ventanas del mismo falleciendo en el acto (según esta declaración la muerte se habría producido sobre las 20:20 horas, cuando la autopsia y resto de la documentación consultada por nosotros nos dan las 21:30 de la tarde-noche cuando acaecieron los hechos)». Manifiesta por otro lado, que la guardia del castillo estaba a cargo esa tarde de Manuel Sánchez, «El Sastre» y Andrés Moreno Morales. A la pregunta de cuáles fueron los motivos que indujeron al suicidio, respondió que serían «los hechos delictivos que cometió en esta ciudad durante el dominio rojo».
Por su parte, uno de los guardianes de aquella tarde, Andrés Moreno Morales, de 24 años de edad, dice que «sobre las 21:00 horas aproximadamente le hicieron entrega del detenido […] con la orden de mantenerlo incomunicado, y que procedió inmediatamente, en unión del falangista Rafael Moreno Ruiz a su conducción a encerrarlo en una de las habitaciones del piso primero […] sin advertirle al detenido señales exteriores de excitación que le indujeran a suicidarse (!). A los pocos minutos de haber quedado el detenido incomunicado en la referida habitación, sintieron un porrazo grande, abrieron la puerta de la misma, y ya el detenido no se encontraba en la habitación, creyendo el dicente que el porrazo fue debido a la caída de un tablón que había para evitar la entrada en la parte inferior de la ventana».
Finalmente, el juez Militar, en sus conclusiones, tras «recabar» toda la información y comprobar el estado de la celda, corrobora las afirmaciones de los actores de esta trama, aportando como novedad, si cabe, que del resultado de la autopsia se desprende de la misma «que no hubo malos tratos de obra al detenido» (¿tuvo que haberlos?).
Oficialmente el asunto sobre el «presunto» suicidio había quedado cerrado, atado y bien atado. Los testigos presenciales de los hechos, sus carceleros, cuando ya había pasado la resaca del crimen y de la «victoria», padecieron noches interminables de insomnio, de pesadillas, de fantasmas que volvían a rendirles cuentas. Los más cobardes, aquellos que no se enfrentaron a su propia consciencia, se escondieron detrás del rosario, la devoción, el martirologio, y la expiación de culpas pasadas. Al fin y al cabo, había argumentos de sobra que justificaban estas actuaciones contra los anti-España. Además, ¿qué podían temer?, ¿quién les iba a pedir cuentas o responsabilidades? Porcuna, sus gentes, sus moradores, padecían de amnesia colectiva por el miedo, el terror, y la brutal represión política, ideológica o de clase, que se estaba llevando a cabo. Las cárceles estaban a rebosar, y ni los niños, siempre curiosos, fisgones, se acercaban por la iglesia de Jesús o la Torre-Castillo. Entre sus muros, en unas condiciones infrahumanas, se agolpaba el «rojerío» de la ya desaparecida República. Ellos, los carceleros, serían los encargados de construir el Nuevo Estado, y este, generoso, los dejó emplear todos los medios a su alcance, aunque fuesen de dudosa religiosidad cristiana. Así las cosas, ¿qué pasó realmente, se suicidó o fue asesinado a manos de sus carceleros y verdugos?
Nuestro supuesto suicida, al igual que otros célebres protagonistas, no quiso despedirse de la Historia, sin escribir una página en ella. Setenta y dos años han pasado desde aquel triste suceso de un 31 de julio de 1939; en el que los protagonistas propagaron el bulo, el enredo y la «versión oficial de los hechos». Casi tres cuartos de siglo donde las únicas referencias reposaban nebulosas en las mentes de sus coetáneos, para pasar luego a engrosar la ya colmatada leyenda negra de la guerra y la posguerra. Tal fue la confusión que propagó el régimen victorioso, que durante la posguerra fueron varias las personas que se «tiraron» desde la Torre, aunque nosotros, por el momento, solo tenemos constancia de nuestro protagonista. Entre los supuestos suicidas cabe mencionar al Subjefe de la Policía Municipal durante la República, Juan de Mata Cespedosa del Pino, «Trepaollas», que procedente de uno de los campos de concentración de Almería, tras su paso por la cárcel provincial, moriría violentamente en Porcuna, en la Torre Nueva, un 14 de octubre de 1940, como consecuencia de las torturas y palizas practicadas, según se desprende de las declaraciones de falangistas y policía municipal del momento en el Consejo de Guerra Sumarísimo practicado contra el que fuese Secretario del Ayuntamiento, Manuel Fernández García; aunque en su partida de defunción aparace «muerto por asfixia». Otro de los que ha quedado fosilizado en las consciencias de las gentes de Porcuna fue Antonio Gallo Quero, «El Hijo del Gallo, manigero de Hermenegildo», del que se contaba que fue arrojado desde la terraza de la Torre, ya que como él era «gallo», sabría volar (sic). Nuestras fuentes, por el contrario, dicen que Antonio Gallo Quero sería uno de los fusilados en Jaén el 11 de agosto de 1944, aunque su consejo de guerra es un de los desaparecidos o «traspapelados» en el archivo militar de Sevilla.
