EL SUEÑO INTERRUMPIDO DE LA ATLÁNTIDA
El compositor gaditano, tras asistir al horror de la Guerra Civil y en especial al asesinato de su amigo Lorca, escoge el destierro voluntario. Elegirá como lugar de residencia una pequeña población en la Córdoba argentina, Alta Gracia. Desde allí recordará su infancia gaditana, sus años en Madrid y París, su estancia en Granada. A Argentina viajará con la partitura de ‘Atlántida’, la obra que no pudo terminar. Muere en noviembre de 1946 y sus restos son trasladados a la cripta de la catedral de Cádiz. Las autoridades franquistas se apropiarán de la memoria de Manuel de Falla convirtiendo el entierro en una parafernalia grandilocuente y patriótica. Pero los años argentinos de Falla desvelan por qué el artista eligió la dignidad del exilio.
Tal vez Manuel de Falla descubrió el secreto de la Atlántida cuando se marchaba de España y llegaba a su destierro voluntario en Argentina. Aquella partitura incompleta le obsesionaba. La había oído en el embate de las olas del océano que le separaba de España. El sonido de la Atlántida estaba escondido en su sueño errante de desterrado. La Atlántida era el exilio.
Atlántida, esa obra que no logró terminar porque se adelantó la muerte, estaba dentro de él desde el principio. Falla la había escuchado en su infancia gaditana, en sus tardes de juegos en la Plaza de la Mina, donde a veces sonaba el mar embravecido por las tormentas pasajeras. La había presentido bajo los cimientos de la Iglesia de San Francisco, donde dio sus primeros pasos musicales y en el viento que lamía las esquinas salinas de su antiquísima ciudad.
Una vez, en 1930, viajó a Cádiz para hacer una excursión inspiradora a la isla de Sancti Petri, donde se suponía que estaban las ruinas del templo de Hércules. Muchos años más tarde, ya en Argentina, su amigo y colaborador Sergio de Castro, le mostró fotos de Macchu-Picchu. Era lo más parecido a su Atlántida, al menos, a la escenografía que soñó o tal vez lo que se le insinuaba desde el otro lado del espejo.
Pero Falla no pudo terminar la Atlántida. ¿No pudo o no quiso? La concluirá Ernesto Halffter y se estrenará en noviembre de 1961 en el Liceo de Barcelona. La versión escénica tuvo lugar un año más tarde en la Scala de Milán.
Con la partitura de la Atlántida llega a Argentina. Había sufrido la guerra con el temor de que los bombardeos destruyeran el manuscrito. La guerra destruyó a Falla. Puede que el golpe más duro fuera el asesinato de su amigo Lorca.
Destierro voluntario
Pero ¿por qué Falla escoge el destierro voluntario? El compositor no tenía nada que temer: era un hombre católico y conservador. Pero él no puede seguir viviendo en un país que ha sido escenario del horror. Cuando se establezca en Argentina, el gobierno de Franco le ofrecerá una pensión si decide regresar a España. Pero Falla morirá en su casa de Alta Gracia, en la provincia argentina de Córdoba, el 14 de noviembre de 1946, envuelto en su poncho de vicuña, recordando la vista que tenía de la Alhambra en su carmen granadino y el sonido de la Atlántida en una Cádiz subterránea y mitológica.
En Argentina, donde residió con su hermana María del Carmen, sobrevivía con los escasos ingresos procedentes de su dirección de conciertos en la emisora Radio El Mundo. Hay una grabación de su voz y la música de la emisión del 15 de diciembre de 1940. Mágico Falla desde ultramar.
Granada se aparecería en muchas ocasiones al Falla del destierro. Muchas pesadillas habrían envejecido con él. Recordaba cuando estando en París –aquel París de Albéniz y Turina– escuchaba La soirée dans Grenade de su amigo Debussy y leía Granada. Guía emocional, firmada por Gregorio Martínez Sierra, pero con toda probabilidad escrita por su mujer, María Lejárraga.
La llegada de Falla a Granada fue todo un acontecimiento. El compositor y guitarrista Ángel Barrios se ocupó de buscar el maravilloso carmen de la Antequeruela Alta número 11, desde donde se contemplaba la Alhambra.
Fue Barrios quien encaló las paredes y pintó las maderas de azul, por consejo de Ignacio Zuloaga, ese color que luego se llamó Azul Falla. Su buen amigo Lorca alude a este color en un texto de la revista Gallo en el que cuenta la historia del cómico gallo don Alhambro: «[Mis amigos] traían un gallo admirable. Era de plumas azul Rolls Royce y gris colonial, con todo el cuello de un delicioso azul Falla que se le acentuaba en el espolón».
Falla pensaba que las montañas cercanas a Alta Gracia a veces se tornaban de ese azul del pasado. Era el azul de la nostalgia. Son las fabulaciones y espejismos que arrasan los recuerdos del errante.
