Melchor Rodríguez García

Sevilla
Domingo, Alfonso

El Delegado Melchor Rodríguez

El comienzo de esta historia podría parecer el argumento de una película -tal vez un día no muy lejano se haga-, con un nuevo enfoque en el género de la guerra civil española. El protagonista es un obrero que ha visitado la cárcel en numerosas ocasiones con dos regímenes políticos distintos, revestido ahora en su nuevo cargo de Delegado de Prisiones de la Segunda República. El coro griego de la tragedia lo representan una turba de civiles -sobre todo mujeres- y milicianos que exigen venganza por un bombardeo faccioso en Alcalá de Henares. Las víctimas, 1532 presos. La fecha, 6 de diciembre de 1936.

En ese momento se yergue la talla humana de ese exnovillero, oficial chapista, afiliado a la CNT y a la FAI, Melchor Rodríguez García. Durante horas, solo y armado con su palabra, pelea con la muchedumbre hasta lograr que ésta desista de su propósito. Gracias a su actuación consigue salvar a los 1532 presos allí encerrados entre los cuales se encuentran importantes personalidades del futuro régimen franquista como Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo y Peña Boeuf.

Esta gesta, que ha sido reflejada sólo parcialmente en algunos libros sobre nuestra contienda civil, contiene un alto valor simbólico y representa una confirmación de lo que ocurrió en uno de los bandos, el republicano, que tras los excesos de los primeros meses, controló los fusilamientos y las sacas de presos en la retaguardia, cosa que no ocurrió nunca en el bando franquista. No sólo el hecho de Alcalá, sino toda la vida de Melchor, parece sacada de la ficción. Era una sensación que me asaltaba mientras, a lo largo de cuatro años, investigué su figura para elaborar el libro “Anarquista con Ángel” donde se refleja y se enmarca toda su peripecia vital. Dentro de esa trayectoria, su momento de mayor gloria y más riesgo lo representa el desempeño del cargo de Delegado especial de prisiones, nombrado por el Ministro de Justicia y también anarquista, Juan García Oliver.

Resulta, cuando menos curioso, el desconocimiento que tiene el pueblo español de esta figura, si no capital, pero sí importante en la guerra civil española, sobre todo en Madrid. Melchor Rodríguez pertenecía a la corriente del anarquismo humanitario y tuvo en la guerra civil la prueba más dura a la que se puede enfrentar un libertario: defender la vida de sus enemigos acérrimos, de aquellos que seguramente no dudarían -y de hecho no dudaron- en liquidar sin remordimientos a sus oponentes obreros. La faceta humanista es consustancial al anarquismo, pero varios grupos ácratas de Madrid, entre ellos “Los Libertos”, el grupo al que perteneció Melchor desde sus inicios en la FAI, ponían especial énfasis en ello.

Es cierto que no sólo fue Melchor Rodríguez el que salvó la vida a miles de personas en el Madrid asediado por las tropas franquistas. Y que su labor de responsabilidad de las prisiones republicanas madrileñas entre noviembre de 1936 y marzo de 1937 fue propiciada por muchos dentro del anarquismo y fuera de él -Colegio de Abogados, Tribunal Supremo, Cuerpo Diplomático, funcionarios de prisiones-, pero sin su decidido carácter, sin su voluntad, su desprecio del peligro y sin unas firmes ideas en las que asentarse, Melchor no hubiera podido salvar a más de 11.200 personas -número de presos en las cárceles de Madrid-, además de haber refugiado en su casa a casi medio centenar y pasar a otras a Francia.

Para hacer muchas de estas cosas, y sobre todo para parar las sacas y los fusilamientos de Paracuellos, Melchor se apoyó en el grupo “Los Libertos” de la FAI. Uno de sus miembros, su gran amigo Celedonio Pérez, se desempeñó bajo el mandato de Melchor como Director de la Prisión de San Antón. Otros colaboraron con él en la incautación del palacio Marqués de Viana, en la calle Duque de Rivas, donde buscaron refugio gente de lo más variopinto de Madrid: curas, oficiales del ejército, falangistas, propietarios de almonedas y pequeños industriales, dueños de los talleres y garajes donde había trabajado Melchor, funcionarios del cuerpo de prisiones, sus familias e incluso la amante de un exministro radical con su familia.

