Cautivos y desarmados: los batallones de trabajadores de la dictadura franquista

Durante la Guerra Civil y al finalizar esta, decenas de miles de prisioneros fueron enrolados a la fuerza en batallones de trabajadores en los que vivieron en condiciones lamentables

Un reportaje de Alazne Díez Muñiz | Fotografía Fundación Ramón Rubial-Colección Luis Ortiz Alfau | 3-7-2016

La utilización de mano de obra para la construcción y reconstrucción de infraestructuras estatales dentro del sistema impuesto por el franquismo a los rojos, a los antiespañoles republicanos capturados durante la Guerra Civil, ocupó un puesto de honor y los campos de concentración, para aquéllos considerados potencialmente peligrosos por su ideología, como lugares de la memoria y generadores de violencia, gozaron de hegemonía tanto durante la guerra como después de que esta hubo finalizado.

Franco contó con un extenso número de campos de concentración, hasta 188 durante la guerra, y con la mano de obra de casi medio millón de prisioneros, más de 300.000 durante la contienda y cerca de 200.000 tras la derrota de la guerra, viviendo en lamentables condiciones, entre muestras de improvisación y descoordinación. Los campos de concentración franquistas fueron empleados para cobijar, inicialmente, a los prisioneros que iban siendo arrestados y, tras la clasificación, los prisioneros eran dirigidos a otros destinos. Iniciaron su apertura en noviembre de 1936 y empezaron a ser clausurados en 1939; el de Miranda de Ebro sobrevivió hasta 1947.

Dentro de este entorno, las comisiones clasificadoras serían las encargadas de seleccionar a los prisioneros de guerra. Los considerados afectos eran destinados a las trincheras del ejército de los sublevados; los desafectos eran sometidos a juicios militares sumarísimos y condenados a la cárcel o a la pena de muerte y los dudosos, aquéllos a los que por falta de datos no pudo instruírseles causas, fueron destinados a trabajos forzosos, donde, además de la rentabilidad económica, se buscaba la expiación de sus culpas, siempre bajo la mirada atenta del poder disciplinario.

Sin llegar a la dureza que se aplicaba en los campos nazis, donde a los judíos, además de negárseles su condición de ciudadanos, se les destruía físicamente hasta convertirlos en ceniza para no dejar huella o donde a los prisioneros se les forzaba a correr desnudos bajo la presión de los golpes y de los perros, en los campos franquistas, diseñados para aquéllos que se habían atrevido a no acatar el orden establecido, también se practicó la exclusión, la tortura y el asesinato.

Centena de campos estables

Los Batallones de Trabajadores explican la puesta en marcha de una red concentracionaria de más de una centena de campos estables. A partir de mayo de 1937, un Decreto otorgaba el derecho al trabajo, en calidad de peones, a los prisioneros de guerra. Esta concesión conllevaba la explotación de mano de obra, con largas jornadas de trabajo y condiciones que rayaban la esclavitud y los prisioneros de guerra serían considerados personal militarizado. Al acabar el año, había 65 Batallones de Trabajadores forzosos en la retaguardia de Franco, esclavizando a 34.000 personas. El número se fue incrementando, contabilizándose en abril de 1938, la cifra de 40.690 trabajadores. En el año 1939, el número total de prisioneros bajo el mando de la ICCP ascendía a 277.103 en campos de concentración y a 90.000 en Batallones de Trabajadores.

En estos batallones, disfrazados con un toque de buena voluntad y un falso manto de derecho al trabajo, que traen a la mente el letrero que se mostraba en la entrada de uno de los campos de Auschwitz, cuya escritura en alemán (Die Arbeit macht frei), traducida a castellano, significa “el trabajo os hará libres”, se vivieron las consecuencias de unas estrategias de carácter totalitario. El hacinamiento, y consiguientemente, la falta de higiene; el hambre, hasta el punto de llegar a competir con los perros por hacerse con un hueso; la sed; el calor y el frío sin recursos necesarios para afrontarlos; la escasez de ropa o de calzado, que obligó a no pocos prisioneros a caminar por la nieve descalzos y cubiertos los pies con sacos; los piojos y demás parásitos; las múltiples enfermedades sin medios para poder combatirlas; la tortura; la destrucción de identidad; la presión sobre las voluntades; la humillación; la disciplina con normas de dominación; la prohibición; el miedo; la reeducación ideológica para ser devueltos a la sociedad a aquellos engañados y depravados…, dentro de una vigilancia continua, fueron los compañeros inseparables en el día a día de cualquier batallón.

Mientras duró la guerra, estos prisioneros se ocuparon de la recogida de material bélico, de la recuperación de explosivos, de la carga y descarga de trenes o barcos con avituallamiento de intendencia, de la excavación de trincheras, de la construcción de fortificaciones, de labores de desescombro, de la reconstrucción de diferentes vías férreas, carreteras o determinados núcleos de población, así como de las producciones de interés nacional, como las fábricas de armas o las explotaciones de minas.

En la primera etapa, el trabajo que realizaron fue impuesto y sin que existiera ninguna posibilidad de mostrar oposición y tampoco sirvió para redimir penas, puesto que, todavía, no estaban ni juzgados ni condenados. Desde 1939, que dio inicio el Sistema de Redención de Penas, mediante el cual se descontaban días de condena por días de trabajo, la cantidad de prisioneros y el número de destacamentos acogidos a este régimen aumentó incesantemente, siendo 1943 cuando alcanzó su esplendor la explotación de mano de obra de prisioneros políticos en el exterior de las prisiones. De ella se beneficiaron las diputaciones, los ayuntamientos, la Iglesia católica, las empresas e incluso los particulares.