También nos han legado nuestros ancianos un diálogo que sí tiene fundamento, una vez corroborada las fuentes de procedencia, a través de familiares directos. Dice así:
—¡Rafalito!, ¿por qué se cayó tu padre de la torre?
—Porque no sabía volar —dijo él, con naturalidad—.
Efectivamente, este niño, Rafalito, que nació póstumamente, según creemos, es el hijo de nuestro despeñado biografiado.
El fallecido era natural de Los Villares, pero residente en Porcuna antes del golpe de estado de 1936, en la calle Polavieja nº 8; jornalero de profesión. Sus padres fueron Julián y Dolores, casándose con la porcunense Francisca Millán Bellido de cuyo matrimonio nacieron seis hijos, y posiblemente un séptimo de forma póstuma, llamados Angustias, León, Pedro, Francisco, Dolores y Pilar Cámaras Millán. La víctima se llamaba Juan Cámaras del Moral, conocido como «El de los Villares», de unos 40 años de edad.
Gracias a los documentos localizados en el Archivo Militar Segundo de Sevilla, así como a otras referencias, Juan Cámaras del Moral deja de ser parte de la leyenda de posguerra para convertirse en una víctima más de genocidio franquista.
Pocos son los datos de los que disponemos de su biografía. Parece que abandona Porcuna a finales de diciembre de 1936, por miedo a los bombardeos que estaba sufriendo la población y el terror «azul» que se venía practicando por requetés, regulares y falangistas en las localidades cordobesas conquistadas. Se instala posiblemente en su lugar de origen, Los Villares (Jaén), sin saber si le acompañaron su esposa e hijos. Allí trabajó en el campo toda la guerra, hasta que esta finaliza. Por los salvoconductos que se encontraron en su blusa sabemos que fue autorizado por la Comandancia Militar de Los Villares a salir al campo para trabajar. En un momento indeterminado entre los meses de abril y mayo, ingresa en el campo de concentración de Higuera de Calatrava (otra de las páginas más oscuras de la Historia reciente), siendo liberado el 7 de mayo de 1939, trasladándose de nuevo a su pueblo natal. En junio de ese año, la Policía Militar le da un nuevo salvoconducto para trasladarse a Arjonilla a realizar algunas compras, sin que por el momento pesase acusación alguna contra él.
En el mes de julio de 1939, en concreto el día 31 de julio, parece que es trasladado desde Los Villares a Porcuna, muy posiblemente a instancias de alguna acusación de la Falange de Porcuna como se desprende de alguno de los documentos consultados. Llega a Porcuna sobre las 20,00 horas en el coche de línea de ese día acompañado por un falangista de localidad, aunque bien pudieran ser varios. Trasladado inmediatamente a la sede de Falange, sin pasar siquiera por la Comandancia de la Guardia Civil, como solía hacerse, la vida de Juan Cámaras empieza a complicarse. Por los sabuesos falangistas que se encontraban presentes en aquella habitación de Falange, todo hacía presagiar un terrible final.
La Causa General (1941) abierta por el franquismo relativa a Porcuna, considera a nuestro protagonista como uno de los principales «criminales» durante el «dominio rojo de la ciudad», así como el resto de documentos redactados postmortem, a cuantas autoridades civiles, militares o religiosas se les pidió. Se le considera uno de los principales activistas políticos de la época, unas veces socialista, otras ugetista, las más, comunista. Por el momento, en toda la documentación consultada por nosotros, incluida la de partidos políticos y sindicatos, el nombre de Juan Cámaras del Moral, no aparece por ningún lado, y menos aún que ocupase cargo directivo en alguno de ellos. Sabemos, tan solo, que era jornalero, como tantos miles en aquella época; y que tenía el estómago vacío el día de su muerte.