Para comprender en toda su dimensión la actuación del Delegado Melchor Rodríguez, hay que repasar cuál era su biografía hasta ese momento. Melchor había nacido en Triana (Sevilla), en 1893, en una familia humilde. Su padre trabajaba de maquinista en el puerto y su madre en la fábrica de tabacos. Con dos hermanos más pequeños, a los 10 años, desde que murió su padre en un accidente laboral en el puerto de Sevilla, tuvo que emplearse en los talleres de calderería y ebanistería sevillanos y olvidarse de sus pretensiones de estudiar. De aprendiz pasó a chapista, ocupación que simultaneó con su deseo de triunfar en el mundo de los toros.

Siendo novillero toreó en varias plazas con algún éxito, como en Sanlúcar de Barrameda en 1913. Dejó la profesión tras una cogida en la plaza de Tetuán, Madrid, en agosto de 1918 y después de otros intentos en Salamanca, El Viso y Sevilla en 1920. Su retirada coincidió con su ingreso en la CNT, donde, además del médico Pedro Vallina, recibió las primeras lecciones sindicales de hombres tan carismáticos como Paulino Díez y Manuel Pérez, dos puntales libertarios siempre perseguidos. Paulino y Manuel fueron decisivos para que Melchor abandonara los toros. En 1920, a raíz de una huelga del sindicato de la madera y carroceros, del que era secretario, Melchor fue detenido varios días. Al salir, se trasladó a Madrid huyendo de la policía Sevilla, que le tenía fichado. En Madrid, y durante la dictadura de Primo de Rivera, militó en la CNT coincidiendo con algunos de los libertarios más activos de la regional del centro: Cipriano Mera, Mauro Bajatierra, Antonio Moreno, Celedonio Pérez, Feliciano Benito, los hermanos González Inestal, Teodoro Mora, David Antona…

En Madrid, donde se había casado con Francisca Muñoz, una antigua bailaora amiga de Pastora Imperio, Melchor trabajaba en los mejores garajes y era cotizado por su buen hacer profesional de oficial chapista. Y al igual que en Sevilla, participó desde el primer momento en la organización sindical cenetista.

Durante la dictadura de Primo de Rivera, mientras sus organizaciones estaban clausuradas, los libertarios se afiliaron a las Casas del Pueblo de la permitida UGT para poder seguir la lucha. Luego lo hicieron en el Ateneo de Divulgación Social, que llegó a presidir Melchor. Son años de militancia difícil, a menudo clandestina, donde esos hombres entrarán y saldrán a menudo de las cárceles -Melchor llegó a las treinta en ese período-. Años en los que se fajarán en los combates sindicales, en los conflictos y las huelgas, en las asambleas y comités, en sus lectu¬ras y discusiones.

Desde que había empezado a visitar con asiduidad la cárcel Modelo de Madrid, Melchor se daba cuenta del desamparo de los presos y de sus familias, sabe de sus problemas y soledades, de sus desesperos, sin poder trabajar y obligando a los familiares a buscar recursos para el penado. En el sindicato, Melchor habla, recolecta, dirige campañas. La organización no debe dejar desamparados a los suyos, jamás los luchadores deben dudar del apoyo de los demás, más afortunados con la libertad. La redención es la palabra clave. Tal y como recibió el testigo, en una cárcel, los presos políticos y sociales son su misión. A ella se dedica, nombrado por la CNT responsable nacional del comité propresos. Lo suyo es la palabra, el verbo crudo de explotado, el grito de los parias de la tierra, pero eso sí, florido.

Melchor estudia. Lee los libros de los grandes autores ácratas, volúmenes usados que van de mano en mano en aquellos medios, como las revistas y periódicos. La palabra se comunica, se discute, se intercambia. La palabra se escribe, y las palabras se piensan. Junto con los presos, “las ideas” serán parte fundamental en su vida, empeño en el que se formará leyendo por las noches, robando horas al sueño y los fines de semana. Informado de los movimientos y las corrientes, Melchor se alinea con los que creen fundamentalmente en la bondad del ser humano, las personas podrán elegir lo correcto una vez que tengan la educación suficiente. La cultura es necesaria para darse cuenta de los problemas del mundo y cómo solucionarlos.