La regularización en la articulación de los batallones requirió la redacción de un reglamento, en el que constaban las diferentes finalidades por las que nacieron los batallones: la de compensación por el mantenimiento de los prisioneros; la de reparación del deterioro y de las destrucciones ocasionadas “por las hordas marxistas”, o sea, en ambos casos el cosechar un beneficio económico para los sublevados, haciendo recaer la culpa de lo acaecido sobre los prisioneros; y la de corrección del individuo, esto es, la regeneración moral, nacional y social, mediante hábitos de disciplina adquiridos, de forma especial a través del trabajo, con el fin de garantizar su integración en la nueva España.

Los trabajos forzados afectaron a una gran diversidad de personas: a aquéllas que habían llevado a cabo una actividad política; a aquéllas que tenían tradición política, pero sin responsabilidades; a aquéllas que estaban afiliadas, sin más, a partidos políticos o a sindicatos o a las que mostraban simpatía hacia ellos; también a aquellos jóvenes que no lograron los avales requeridos.

Batallones Disciplinarios

Durante 1939, se efectuó una importante variación en la administración de campos y batallones. Desde mediados de 1940, los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores serían el soporte de la Jefatura y de la explotación de mano de obra extrapenal, lo que posibilitaría prolongar el sistema de concentración después del período de la contienda, siendo la pieza esencial en la reorganización de los batallones la normativa respecto al servicio militar.

En la orden dictada se hacía referencia a los mozos presentes en filas correspondientes a los reemplazos de 1938 a 1941, pero únicamente a la parte que estaba en la zona liberada en el primer año de campaña. Por tanto, para enderezar el justo cumplimiento, se hacía necesario modificar los alistamientos de los reemplazos referentes a los años de la guerra y a los que habían adelantado su ingreso en el Ejército Nacional, comprobando la clasificación de los antecedentes. Como consecuencia de ello y aunque hubieran cumplido, parcial o totalmente el servicio militar, no se les tenía en cuenta a los jóvenes reclutados por el Gobierno republicano. El artículo 2 de la citada orden rezaba de esta manera: El alistamiento alcanzará a los mozos de los reemplazos comprendidos entre el año 1936 y el del año 1941, ambos inclusivo, haciendo los alistamientos de cada año por separado. De esta forma, se consiguieron varios objetivos: continuar con el alistamiento de los reemplazos que estaban haciendo la mili, aumentar el número de soldados, discriminar en el empleo de armas a quienes pudieran ser dudosos y clasificar a cada persona a tenor de la ideología política.

Indudablemente, el control político influyó en los jóvenes que ya habían sido clasificados durante la guerra y que habían sido incorporados a Batallones de Trabajadores, por lo que el traslado de uno a otro se realizaría o bien automáticamente o bien tras un breve espacio de tiempo en el entorno familiar. Todo ello dio como resultado, que miles de jóvenes siguieran condenados a trabajos forzados, sin que pesara sobre ellos ningún delito. A estos batallones también serían asignados los presos comprendidos en edad militar que habían alcanzado la libertad condicional a mediados de 1940.

Los Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores funcionaron con el reglamento fijado para los Batallones de Trabajadores que se aprobó en 1938; es decir, los soldados trabajadores estaban incluidos en la estructura militar, pero sin tener ninguno de sus atributos, esto es, sin uniforme militar, sin armas y sin tener que jurar bandera. En las dos circunstancias los prisioneros estaban custodiados y observados por personal armado, concretamente, por soldados de escolta, tanto en los tajos como en los barracones o campamentos, lo que nos posibilita a emplear, en ambos casos, la consideración y el término de prisioneros.

El dolor silenciado

Los castigos, las injusticias y las pocas posibilidades de llevar con éxito movilizaciones colectivas en su contra, les llevaron a los prisioneros a la resignación, pero no lograron la creación de individuos renovados en base a unos nuevos modelos de pensamiento y de conducta establecidos.

No consiguieron el arrepentimiento de aquello que se les imputaba como delito, porque ¿a qué o a quién estaban traicionando?, y tampoco la subyugación de sus almas, ni modificaron los valores tradicionales ni los sentimientos individuales de unos sujetos de derecho que, lejos de perder interés, siguieron bien custodiados en el interior de cada persona y lo único que llegaron a alcanzar fue el simple acatamiento de las circunstancias, el sometimiento para poder sobrevivir, la interiorización del miedo y el silencio temporal de sus voces.

Unas voces que pertenecían a unos prisioneros, una gran parte de ellos muy jóvenes, que tenían mucho que contar y poco que esconder; privados de libertad, sin pertenencias, incomunicados de sus familias, derrotados, cansados, a menudo, afligidos por el desamparo y la indefensión a la que se veían sometidos, dóciles en apariencia, que resistían, sobrevivían y gemían en silencio y sin posibilidad de elección los sufrimientos y dolores, físicos y morales, impuestos día tras día. Pero, y aun con todo, no eran unos hombres destruidos, vencidos ni convencidos en su fuero interno. Así, mucho más tarde y ya mayores, más allá de la venganza y de la revancha y sí en busca de justicia, gritaron, avivaron aquella llama que no se había sofocado y utilizaron su memoria y su palabra para dejar constancia y dar respuesta a tantos agravios padecidos, a tantas cuestiones ignoradas y tergiversadas, convirtiéndose en portadores directos de un pasado de conflictos no solucionados, de esperanzas y sueños truncados y de las verdades y mentiras encubiertas que envolvieron a aquel férreo mundo que abarcó a la mayor parte de los prisioneros.

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