Buitrago. Un campo de trabajo del franquismo: noticia de su vida cotidiana.

Un campo de trabajo del franquismo: noticia de su vida cotidiana

Manuel Rico 18 de Junio de 2015 (20:44 h.)
 

Al lado de Buitrago, un municipio en el vértice norte de Madrid con una brillante historia con raíces en el Medievo, se levanta el muro de contención de uno de los embalses más importantes de España: el embalse de Riosequillo. Al lado, el Canal de Isabel II abrió a principios de los noventa un complejo de piscinas al que acuden miles de ciudadanos en los veranos caniculares de la región. Allí se divierten los jóvenes, conviven las familias alrededor de las viandas y los juegos, los chavales chapotean en las aguas, corren sobre la hierba y los menos jóvenes (en edad de jubilación o post jubilación) se sientan a contemplar la cordillera carpetana que parece vigilar el valle y que tiene en las cumbres de Somosierra y de la sierra del Rincón sus alturas más notables.

Pues bien, al lado de ese espacio gobernado a partir de julio por la diversión, hubo, entre 1945 y 1958, un lugar de penalidades y trabajos forzados: un destacamento penal o campo de trabajo habitado (es un decir) por presos políticos republicanos dedicados a levantar el muro de contención, a construir la presa y a redimir condena. Pocos, en el pueblo, recuerdan esa historia. Quienes la recuerdan por haberla vivido son ya muy viejos, casi nonagenarios, y prefieren olvidar (muchos años de silencio han ocultado, que no cicatrizado, la herida); los hay que la conocen por referencias familiares más o menos próximas, pero miran hacia otro lado de la historia; y la inmensa mayoría de los vecinos y comerciantes nada sabe, nada conoció y si alguien oyó hablar de ello en algún momento de la vida, prefirió hacerse el sordo.

Dos son las excepciones que conozco. La primera, el protagonista de un reportaje aparecido en el periódico Senda Norte de noviembre de 2007. una de las referencias informativas de esa comarca. La segunda, un viejo habitante del pueblo de Villavieja del Lozoya, de nombre Julián Pérez, a quien se conoce en el pueblo como “El inglés”. El protagonista del reportaje, llamado Bonifacio, hace un par de alusiones al campo de trabajo. Una de ellas, más que ilustrativa: “En la segunda mitad de la década de los cuarenta comenzó la construcción de la presa del embalse de Riosequillo. En la obra, al igual que se había hecho en la perforación de los túneles del ferrocarril, se destinó un destacamento de penados que vivían en barracones al pie de la presa”, contaba.

Con Julián Pérez, al amparo de la chimenea de su casa en un extremo del pueblo, hablé largo y tendido de su vida en el campo de trabajo. Era un día laborable de octubre de 2014 en el que el valle y sus alrededores vivían el esplendor otoñal. En el que la soledad de los pueblos se hacía más presente que en cualquier otra época del año. “El inglés”, apodo que le viene de sus ojos intensamente azules y, seguro, de un cabello que fue rubio antes de la vejez, nació en 1936, carecía de memoria de la Guerra Civil y entró a trabajar en el destacamento penal en 1950 con catorce años de edad. Un aprendiz en un lugar inhóspito, pensado para la redención de penas de presos políticos republicanos mediante el trabajo esclavo, un invento que venía de la Alemania del nazismo, atemperado por el redentorismo de la iglesia católica de entonces. Él no era preso, formaba parte de los trabajadores que complementaban la labor de los presos, trabajadores que se desplazaban a diario y a pie desde pueblos como Gandullas, Villavieja, Gascones, pequeñas localidades de la zona, hoy casi deshabitadas. (En la imagen, presa construida por presos políticos).

En mi conversación pude hacerme una idea de lo que fue la cotidianidad en los barracones. Y supe que él no era el único adolescente que allí trabajaba (su padre estaba en la fragua): “Había más chicos de mi edad”, me dijo. “Incluso el hijo del encargado, llamado Domingo Arranz Mansilla, trabajaba con los presos”. Supe, a lo largo de la conversación, que el destacamento tuvo alrededor de un centenar de prisioneros, algunos con largas condenas de cárcel o con penas de muerte conmutadas. Que antes de que Franco ordenara la construcción del barracón que los “acogería”, vivieron hacinados en un garaje de Buitrago (cien presos en un garaje en los años cuarenta: no es difícil hacerse a la idea) y que, desde el garaje, situado en el casco urbano, eran conducidos cada mañana, en fila y vigilados por numerosos agentes de la Policía Armada (la policía nacional de Franco), a la presa, ubicada a varios kilómetros del pueblo Después, hacia 1948, los policías armados fueron sustituidos por guardias civiles.

Mientras Julián me contaba todo aquello, yo imaginaba los inviernos de la sierra norte y casi podía ver, en blanco y negro, la fila de presos cruzando el pueblo, caminando carretera adelante hacia las obras del embalse y pensaba que probablemente nadie saliera de las casas a contemplar la escena, que quizá los miraran tras los visillos, que haber vivido, aunque fuera como testigos, aquella experiencia, lejos de ser   un acicate para la memoria había sido una vacuna contra ella, un “mandato” de olvido de la propia dictadura, una muestra de sus formas de escarmiento de cualquier veleidad democrática.