En ese contexto, dentro de la FAI, encuentro entre anarquistas españoles y lusitanos, Melchor se dedica a “las ideas”. Estudia la revolución rusa, sobre todo al anarquista Makno, sobre cuya figura publica artículos. Los temidos bolcheviques, los comunistas, habían acabado con los anarquistas en Rusia -ya llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas- de la manera más cruel: sencillamente fusilándolos.

Entre los artículos y los comités de huelga, Melchor se muestra muy activo. Cuando no es detenido por delitos de imprenta, lo es por la ley de Orden Público o como miembro del comité pro-presos español “filial de París”. Si su fama de preso decano se conoce en todo el sindicalismo, comienza también a conocerse su faceta de articulista polémico, de versificador nato. Fama acrecentada por los poemas, por los discursos y los mítines. Articulista incansable, publica con frecuencia en CNT, La Tierra, Solidaridad Obrera, Campo Libre, Castilla Libre, Frente Libertario y Crisol. El resultado es casi siempre el mismo, hasta 1930: semanas o meses en la cárcel.

Como un dragón dormido en el letargo de la dictadura de Primo de Rivera, la CNT resurge con brío en los nuevos aires republicanos. Y sin embargo, muy pronto ésta enseñará a los anarquistas sus aristas más ásperas y sangrientas. Con la República y sus sucesivos gobiernos se agudiza el enfrentamiento entre los libertarios y republicanos. Son los momentos más radicales y combativos de Melchor. Escribiendo contra Maura “El de los 108 muertos”, presentando en Madrid a “La Libertaria”, superviviente de la tragedia de Casas Viejas, perorando contra el gobierno, desde el cura Niceto a Casares Quiroga, o inventando sloganes en el conflicto de Telefónica “¡Arza, Galarza!” contra el director de seguridad. Entre mítines, campañas y huelgas, se escalonan las cárceles: “el decano” le llaman en la modelo.

Y luego, además, polemiza con los compañeros. Por sus actuaciones para liberar presos, o en la FAI, donde Melchor milita en la corriente antiatracos y es partidario de la alianza revolucionaria con la UGT frente a los que respaldan las posturas contrarias: hay que lograr la revolución sólo mediante la gimnasia revolucionaria, y para eso se necesitan armas y dinero. En esas discusiones con otros militantes, Melchor tiene fama de hombre radical, que admite muy mal las críticas, tozudez ésta del que se cree en la razón, y eso provoca continuos roces. A su favor, su tremenda honradez y consecuencia.

En estas broncas internas y en plena huelga de la construcción sostenida por la CNT en Madrid, llega el 18 de Julio de 1936, el golpe militar que dará paso a una cruenta guerra civil. Como muchos en aquella hora, Melchor, vestido con mono de miliciano, se deja seducir por aquella sensación heroica de quien va a cambiar el mundo, toma la palabra en las asambleas, se moviliza en labores de propaganda y organización. Va de un lado a otro, incapaz de sustraerse a aquel frenesí. Lleva la pistola al cinto, una pistola que le han dado en el sindicato y que lleva siempre descargada.

Pero a diferencia de muchos en aquella hora, Melchor no odia. Es quizá de los pocos que, a pesar de haber sufrido cárcel y sinsabores, no odia. Siempre ha tenido alegría de vivir, y eso se nota, se contagia. Y tampoco siente miedo, antesala del odio. Nunca lo tuvo, ni ante el toro, así que no lo va a empezar a incubar ahora, cuando hay tanto por hacer y una nueva sociedad espera. Tampoco Melchor y su anarquismo humanista son algo raros. Pertenece a un mundo -que arranca al menos del siglo XIX- de hombres y mujeres que durante décadas han estado creando el germen de aquella sociedad que hace precipitar el fracaso del golpe de julio de 1936. El proceso revolucionario que comienza en ese verano de 1936 y que transforma la faz de ciudades, fábricas y campos, es algo más que destrucción y sangre. Muchos libertarios creen que van a construir el mundo nuevo que llevan en sus corazones y del que se desterrará el odio y la venganza. Ese mundo ideal, formado por obreros y burgueses, libertarios y republicanos, socialistas e incluso gente de derechas, moderada, progresista, ha sido también contra el que se han sublevado los golpistas.