Sin duda hay un episodio estremecedor en la estancia argentina de Manuel de Falla: la visita de Rafael Alberti a Alta Gracia para ofrecer un concierto, la cantata a tres voces: laúd, piano y poesía con Paco Aguilar –el laudista que había pertenecido con sus hermanos al célebre cuarteto Aguilar– y el pianista Donato Colacelli en agosto de 1945.
Invitación a un viaje sonoro era el título de aquel pequeño espectáculo que Alberti recordó en La arboleda perdida: «En la paz soleada de la purísima mañana, el jardín de Los Espinillos, la ermita, digo, la casa, donde Manuel de Falla –don Manuel– habitaba en voluntario destierro, lejos de su Granada, se hallaba ornada de cipreses, naranjos, aromos en el gualda supremo de su flor, entre un hálito delgado de violetas».
Viaje sonoro
A través de aquel viaje del laúd, Alberti evocaba los paisajes perdidos de don Manuel: «De hojas dulces los mirtos y arrayanes/ de Granada, de Córdoba y Sevilla…». Alberti recita sin leer, mirando de reojo las reacciones del compositor. «[…] Al surgir los tres nombres de las ciudades andaluzas, un leve tinte rosado le circundó la piel alrededor del brillo de sus gafas. ¡Noches en los jardines de España! ¡Jazmines y arrayanes de Córdoba! ¡Estanques y palmeras de Sevilla!».
Debió de ser desgarradora y emocionante aquella interpretación en el jardincillo de las patrias prestadas. Más que nunca, la débil luz de la tarde tomó el tono azul Falla de la memoria.
Falla murió en noviembre de 1946 y en enero del año siguiente sus restos fueron trasladados de Buenos Aires a Cádiz. Fue uno de esos entierros de morbo y grandilocuencia típicos del franquismo de la inmediata postguerra. Las autoridades eclesiásticas, civiles y militares acompañaron al féretro desde el muelle a la Catedral. La apropiación del difunto por la España de Franco fue descarada y grotesca. Pemán leyó unos poemas. Y Falla fue enterrado en la cripta de la Catedral de Cádiz, en las honduras donde debe de encontrarse su Atlántida. «Y ahora se halla aquí, en esta profundidad de Cádiz, rodeado de peces agitados que le inquietarán el sueño», escribiría su amigo Alberti en La arboleda perdida.
FALLA RECUERDA A LORCA DESDE ALTA GRACIA
Sólo un mes antes de su muerte, en octubre de 1946, aparecía en la revista Las Españas, una de las publicaciones más importantes del exilio español, un artículo firmado por Carlos Jiménez sobre Manuel de Falla y Atlántida. La obra, inspirada en los poemas de Jacinto Verdaguer, se había convertido en un símbolo para muchos desterrados, la partitura en la que la España errante escribía su historia en busca de la Atlántida, un lugar que, probablemente, no existía.
Carlos Jiménez habla del «acento profético» de este oratorio. «Falla afirmará en esa obra el tono popular español y es seguro que todos los españoles que creen en su pueblo se van a unir para cantar el poema de Verdaguer. Sí, seguramente se van a unir todos, los que están en España, los de México, y los demás que andan por el mundo».
Este Falla recluido en Alta Gracia era para muchos la esperanza de la España perdida. En la mente de todos estaba la amistad entrañable que el compositor había tenido con Lorca. Ambos impulsaron el Festival de Cante Jondo de Granada en 1922 con Manuel Ángeles Ortiz y animaron el ambiente cultural de aquella ciudad que se quedó sin sus mejores artistas tras la guerra aniquiladora. Falla contemplaría por última vez Granada en septiembre de 1939.
Lorca y Falla tuvieron otros proyectos juntos. Uno de ellos fue el de resucitar el teatro cachiporra andaluz. Prepararon un espectáculo de títeres para niños el 6 de enero de 1923, un acontecimiento que quedó grabado en la mente de aquellos niños, como ocurrió con Laura de los Ríos, hija de Fernando de los Ríos, y la hermana pequeña de Lorca, Isabel, que rescataría el episodio en sus memorias, Recuerdos míos. Los muñecos los realizaría otro gran amigo del músico y del poeta, Hermenegildo Lanz.
Lorca le dedicaría a Falla su Oda al Santísimo y entre ambos hubo otro proyecto de colaboración inconcluso, el libreto de Lola, la comedianta.
Alberti recordaría que en aquel encuentro en la Alta Gracia argentina, Falla no quiso hablar de Lorca, al parecer, porque sabía cosas terribles. «Me enteré luego, por casualidad, de la versión que le habían dado a Falla sobre la muerte de Lorca, por quien él había intercedido dos veces ante el Gobierno militar de Granada. Alguien muy importante le había dicho a don Manuel en Argentina que Federico no había sido fusilado, sino muerto a patadas y culatazos en una habitación del mismo lugar en donde estaba detenido».