En 1947, o quizá en 1948, según Julián, los presos fueron trasladados del garaje al barracón al pie de la presa. Ya no había caminatas hasta el embalse: la mano de obra esclava tenía corto y directo acceso a andamios, zanjas y cantera. Poco a poco, llegaron, de la lejana Andalucía (“la mayoría de los presos eran andaluces”, me dijo Julián Pérez) algunos familiares de los condenados que se construían miserables chabolas en las cercanías del destacamento: gentes desarraigadas de su medio familiar, sumidas en la incertidumbre, viviendo una forma prolongada de la condena del cabeza de familia. En ese microcosmos de la abyección, la vida cotidiana se desarrollaba de una manera precaria, casi en el límite de la supervivencia. Supe, en esa conversación con “El inglés”, que en el campo no sólo se trabajaba para la construcción del embalse: “Allí se hacían las celsas para las bóvedas del Valle de los Caídos”, me dijo Julián. Supe también que con él trabajaba el hijo del encargado y que había un carpintero llamado Ángel, procedente del pueblo de Navaluenga. La vida cotidiana del campo, como en tantos otros campos de concentración que hemos visto en el cine, contaba con un preso que era médico y que fue “designado” médico del destacamento para atender tanto a los presos como a los trabajadores “civiles”. Pregunté a Julián por las razones de su condena y me contó que había sido acusado de atender y curar a varios integrantes del maquis en la provincia de Almería.   

Los presos vivían (es un decir) en barracones, carecían de servicio y de duchas, la cocina era atendida por algunos de ellos y la comida era escasa por no decir miserable. Si uno visita hoy la zona donde se encontraban sus instalaciones (al pie del muro de contención de la presa) no verá un sólo vestigio que indique que allí se levantaron. Al contrario de lo que ocurrió con los de otros campos de Europa, han desaparecido: el franquismo tuvo muchos años a su disposición para borrar las huellas de su vesania mientras en los campos de Centroeuropa la derrota del nazismo y la entrada en ellos de los aliados lo impidió. No hay placa que recuerde a los artífices de la presa, casi todas las historias del embalse omiten a quienes la levantaron, las memorias del Canal de Isabel II lo silencian y sólo referencias puntuales en libros como Esclavos por la patria, de Isaías Lafuente dan testimonio de ello..  

Julián era casi un niño, era trabajador civil y no preso, y su versión está muy lejos de ser rotundamente antifranquista. Es la de quien recuerda y, ya se sabe, la memoria de la infancia a veces dulcifica el pasado. Pero su relato suple, en gran medida, la falta de material gráfico sobre la vida cotidiana en los destacamentos penales, en concreto en el de Riosequillo: no hay fotografías, no hay fragmentos de película, el No-Do de aquellos años no recogió una sólo imagen de su vida cotidiana. Julián Pérez es una fuente oral enormemente valiosa que me ha servido para trabajar en mi última novela, aún inédita, Por él he sabido cómo el aparato de la dictadura discriminaba favorablemente a determinados presos: “Había dos condenados por estraperlo que vivían aparte de los presos republicanos, tenían casa alquilada y contaban con mujer y criada”, me dijo “El inglés”. También llegó a conocer algunos episodios de fuga consumada: “un catalán que trabajaba en la cantera, que se escapó por la noche y al que no encontraron nunca” o “un preso que no trabajaba” –Julián lo calificó como “un señor”, seguramente estraperlista- que se perdió por la carretera Nacional I y años después escribió al director del destacamento “invitándole a pasar las Navidades en Francia”. La obligatoriedad de asistir a la misa que celebraba Domingo Martín Ramos, un “cura de Burgos” según Julián, o la obligada “celebración” del día de la patrona de los presos son anécdotas, entre las muchas que me contó, que nos hablan de otro mundo, de un mundo enterrado que debe de emerger para bien del equilibrio emocional colectivo..Y para reconciliarnos con los principios de justicia universal, acabando con el empeño de olvido de la única derecha de la Unión Europea que no ha condenado el régimen dictatorial bajo el que estuvo su país.

La prodigiosa memoria de mi interlocutor no dejó casi nada en el olvido: nombres (Juan Arranz, el encargado, Mariano Ballestas, el aparejador…), escenas de lo más variopinto dentro y fuera del campo, los sueldos de los trabajadores “civiles” (4,75 pesetas al día los aprendices,  5,75 los “pinches”), la misérrima asignación a los presos para evitar la inanición de sus familias (1 peseta diaria). Un microcosmos en blanco y negro al que algún día espero que se acerque nuestro cine, o nuestro teatro, o nuestra narrativa. Es la gran deuda que tenemos los creadores con un mundo criminalmente enterrado debido, entre otras razones, a que en él no hubo apenas presos escritores, o fotógrafos que, aunque fuera de modo clandestino, recogieran aquella terrible realidad. Termino con una pregunta: ¿y si algún día, de manera imprevista, alguien encontrara, en una vieja tienda de revelado, una película con fotografías hechas en alguno de los más de cien campos de trabajo que salpicaron nuestra geografía o, sin ir más lejos, en el destacamento penal de Riosequillo? Una inquietante hipótesis. O una parte esencial del engranaje de una posible y verosímil novela. ¿O no? 

 

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