Cuatro días después del levantamiento, Melchor, viendo el desborde, lo que está sucediendo, las furias sin control, se dedica a salvar a personas perseguidas: él, con Celedonio Pérez, con Salvador Canorea y algunos miembros más de Los Libertos

Los Libertos, el grupo de Melchor, siempre se ha dedicado a las ideas, receloso de la pérdida de principios con la masiva afiliación de los últimos años, efecto dela radicalización de los conflictos sociales. Melchor lleva tiempo advirtiendo de los peligros que acechan a la organización al admitir a gentes recién llegadas que buscan bajo el amparo de las siglas anarquistas satisfacer sus deseos o ansias de venganza. Entre ellos, delincuentes comunes que se integran en la revolución para poder realizar impunemente sus crímenes. Melchor ha combatido en los últimos tiempos, con el prestigio de su autoridad y su palabra, por la pureza de estas ideas, a riesgo ahora de naufragar en sangre.

Y como lo suyo es la acción directa, actúa. Poco después del inicio de la guerra, el 23 de julio, Melchor, junto con Celedonio Pérez, Luis Jiménez y otros miembros de Los Libertos, incautan el palacio del marqués de Viana, en la céntrica calle del Duque de Rivas. El marqués, Teobaldo Saavedra, se encuentra con Alfonso XIII en Roma, y la Duquesa de Peñaranda, su mujer, ha conseguido refugiarse en la embajada de Rumania.

Nada tienen que temer los empleados y servidores del marqués. No habrá refugio más seguro para ellos en todo Madrid. Tampoco se tocarán ninguna de las obras de arte, que no sufrirán ninguna merma, tal y como dará fe el propio marqués al final de la contienda. El palacio será refugio de muchísimas personas, entre ellos curas, militares, falangistas, funcionarios de prisiones, industria¬les, patrones.

La labor de Melchor se irradia desde allí. Extiende avales, salvoconductos y documentos que sirven a personas y personalidades de distinta condición social, muchas sospechosas de apoyar la rebelión de los militares golpistas, para que puedan salvar su vida y enseres. Muchas personas de derechas llaman al número de teléfono del palacio, insertado en los avales, para que acuda en su auxilio por registros o detenciones. En aquellos primeros meses, de julio a octubre, salva decenas de vidas. Conforme pasan los días se ha corrido la voz: en el palacio de Viana un responsable, de solvencia antifascista, con sentimientos humanos, se dedica a amparar a las personas perseguidas que recurren a él en demanda de protección y a liberar a detenidos en las checas. Rescata a centenares de personas de una muerte segura en el caos mortal de aquellos días.

Y no sólo eso. En el incendio -y posteriores ejecuciones- de la cárcel Modelo, el 22 de agosto del 36, acude y salva directamente a 15 personas refugiadas en el despacho del jefe de servicios, Juan Batista, que luego se desempeñará como su ayudante y brazo derecho durante su etapa al frente de las prisiones. Entre esas 15 personas se encuentran varios miembros de la familia de Batista, varios funcionarios y sus mujeres. A todos los refugia en el palacio del Marqués de Viana.

