Manuel Altolaguirre

Málaga

(Málaga, 1906-Burgos, 1959)

EL NIÑO QUE APRENDIÓ A RECORDAR

El poeta malagueño, impulsor de la revista Litoral, tuvo una vida azarosa y novelesca. Escribió unas memorias, El caballo griego, que no concluyó; publicó poemarios como Las islas invitadas, Nube temporal o Poemas de América; escribió obras de teatro; publicó en periódicos; se dedicó al cine, y editó como impresor numerosas publicaciones en todas las épocas de su vida. Todo lo escribió y todo lo recordó. Fue dejándose la vida en los lugares que iba marcando un destino demasiado caprichoso. En su biografía también está el trágico episodio de su estancia en un manicomio al terminar la guerra. Habría que buscar la huella de su memoria en sus escritos y en las marcas de agua de sus papeles, los papeles perdidos de Manuel Altolaguirre, poeta de tintas, de prensas, de tipos.

«De niño me enseñaron a recordar». Así comenzaban las memorias inconclusas de Manuel Altolaguirre, otra obra no terminada, interrumpida por la muerte, por otro azar macabro que parecía determinar el curso caprichoso de su vida. ¿Qué recordaría el poeta malagueño en esa carretera lluviosa de Burgos antes de perder la vida? Quizás una mañana en la malagueña calle Strachan, donde nació en 1905; su estancia en un manicomio tras la Guerra Civil al no poder asumir tanto horror, o tal vez evocaría una tarde en el colegio de los Jesuitas de Miraflores del Palo memorizando una lección, porque de pequeño le habían enseñado a recordar…

«Morir es ser llanura, un gran rostro impasible, espejo de toda el alma en donde se puede leer toda una vida. ¿Dónde se quedó el tiempo? En el olvido o en la desesperación», escribió sin saber qué certero sería este pensamiento en la última hora.

El destino quiso que muriera en una carretera española en un accidente de automóvil, junto a su segunda esposa, María Luisa Gómez Mena. Volvía a España, pero no para regresar tras sus años de exilio. Había viajado sólo para exhibir su última película, El cantar de los cantares, en el Festival de Cine de San Sebastián. Un extraño y hermoso film que aún no estaba terminado, como tantas cosas de Altolaguirre. Tantas cosas inacabadas por culpa de la muerte.

La memoria, la errancia y la pérdida están unidas como tramas imprevisibles en el tapiz de su vida. A su itinerario de exiliado –París, Cuba y México– se une una búsqueda continua, una insatisfacción artística y vital que le convertía en un artista ambicioso e inquieto. Altolaguirre siempre tuvo que recordar, porque se dejó la vida en los caminos, en las casas abandonadas, en las trincheras, en los camarotes de los barcos.

Papeles perdidos

Quien fuera animador de una de las más importantes revistas de la generación del 27, la malagueña Litoral, es un poeta de vida azarosa. Al trasladarse a Madrid, deja en su Málaga natal recuerdos y vivencias de un tiempo irrepetible. Ya en la capital, se casa con la también poeta Concha Méndez y se instala en la calle Viriato. Cuando estalla la guerra, Altolaguirre asume un comprometido papel como intelectual dirigiendo La Barraca, que había dirigido durante la Segunda República su amigo García Lorca, asesinado por los franquistas en los primeros días del conflicto.

Concha Méndez apenas podrá rescatar algunos manuscritos de la casa de la calle Viriato. Altolaguirre asume la importancia del recuerdo en su vida. Así lo reflejó en el último poema publicado en España: «Recuerda todas las fechas,/ recuerda todas las cosas,/ limita con blancas nubes/ el jardín de tu memoria./ Muérete debajo de ella,/ bajo su sombra».

Altolaguirre no tendría más remedio que recordar para recuperarse, para rescatar todo lo que había sido antes de la guerra. Así, en 1937 escribe la obra teatral Tiempo, a vista de pájaro recordando una pieza que ya había escrito –Amor de dos vidas– y cuyo original creía perdido al quedar destruida su casa. Sin embargo, parece que la casa fue saqueada antes de que la destruyeran las bombas franquistas, por lo que aún existe la posibilidad de que reaparezca algún día como tantas cosas interrumpidas por el huracán cruel de la guerra.

Este continuo tránsito de su vida hará que en el exilio –en su traslado de Cuba a México en 1943– el poeta tenga que desprenderse de parte de su equipaje por temor a que el barco que los llevaba a México fuera atacado por un barco de guerra alemán. En Cuba, el matrimonio abandonó ejemplares de las revistas La Verónica, Nuestra España, Espuela de plata y Atentamente, que habían editado como impresores siguiendo la tradición que Altolaguirre había iniciado con Litoral y, más tarde, en Londres con la revista 1616 o en Madrid con Caballo verde para la poesía.

