Juan Fernández Macías

Espera
Cádiz
Lozano Fernández, Juan Manuel

En el comedor de la «casa vieja», mi casa, siempre estuvieron colgados un diploma, un diploma de perito agrimensor, y algunos retratos de otra época: el de mi abuelo Juan y el de mi abuelo Juan junto a mi abuela María. Aquel título y aquellas fotos me transmitían algo especial, difícil de explicar, una especie de tristeza, quizás melancolía de otra época que yo nunca viví, quizás esa tristeza la percibía en los gestos de mis tías, en los gestos de mis primas, quizás esos gestos estimularon mi curiosidad natural, la curiosidad natural de un niño que quiere saber, y así sería como empecé a preguntar: que dónde estaba el abuelo, que de qué era aquel diploma, que qué hacia el abuelo… Conforme me iba haciendo mayor y mis tías me iban explicando cosas del abuelo, casi sin darme cuenta, iba viendo la gran importancia que tenía para la familia mantener en la casa los retratos y el diploma. La historia del abuelo Juan es una historia de dolor y silencio. Paso a relatar algunos hechos que mis tías me iban explicando, tal y como ellas lo vivieron o se lo explicó mí abuela María.

Juan Fernández Macías, «el Agrimensor», nació en Espera (Cádiz) el día 18 de diciembre de 1891, hijo de Cristóbal Fernández Doblado y de Francisca Macías Cano, tuvo dos hermanos: José y Antonio Fernández Macías (el chacho Antonio, conocido en el pueblo como Chatín).

Se casó el 22 de junio de 1918 con María Jurado González, mi abuela María, a la que llamábamos Mumaía. De este matrimonio nacieron seis hijos: Francisca (nacida el 16 de octubre 1922), Manuel (8 de diciembre de 1926), Rosario (9 de enero de 1929), Cristobalina (9 de abril de 1931), María (8 de noviembre de 1933) y Juana (28 de enero de 1936). De estos seis hijos solo vivieron tres: Francisca (mí tía Frasquita), Rosario (mi tita Rosario) y Juana (mi madre).

El mismo año 1918, concretamente el 14 de diciembre, obtiene el título de perito agrimensor, en el Popular Instituto Politécnico de Sevilla. El abuelo Juan ya medía conjuntamente con su padre, Cristóbal, que también sabia medir y del que aprendió, ya que ejercía de perito, aunque no tenía título oficial. Cursa los estudios por correspondencia, yendo a Sevilla a realizar los exámenes, compaginando los estudios con las labores del trabajo en el campo.

Según consta en el archivo municipal de Espera, fue uno de los dirigentes de Espera Obrera, adjudicataria de las fincas sometidas a reforma agraria, concretamente tomó posesión como segundo secretario el 31 de diciembre de 1932 en la junta directiva presidida por José Sánchez Romero. Este dato no lo supe hasta que salió publicado en los libros de historia de Espera (de los historiadores M. Garrucho y F. Sígler), un dato a mi parecer importante para explicar lo que pasaría después.

Según consta y me explicaron mis tías, Frasquita y Rosario, el día 8 de agosto de 1936, mi abuelo Juan vino a Espera desde Los Llanos, donde llevaban unas tierras a renta. Venía a herrar unas bestias para prepararlas para trillar y aprovechó para entregar la escopeta de caza en el cuartel de la Guardia Civil (había la orden de entregar las armas de fuego). Cuando estaba en su casa (actual calle Andalucía n.º 16) disponiéndose para volver al campo —parece ser que estaría cambiándose de ropa, ya que dejo encima de la cama su reloj de cadena (el cual guardo)—, llegaron unos paisanos y le dijeron que tenía que presentarse en el ayuntamiento. Lo detuvieron y lo metieron en la cárcel, donde estuvo tres días. Mi abuela María iba cada día a llevarle comida y ropa limpia. Mis tías Frasquita y Rosario se quedaron en el campo con los abuelos maternos. Mi abuela María se traía a mi madre cuando venía a Espera, entonces tenía seis meses. Cuando llegó en la mañana del día 11 de agosto de 1936, mi abuelo no estaba, ya lo habían asesinado. Solían hacerlo de madrugada.