Pronto pudo dedicarse a aplicar sus ideas de anarquista humanitario. Ayudado por algunas personalidades y cargos republicanos, además del apoyo del cuerpo diplomático -que en su inmensa mayoría juega a favor de los rebeldes- es nombrado Inspector especial de prisiones en noviembre de 1936 por el Ministro anarquista Juan García Oliver. García Oliver, cuyo paso por el Ministerio de Justicia aún no se ha estudiado en profundidad, había ya nombrado a un delegado de prisiones, pero que como el ministro, marcha a Valencia con la evacuación del gobierno republicano. Desde ese puesto detuvo las sacas y los fusilamientos en la retaguardia madrileña, salvando a miles de personas entre sus adversarios ideológicos. Diferencias de opinión con el ministro le llevaron a dimitir durante quince días, espacio en el que continuaron algunos fusilamientos. Repuesto en el cargo de Delegado especial de prisiones, se mantiene en él hasta marzo de 1937, echando un pulso a los responsables de orden público de la Junta de Defensa de Madrid, donde Santiago Carrillo primero y José Cazorla después, con la inestimable ayuda de Serrano Poncela, obedecían los consejos de los asesores soviéticos de limpieza de la retaguardia. Esta actuación le valió a Melchor muchas críticas y acusaciones de ayudar a la quinta columna por parte de los comunistas.

Después de la guerra, Melchor se percataría de que su secretario, Juan Batista, y algunos otros de sus subordinados, habían pertenecido a esa quinta columna y se habían aprovechado de toda su labor.

Una labor que comienza el mismo día de su nombramiento. Melchor, desde las oficinas de la Dirección General de Prisiones, prohíbe que salga ningún preso de las cárceles desde las seis de la tarde a las ocho de la mañana, aunque reciba orden de libertad. Esas horas son las más peligrosas.

Acto seguido, acude con su secretario y la escolta a la cárcel modelo, donde detiene una saca masiva de cuatrocientos presos hacia Paracuellos, política impuesta desde Moscú por los asesores soviéticos de la Junta de Defensa y que imparten a rajatabla los comunistas de la Delegación de Orden Público: Carrillo, Cazorla y Serrano Poncela.

De la cárcel Modelo, la comitiva marcha a la cárcel de Porlier, donde paraliza otra saca, los presos ya en la sala de espera de la prisión, aligerados de todos sus objetos personales y amarradas las manos. Cuando llega a la cárcel de San Antón, algunos de los autobuses han partido, pero no otros. Decenas de presos se salvan, ante la mirada torva de los milicianos que no saben por qué se paraliza todo.

Melchor se multiplica. Dispone inmediatamente que los milicianos salgan del interior de las prisiones a prestar servicio exclusivamente en el exterior. Y que vuelvan a ellas los funcionarios de prisiones. Y es algo que hace sin titubear, a pesar de que odie la política represiva. Melchor siempre ha estado en el otro lado, en el de los reclusos. Tiene en eso larga experiencia, ha probado la dureza de las cárceles con todos los regímenes. Ha formado parte de los comités pro-presos de la CNT y conoce a los funcionarios de Prisiones, sabe cuales son las claves del cuerpo, ahora acomplejado, a la defensiva, mal mirado por los actuales responsables, muchos de sus miembros en el punto de mira por gente que ha sufrido sus rigores. Sabe, asimismo, lo difícil que puede resultar su labor si no cuenta con esos funcionarios, muchas veces en peligro -algunos paseados y otros escondidos-. Y, paradojas de la vida, lo primero que tiene que hacer ese anarquista que no cree en las cárceles es potenciar el papel de los guardianes, hacer que recobren la confianza, que crean en la justicia republicana, ponerlos de su lado. Sabe que su tarea va a ser ingrata y que en el camino va a perder la estimación de muchos de los suyos, que no pueden comprender cómo ahora defiende a sus enemigos.

Melchor Rodríguez fue una figura clave para devolver a la República el control del orden público y las prisiones. Aseguró el orden en las cárceles y devolvió la dignidad a la justicia. Bajo su mandato mejoraron las condiciones de los 11.200 reclusos de Madrid y su provincia, hasta el punto que los presos comenzaron a llamarle “El Ángel rojo”, calificativo que él rechazaba. Creó una oficina de información, el hospital penitenciario y mejoró la comida de los detenidos. Asimismo, acompañó a cientos de presos en los traslados a cárceles de Valencia y Alicante.