Hay un episodio relativamente conocido y muy novelesco que protagonizó Altolaguirre durante la guerra, cuando realizaba tareas de impresor en el XI Cuerpo del Ejército. En un granero improvisó un taller de impresión donde editaba un boletín diario que acompañaban semanalmente con una hoja literaria, Los lunes del combatiente. Entre los dos frentes, existía un pequeño molino de papel con el que se editaron varios libros. Lo singular es que aquel papel se hizo con trapos viejos triturados y blanqueados que procedían de banderas enemigas, chilabas de moros y uniformes de soldados italianos y alemanes que se transformaron en hojas blanquísimas de papel hilo con transparentes marcas de agua. Con ese papel se editaron España en el corazón, de Neruda, el Cancionero menor, de Prados, y España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo.

Manuscritos rescatados

A pesar de este sino de pérdida, Altolaguirre nunca lamentó realmente dejar sus papeles en las cunetas de la vida. Cuando las tropas de Franco bombardeaban la Ciudad Universitaria, se produce una gesta heroica en la casa de Vicente Aleixandre, en la que se guardaban manuscritos de la llamada generación de la amistad, entre ellos, de Altolaguirre. Es la primera vez, pero no la última, en que el poeta malagueño se arrepiente de su oficio de escritor. «Por salvar entre otras cosas mi poemas inéditos habían expuesto heroicamente su vida unos cuantos milicianos. Gesto admirable que no olvidaré nunca, pero que me produjo al mismo tiempo una justificadísima tristeza. Los poemas salvados, leídos con serenidad, no merecían una gota de sangre. Por salvarle la vida a un solo hombre soy capaz de no volver a escribir una línea».

Cuando termina la guerra, Altolaguirre sigue el trágico camino de los exiliados hacia Francia. Atraviesa la frontera, entra en un campo de internamiento en Perpiñán, pero pronto da muestras graves de inestabilidad emocional. Manuel Altolaguirre parece haber perdido la razón por un sentimiento de culpa, como si con su obra hubiera sido de alguna manera responsable del enfrentamiento civil.

Es internado en un manicomio. «Cuando me encerraron en aquella celda yo no estaba loco, pero debí parecerlo», recuerda en sus memorias –El caballo griego– en un estremecedor relato de confesión. Altolaguirre le había dicho al director del hospital algo terrible: «Después de lo que he visto que han hecho con España ya no quiero vivir».

No sería sólo la memoria el exorcismo que el poeta necesitaba para asimilar el drama. Años más tarde, ya en su exilio mexicano, escribió una obra de teatro basada en esa experiencia: El espacio interior. En esta pieza, el autor –él mismo– se encuentra encerrado en un teatro que funciona como campo de concentración junto a otros refugiados españoles. Un personaje le advierte: «Como usted ve es un teatro, un teatro donde no se está representando ninguna comedia. El drama que va usted a presenciar es la vida misma».

UN POETA ENTRE FOTOGRAMAS MEXICANOS

Corrían los años veinte y cuatro jóvenes poetas acuden todos los días al cine Goya de Málaga con el fin exclusivo de ver una escena: «el momento en el que la actriz Vilma Banki –rubia y hermosa– metía un pie en una piscina y chapoteaba con la punta de los dedos. La escena duraba sólo ocho segundos. Pero a los cuatro poetas, que habían nacido con el cine, aquel pie cinematográfico les parecía «precioso, surrealista, poético». Aquellos poetas eran Emilio Prados, José María Souvirón, José María Hinojosa y Manuel Altolaguirre.

Sólo Altolaguirre terminaría relacionado con aquel fascinante mundo que estrenaban. «La necesidad me ha llevado a ser escritor de cine, ese cómodo sustitutivo de la vida, para quienes no se quieren tomar las molestias de vivirla, ni de pensarla», escribió en uno de los articulos que publicó en el diario mexicano Excelsior.

Su relación con el cine se inicia en México en 1944 con el impulso de la que sería su segunda esposa, María Luisa Gómez Mena. Como productor, guionista o director, Altolaguirre fue responsable de once películas: Yo quiero ser tonta, Doña Clarines, El puerto de los siete vicios, Subida al cielo, Prisionera del recuerdo, Misericordia, Legítima defensa, Golpe de suerte, El condenado por desconfiado, La muñeca negra y del primer tratamiento de El cantar de los cantares.

Sin embargo, su trabajo más celebrado es Subida al cielo, que dirigió Luis Buñuel, un ejemplo de ese cine que los exiliados españoles desarrollaron en México. La película obtuvo en el Festival de Cannes de 1952 un premio al mejor film de vanguardia. En sus memorias Mi último suspiro, Luis Buñuel relata algunas anécdotas del rodaje como la caída en una tumba de un actor durante una escena filmada en un cementerio.

Altolaguirre se adaptó pronto a las costumbres mexicanas. En uno de sus artículos en El Excelsior recuerda la estancia de Zorrilla en México antes de escribir Don Juan Tenorio y cómo le influyeron las celebraciones del Día de Difuntos, tan populares en el país americano. «Presenció en sus cementerios los funerales convites. Vio sobre la yerba, junto a las cruces y las lápidas, en fríos manteles de cuadrados mármoles, las frutas, el pan de muerto, el vino dulce…».

El poeta también hizo una adaptación de El condenado por desconfiado, de Tirso, adaptándolo al público mexicano. La historia sucede en una provincia mexicana y la acción se adecua a las convicciones del popular cine de «charros».

(Publicado en El Mundo el 27 de noviembre de 2006)
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