Compartió cárcel, con muchos de los paisanos que también fueron asesinados, pero quiero citar especialmente a su primo Juan Miguel, al cual dejaron libre. Recuerdo que cuando yo era pequeño venía mucho a mi casa, a ver a mis tías. Nunca le escuché hablar de mi abuelo. Ahora, con la distancia que da el tiempo, puedo entender por qué nunca le oí hablar de él, quizás por miedo. Pero sus gestos me transmitían algo especial, podría decir que hablaba sin palabras, o así lo percibía yo.

A pesar del miedo a hablar, algunos testimonios de personas del pueblo, contaron a mi abuela que sus restos podrían estar en una fosa común en la carretera de Las Cabezas. Contaba mí tío José que algún vecino le dijo: «pues a tu suegro, el agrimensor, lo mataron en la carretera de Las Cabezas», lo que coincide con la versión que le explicaron a mi abuela María. Ni mi abuela, ni mi tío José, jamás desvelaron los nombres de los confidentes.

Gracias a un libro de asientos, que conservo, he podido ver con facilidad la fecha de nacimiento y defunción de los miembros de la familia. Este libro lo tenía mi abuelo, lo hizo él, ya que en aquel tiempo no existía lo que hoy día es el libro de familia. Quién iba a decirle a mi abuelo que sería su hija, mi tía Frasquita, que tenía 14 años, la que anotaría por orden de mi abuela María: «El día 11 de agosto de 1936 fallece, Juan Fernández Macías, mi Padre».

A mi abuela María (Mumaía), la dejaron viuda el 11 de agosto de 1936, con tres niñas, mi tía Frasquita, con 14 años, mi tía Rosario, con 7 años, y mi madre, Juana, con 6 meses. Para mi abuela y sus tres niñas, la vida ya nunca sería igual.

La vida nunca sería igual para mi abuela, aunque sola sacaría adelante a sus tres hijas, trabajando en las tierras a renta que llevaba en Los Llanos, tuvo que vivir el dolor en silencio y el dolor del silencio, teniendo que afrontar y enfrentar la vida en un ambiente hostil y asfixiante, porque la guerra no acabó para ella en el 39. Me explicaron mis tías que en la década de los años 50, no recuerdan bien el año —yo supongo que sería para finales (España entró en la ONU en el año 1959)—, se presentó en su casa (mi casa) personal del ayuntamiento y le pidieron a mi abuela María que firmara un certificado, como que mi abuelo había muerto en la guerra. Ella se negó y los echó de su casa, les dijo que no volvieran a pisar nunca más la puerta, que ellos sabían muy bien lo que habían hecho. Llegaron incluso a amenazarla con quitarle la paga que cobraba como madre de huérfanas, cosa que nunca hicieron.

Cada 18 de julio, mi abuela María cerraba la puerta de la casa y ese día no se salía. No había nada que celebrar. Mi prima Juana, que era una niña pequeña, todavía se acuerda, ya que ella y su hermana Manuela, como niñas pequeñas que eran, querían salir a ver los cabezudos que el ayuntamiento de la época traía para la conmemoración del alzamiento.

La abuela María nos dejó el 4 de mayo de 1974, no pudo soportar más dolor. El año anterior había fallecido mi madre. Mis tías Frasquita y Rosario quemaron todas las facturas de mensuras de tierras que quedaron por cobrar y estaban en la mesa de escribir de mi abuelo. Fue la última voluntad de mi abuela María. Lo hacía seguramente para protegernos, no querría que supiéramos quien le debía dinero a mi abuelo Juan, «el Agrimensor». El silencio se impuso bajo el peso del terror.

Como muy bien dijo Gabriel García Márquez, «recordar es fácil para el que tiene memoria, olvidar es difícil para los que tenemos corazón».

La historia del abuelo Juan no acabó el 11 de agosto de 1936, puesto que, como bien reza el título del libro de F. Sígler: «Su silencio es nuestra voz».