Su labor no pasaba inadvertida para todos aquellos que consideraban que no debía darse ninguna facilidad al enemigo, algunos entre los propios libertarios. Muy pronto tuvo que sortear un sinfín de peligros y penalidades y arriesgar varias veces su propia vida en el empeño. Hasta doce veces estuvo a punto de morir en la contienda, como él mismo contó de su propio puño en algunos de los documentos que se conservan en el archivo del Instituto Social de Ámsterdam. De ellas, hubo media docena de intentos de asesinato, y aunque Melchor siempre calló los nombres o los responsables de esos intentos de eliminación, no es difícil adivinar que la mayoría provenían de las filas comunistas.

Su enfrentamiento con el PCE continuó con José Cazorla al frente de la consejería de Orden Público de la Junta de Defensa. En abril de 1937 denunció la existencia de checas estalinistas bajo sus órdenes directas. Fue cuando tuvo que rescatar de las manos de los comunistas al sobrino de Sánchez Roca, secretario de García Oliver en el ministerio de Justicia. Aunque Melchor ya había sido cesado por García Oliver, la polémica entre la CNT y el PCE sirvió a Largo Caballero para liquidar la Junta de Defensa.

La labor de protección a los amenazados y perseguidos, prosiguió tras su cese de Delegado de Prisiones y su nombramiento como concejal de cementerios del ayuntamiento madrileño en representación de la FAI. Desde ese puesto auxilió a las familias de los fallecidos para que pudieran enterrar con dignidad a los muertos y poder visitar sus tumbas, amplió las zonas de sepulturas y resolvió el problema de los enterramientos de los refugiados muertos en las embajadas. Ayudó en lo que pudo a escritores y artistas y autorizó que su amigo Serafín Álvarez Quintero pudiera ser enterrado con una cruz en la primavera de 1938. Aunque supo de las intenciones del coronel Segismundo Casado -al que le unía una buena amistad- para dar su golpe y crear el Consejo Nacional de Defensa al que fue invitado, Melchor no jugó un papel activo en él, y aunque cayó en manos de los comunistas, como otros concejales, se salvó in extremis del fusilamiento.

Cuando llegó el último acto de la guerra civil, en marzo de 1939, Melchor fue encargado de coordinar la ayuda a los refugiados libertarios en Francia por el Comité Nacional del Movimiento Libertario. A su disposición estaba una suma de dinero y un pasaje en avión que le hubieran evitado muchos sinsabores. Sin embargo, decidió no salir de España y que en su lugar, lo hicieran Celedonio Pérez y su mujer.

Melchor Rodríguez fue de facto el último alcalde de Madrid durante la República y recibió el encargo, el 28 de febrero de 1939 por el Coronel Casado y Julián Besteiro, del Consejo Nacional de Defensa, de la entrega del consistorio a las tropas vencedoras. Presidió el traspaso de poderes durante dos días -aunque su nombre no quedara reflejado en ningún acta o documento-, haciendo alocuciones por radio e intentando que en todo momento las cosas trascurrieran pacíficamente.

Finalizada la guerra, la labor de Melchor no sólo no fue reconocida, sino que se le sometió a la misma represión que cayó sobre todos los derrotados. Al poco tiempo fue detenido y juzgado en dos ocasiones en consejo de guerra. Absuelto en el primero de ellos y recurri¬do éste por el fiscal, fue condenado, en un juicio amaña¬do, con testigos falsos, a 20 años y un día, de los que cumplió cinco. Cabe destacar en la celebración de este segundo consejo de guerra la gallardía del general Agustín Muñoz Grandes, al que Melchor, como otros militares presos, había salvado en la guerra. Muñoz Grandes dio la cara por él y presentó miles de firmas de personas que el anarquista había salvado. Pasó varios años de cárcel entre Porlier y Puerto de Santa María, donde cumplió la mayoría de su condena.

Cuando salió en libertad provisional, en 1944, Melchor Rodríguez tuvo la posibilidad de adherirse a la dictadura instaurada por los vencedores y ocupar un puesto -que le ofrecieron- en la organización sindical franquista o bien vivir en un trabajo cómodo ofrecido por alguna de las miles de personas a las que salvó, opciones que siempre rechazó. Antes al contrario, siguió siendo libertario y militando en CNT, actividad que le costó entrar en la cárcel en varias ocasiones más. En lo material vivía muy austeramente de varias carteras de seguros. Escribió letras de pasodobles y cuplés con el maestro Padilla y otros autores y de vez en cuando publicaba artículos y poemas en el “Ya” de su amigo Martín Artajo.

