Miguel Toscano Hierro

Sevilla

Huelva 1907- Sevilla 1938

Su porte hace que me fije en él. Distinguido, fino, de cuidados modales… Me da la sensación de un San Luís Gonzaga. ¡Este no será un asesino!
Le veo tranquilo, estoico, sereno. Y esto me produce una primera impresión de simpatía hacia él, que luego se ha de confirmar…
– ¿Quiere usted decirme, amigo…?
– Toscano, para servir a usted.

El narrador de esta escena, que transcurre en la Prisión Provincial de Sevilla en agosto de1937, es Francisco Gonzálbez Ruiz, que había sido Gobernador Civil de Murcia con el gobierno de Portela Valladares y que, tras pasarse a zona sublevada, estuvo dos meses preso a disposición del Delegado de Orden Público, hasta obtener la libertad y huir a Francia.

¿Quién era ese preso sereno que esperaba el cumplimiento de una condena a muerte?

Miguel Toscano Hierro, nació en Huelva el diez de octubre de 1907, trasladándose de niño a Sevilla posteriormente con toda su familia. Era soltero, vivía en la calle Oriente, 91 y había estudiado para Piloto Mercante, aunque trabajaba en Comercial Pirelli como empleado llevando la contabilidad. Tenía novia, aunque no hemos podido identificar su nombre. De formación autodidacta, culto y jugador de ajedrez, también era republicano por convicción y afiliado a la UGT. Tenía varios hermanos, de los cuales Manuel, médico y comunista, y Mercedes, ya habían estado detenidos con anterioridad unos meses, aunque finalmente fueron puestos en libertad.

Sus inquietudes políticas sobre lo que estaba ocurriendo en la Sevilla de Queipo le llevarían, junto a su compañero de trabajo José Hernández Marín, que estuvo afiliado a Unión Republicana, a idear un audaz plan que pretendía invertir el curso de la guerra. La audacia del proyecto consistía en intentar hacerse con el control del Cuartel de San Hermenegildo, sede del Regimiento de Infantería Granada, nº 6, y una vez conseguido llevar a cabo una operación similar en la sede de la División, en la plaza de Gavidia, apresando a Queipo y sus colaboradores.

Para realizarlo habían pensado hacerse con uniformes de oficiales militares, reduciendo y recluyendo al Cuerpo de Guardia del Cuartel en la Sala de Banderas. A continuación reclamarían la presencia en dicha guardia de los oficiales y suboficiales que estuvieran en el Cuartel, para proceder a su apresamiento conforme se fueran presentando. Consumado este golpe de mano, el siguiente paso sería cruzar la calle y dirigirse a la División, para actuar de la misma forma hasta detener a Queipo y obligarle a convocar a los jefes de las distintas unidades, así como la puesta en libertad de los militares que se encontraban detenidos por los sublevados. Al objeto de conocer con qué número de militares afines podrían contar, iniciaron gestiones para averiguar cuantos militares estaban detenidos en el Pabellón de la Marina (donde radicaba la Comandancia de Marina, prisión militar provisional que se utilizó para la reclusión de jefes y oficiales, al igual que se haría con el chalet del “Ave María”, al final de la calle Oriente). Contactaron con José Paz Márquez, ferroviario jubilado y que había sido cobrador de Izquierda Republicana, que ya estuvo detenido tras el golpe militar y quién a su vez conocía a Benigno García Paz, marinero y también afiliado a Izquierda Republicana, que se encontraba como ordenanza militarizado en dicha Comandancia. Fue Benigno quién consiguió por medio de un oficial preso (el Capitán de Carabineros Carlos Bayo Lozano), una relación detallada de todos los detenidos y sus graduaciones. Como diría Hernández, sería “un plan a base de teléfono y radio” y sin derramamiento de sangre.