El régimen siempre tendió a hiperbolizar las acusaciones contra los reos; con el fin de llevarlos a cárcel o conducirlos directamente al paredón. En las diligencias abiertas a Juan Cámaras del Moral las acusaciones se suceden en cascada contra él. Todos aquellos que hacían guardia ese día en el pueblo o en la torre afirman sin rubor alguno las «maldades cometidas» por nuestro desdichado Juan. Incluso, alguna de las declaraciones parece exculpatoria, que él o ellos no han tenido nada que ver con su muerte. Otras, por el contrario, como la Enrique Barrionuevo L. Obrero, hacen constar reiteradamente, quizás por miedo al auditor de guerra, quizás como coartada, quizás por filosofía de contrarios, que nunca se «molestó» al preso, en lo que parece que era la tónica en esos momentos. Sea como sea, nuestro jornalero, padre de seis hijos y uno en camino, dio con sus huesos en la Torre Nueva, y de allí calló precipitadamente al suelo. La versión oficial dejó por escrito en cientos de documentos que se trató de un suicidio; los indicios que manejamos apuntan a un asesinato más en un pueblo, Porcuna, donde se contabilizan, entre los meses de de abril y septiembre de 1939 ocho muertes trágicas según consta en las Actas Capitulares de esos meses como consecuencia del pago en jornales por el traslado de cadáveres del enterrador municipal, Domingo Morales del Pozo; y lo que podría ser solamente, la punta de iceberg de una tragedia mayor, aún por contrastar.
Efectivamente, en la sesión capitular del 3 de agosto, se le paga 43 pesetas al enterrador municipal como «importe de jornales invertidos en la conducción, desde la calle Castillo al cementerio, del cadáver de Juan Cámaras del Moral, y dos jornales para ayuda en la práctica de la autopsia». Un día antes, a las 9:40 minutos de la mañana, se inscribe su defunción en el registro civil. La causa de la muerte se explicita con un lacónico e incierto plural: «lesiones», que paradójicamente, en nuestro código penal «es un delito en contra de la vida y la salud personal que se comete por el que cause a otro un daño que deje en su cuerpo un vestigio o altere su salud física o mental» (art. 147 de del Código Penal).
Su cuerpo fue trasladado al cementerio civil, según consta en la diligencia de sepelio firmada por el Secretario, Soriano, el día 1 de agosto de ese año. Dice así: «que ha quedado depositado en una fosa de la parte izquierda de la entrada, distante cuatro metros y cuarenta centímetros a la pared Norte, cincuenta centímetros a la pared Poniente, cuarenta centímetros a la del Mediodía y cuatro metros a la del Saliente, doy fe» (folio 9 del expte. DP. Juan Cámaras del Moral). Dicha fosa quedaría pequeña, y a finales de agosto se abriría otra en el cementerio como así consta en la sesión capitular del 7 de septiembre de 1939, invirtiéndose en su excavación cuatro días, con un monto total de 141 pesetas en jornales.
El 10 de noviembre de 1939, el Auditor Delegado de Guerra, con sede en Córdoba da por concluidas las diligencias previas al «no apreciarse que haya habido intervención, culpa, ni negligencia de tercera persona» (sic).
Descansa en paz, Juan.
FUENTES
- Archivo Histórico Municipal de Porcuna. Libro de Actas Capitulares. Año 1939-1940. Sesión Capitular de 3 de agosto de 1939. fol. s/n; y meses de abril a septiembre de 1939.
- Acta de defunción de Juan Cámaras del Moral. Registro Civil de Porcuna (consultado en 2011).
- Archivo Militar del Tribunal Segundo de Sevilla. Diligencias previas s/n abiertas a Juan Cámaras del Moral. Legajo 41, nº 2012. (Consultado en 2011)
- Archivo Militar del Tribunal Segundo de Sevilla. Expediente de Consejo de Guerra Sumarísimo y de Urgencia contra Manuel Fernández García y otros. Número 16.928, legajo 996, nº 26.163 (Consultado en 2011)
- Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal.
- Causa General de Jaén. Término Municipal de Porcuna, Pieza número 67, Caja 1.006, Expt. 11. Archivo Histórico Nacional. Ministerio de Cultura. Portal de Archivos Españoles