En el comienzo de la larga noche del franquismo y del anarcosindicalismo clandestino, fue un firme apoyo del comité nacional de Marco Nadal. Junto con él mantuvo contactos con la embajada inglesa para el reconocimiento de la Alianza de las Fuerzas Democráticas Españolas. En 1947 fue detenido y procesado al año siguiente, acusado de introducir propaganda en la prisión de Alcalá, por lo que le cayó un año y medio de condena, que cumplió en Carabanchel.

Siguió actuando a favor de los presos políticos, utilizando para ello los amigos personales que tenía en el aparato de la dictadura, a pesar de las críticas recibidas por ello de algunos de sus mismos compañeros o desde la izquierda. Entre esos amigos estuvo el democristiano y presidente de la editorial católica Javier Martín Artajo (autor del sobrenombre de “El ángel rojo”) y el falangista y Ministro de Trabajo José Antonio Girón, los únicos que abogaron, sin éxito, por los presos ante Franco.

Cuando se produjo el desencanto en el antifranquismo (años cincuenta y sesenta) mantuvo la antorcha confederal en la CNT del interior y se opuso a las actividades del cincopuntismo (pacto con los sindicatos verticales de un grupo de anarquistas) en 1965. A lo largo de su vida activa estuvo en muchos comités y comicios regionales y nacionales, y se puede decir que tuvo grandes amigos y grandes adversarios en la CNT.

Su muerte, el 14 de febrero de 1972, fue una muestra de su vida. En el cementerio, ante su féretro se dieron cita cientos de personas entre las que se encontraban personalidades de la dictadura y compañeros anarquistas. Fue el único caso en España en el que una persona fue enterrada con una bandera anarquista rojinegra durante el régimen del general Franco. Unos rezaron un padrenuestro y al final, Javier Martín Artajo leyó unos párrafos de un poema de Melchor:

ANARQUÍA significa: Belleza, amor, poesía, Igualdad, fraternidad Sentimiento, libertad Cultura, arte, armonía 1M razón, suprema guía, 1M áenáa, excelsa verdad Vida, nobleza, bondad Satisfacción, alegría Todo esto es anarquía Y anarquía, humanidad

Personaje polifacético, ejemplo de español de otros tiempos, la figura de Melchor Rodríguez se agiganta con el tiempo. Para rescatar esta figura del olvido -un hombre contumaz, optimista, expansivo, un andaluz con ángel, según escritores como Eduardo de Guzmán y Jacinto Toryho-, se han unido personas y colectivos -en especial el grupo de trabajo de la CGT de Andalucía “recuperando la memoria de la historia social de Andalucía”, impulsor de muchas iniciativas-, en una campaña donde lo que menos importa son las banderas, y sí el reconocimiento a su labor y un homenaje, merecido, a aquel paradigma de aquellos los que demostraron una gran humanidad en la guerra civil.

Además de un manifiesto, firmado por varios centenares de personas, se han realizado actos de homenaje y conferencias en Sevilla y Madrid y se han pedido sendas calles en Madrid, Sevilla y Alcalá. De momento, sólo el ayuntamiento de Sevilla ha rotulado a una calle con el nombre de Melchor. También la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, además de la edición de esta publicación -que recoge en edición facsímil, un homenaje que los funcionarios de prisiones hicieran a su delegado en 1937-, piensa bautizar con el nombre de “Melchor Rodríguez” el centro de reinserción construido en Alcalá de Henares. Todas estas iniciativas, como la próxima edición de un libro, buscan devolver a la ciudadanía a una persona cuya labor al frente de las prisiones republicanas fue un ejemplo de dignidad del ser humano, un ejemplo que merece ser tenido en cuenta en este tiempo de intolerancias y sectarismos. Como Melchor Rodríguez afirmó repetidas veces, “se puede morir por las ideas, nunca matar por ellas”.

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