Definido el plan y sus objetivos, se dedicaron a intentar captar la adhesión de otras personas. Lo hablaron con Manuel Elena Valverde, viajante de Pirelli y también afiliado a la UGT. Consiguieron que Ángel Copado Matarán, trabajador de la Fábrica de Artillería y un amigo de éste, Gabriel Pérez García, agente de comercio, se sumaran a sus conversaciones en los bares “La Marina” y “Gran Vía”. Mientras Copado parece ser que contaron con él, Gabriel Pérez calificó el proyecto de “fantástico e irrealizable”. Precisamente el que pareciera una “cosa de locos”, era lo que le confería posibilidades de realización, porque era difícil pensar que los militares sublevados imaginaran algo tan audaz en el corazón de Sevilla en 1937. Igualmente, José Hernández conoció en la pensión donde se alojaba a Gonzalo Alcauza Vega, chofer malagueño afiliado a la UGT, que había venido a Sevilla a traer a la presidenta de la Cruz Roja que se dirigía a Salamanca y a la que esperaba para retornar a Málaga. Alcauza se entusiasmó con el proyecto y estuvo de acuerdo en apoyarlo. Hernández se encontró en la calle a Manuel León Álvarez Fernández, a quién le hizo partícipe también del plan. Álvarez, antiguo y destacado militante de Unión Republicana, se encontraba en penosa situación económica desde que lo despidieran en agosto de 1936 del Laboratorio Municipal y, además, había tenido que abandonar su casa por no poder pagar el alquiler, siendo recogido por el impresor Rafael Herrera Mata, otro compañero de Unión Republicana, que también sería implicado en la conspiración. Poco a poco, los pasos del proyecto iban avanzando. Y todo esto en Sevilla en 1937, donde se estaban produciendo continuos fusilamientos y detenciones y donde imperaba el régimen policiaco de una feroz dictadura militar.

Pero, de alguna forma, la policía tuvo conocimiento de la operación. Caben varias interpretaciones de cómo llegó a sus oídos, pero todo apunta que posiblemente lo fuera por alguna confidencia recibida de camareros o clientes de “La Marina” o el “Gran Vía”, bares donde Miguel y sus compañeros solían reunirse. Una vez advertidos los mandos militares, se puso en marcha una operación policial para desarticular la tentativa y detener a sus autores. Para ello, la policía decidió montar un encuentro con un supuesto “Don Samuel”, que proveniente de Tánger, venía a Sevilla a establecer contactos con resistentes para propiciar un “levantamiento”. Era un procedimiento ya utilizado con éxito en varias ocasiones y que se utilizaría muchas más, casi siempre con su agente estrella, Manuel Fernández Jiménez, el conocido como “agente políglota”, por su facilidad en la imitación de los idiomas y su capacidad para el disfraz y la transformación en diferentes personajes. Manuel Fernández había sido guardia municipal con anterioridad a su colaboración policial como agente especial. Así, por ejemplo, lo veremos en abril de 1937 como “inglés” llamando a la casa de Antonio Castro Lobato en la calle Enladrillada, y contactando con él de parte de “un amigo común”, para conseguir sacar de Sevilla a izquierdistas escondidos. De esa forma conseguirían capturar a Antonio Marchena Calvillo, que gracias a sus relaciones en la Capitanía General, conseguía salvoconductos para Gibraltar. Tanto Marchena como Castro, así como Jesús Jiménez Amo, fueron fusilados sin juicio alguno el 16 de septiembre de 1937. Lo veremos también como capitán de un barco inglés en el contacto con Pedro Colomer, industrial ceramista de Triana, que llevaría a la captura, tras un falso canje, de Gabriel González Taltabull, Manuel León Trejo y Marcelino Rueda, que serían fusilados los tres y treinta dos más condenados a largas penas de prisión. También se convertiría en un legionario italiano, con un ojo tapado y cojo, que conseguiría con un falso contacto de zona republicana, llegar al chofer de Cuesta, Manuel Bonilla García, que vivía en la calle San Luís y quién, incautamente, le facilitó numerosos nombres de antiguos compañeros izquierdistas que se encontraban escondidos e incluso los lugares donde algunos pudieran estar, permitiendo llevar a cabo una nueva redada de topos sevillanos.

A través de una llamada telefónica desde Algeciras, una persona no identificada contacta con José Hernández Marín en Pirelli, para decirle que le traía un asunto importante de otro hombre de Tánger. Después de hablar con Miguel Toscano, Hernández lo citó en el bar “Giralda” a las diez de la noche y allí lo estuvo comentando con Toscano y Gonzalo Alcauza. Al poco de estar en el bar, una persona se acercó a Hernández y le dijo que la cita sería en el bar “Ginebra”. Quedó con Miguel Toscano para comentar el resultado de la entrevista a la mañana siguiente y se dirigió al “Ginebra”. Allí, efectivamente, estaba el supuesto “Don Samuel”, “un judío ducho en conspiraciones”, como lo definiría Hernández, y que empezó a hablarle de planes que estaban en marcha para un supuesto levantamiento con “millares de hombres, explosivos, poderosos agentes en Salamanca, etc..”. Entonces Hernández le describió el proyecto que ellos tenían para hacerse con el control de la División. “Don Samuel” le dijo que quedarían a la mañana siguiente en el Prado de San Sebastián, junto a la estatua de El Cid, así como que viniera con “varios hombres de confianza”.

Cuando por la mañana temprano Hernández acudió a Miguel Toscano para comunicarle su entrevista con “Don Samuel”, ambos eran ya conscientes de que se trataba de una trampa policial. Hernández decidió huir, sin saber exactamente donde, mientras Miguel, sabiéndose ya descubierto y denotando una vez más su carácter sosegado y tranquilo, se quedó en el trabajo. Allí fue detenido el 11 de junio de 1937 por fuerzas de Orden Público al mando del sargento Joaquín Puga. Hernández lo sería al día siguiente en las inmediaciones del puente del Guadaira por “guardias civiles disfrazados de campesinos”. Junto a Miguel fueron detenidos en sus domicilios y trabajos, todos los que formaron parte de los contactos para la operación. Gonzalo Alcauza, que había vuelto a Málaga, fue detenido seis días después y llevado a Sevilla. Otros más, como el médico comunista sevillano Juan Martín Niclós y los oficiales de telégrafos Eliso López Herrero y Francisco Salazar Hidalgo, ambos expulsados de su trabajo desde agosto de 1936, también fueron detenidos. Aunque no estaban implicados en el proyecto, la policía estableció relaciones y vínculos entre los telegrafistas y los demás, sospechando que pudieran formar parte de la red, dada su profesión. De Martín Niclós se sospechaba que había informado a Miguel Toscano de que la madre de Manuel Murube Maestro-Amado, que había sido asesinado por los golpistas el 26 de enero de 1937, estaba dispuesta a arruinarse y dar su dinero con tal de que cambiara el régimen.

El 19 de agosto de 1937, en la Audiencia Territorial de Sevilla y presidido por el Coronel José Alonso de la Espina, se celebró el Consejo de Guerra. El fiscal, Francisco Fernández Fernández, abogado habilitado como teniente auditor, pidió la pena de muerte para todos. Y todos fueron condenados a la última pena.

El 25 de enero de 1938, cinco meses después de una terrible espera, llegó el “Enterado” del Cuartel General de Franco. Gonzalo Alcauza y Gabriel Pérez fueron conmutados por 30 años de reclusión. El resto fue puesto en capilla. Esa noche, Juan Martín Niclós, que no había sido procesado, pero aún se encontraba en prisión, acompañó a Miguel Toscano en su espera. Como diría después a sus familiares, le admiró la serenidad con que Miguel esperó la hora de su muerte. A las tres de la madrugada, llegaron unos militares a notificarle la sentencia, negándose a firmar la comunicación. Una hora más tarde, era entregado a la fuerza encargada de trasladarlo al lugar de la ejecución. Allí, en la tapia derecha del cementerio de San Fernando, a las 4.30 de la madrugada del 29 de enero de 1938 fue fusilado junto a sus siete compañeros, mientras algunos peatones transitaban por la carretera. Unas horas después, amaneciendo, los trabajadores del cementerio recogían los cadáveres, removían la tierra y los introducían en un carro hacia el fondo, en una monótona rutina que ya se había repetido con más de tres mil hombres y mujeres asesinados desde que empezó la sublevación. Ya casi al final, a la izquierda, una zanja profunda esperaba el enterramiento. Unos días después, la familia de Hernández Marín, a través de otras personas bien relacionadas, consiguió que le dieran permiso para sacar el cadáver y llevarlo a un nicho. Cuando empezaron a cavar los trabajadores del cementerio, desistieron después de que uno, dos, cinco, ocho cadáveres no eran reconocidos por la familia. No sabían que dos días después del fusilamiento, el 31 de enero, 11 personas más ejecutadas habían sido arrojadas con paletadas de cal a la fosa.

Miguel dejó escrita una carta para su madre y hermanos. Una carta donde siguió dejando constancia de su estoicismo y serenidad ante la muerte:

…habiendo ya pasado lo mejor que la vida tiene, puesto que en breve comenzará ya el declinar de la misma, ¿qué gran tristeza ha de embargar el abandonarla?.
Con estas firmes convicciones y sin el orgullo ni la pretensión de querer seguir siendo en la vida más de lo que en ésta fui, me despido de ustedes con un fuerte abrazo.
No me llevo más sentimiento que la duda de si ustedes podrán disponer sus ánimos para sufrir el desenlace y sobrellevarlo con resignación.
Miguel.

Lo intentaron, pero el dolor de su muerte siguió acompañando a su familia durante muchos, muchos años. Su hermano Manuel, recogió en su vida la bandera que de forma tan hermosa enarboló Miguel hasta morir y también sufrió las consecuencias de su lucha. Setenta años después, deberíamos ser capaces de poderle decir a Miguel que ganó, que al final el triunfo, aunque regado de generosa sangre, fue suyo. Hoy es el tiempo de su recuerdo. Es el tiempo de darle voz y rostro a los miles de cadáveres que llenan la fosa común del cementerio de Sevilla y, entre tantos, a Miguel Toscano Hierro.