“¡Con miedo todo el mundo!”, por Emilio Silva

“¡Con miedo todo el mundo!”

Emilio Silva | publico.es | 25-2-2016
En memoria de Jesús Ibáñez y Ángel de Lucas.

Los maestros de la sociología cualitativa, como Jesús Ibáñez o Ángel de Lucas, hicieron de la disección de palabras una potente técnica de investigación social. Con el bisturí de un vasto y heterogéneo conocimiento, afilado por el psicoanálisis, adormecían los significantes para poder leer en sus tripas todos sus significados. Las palabras tienen pliegues, recovecos, cangrejos ermitaños que las parasitan, oquedades donde a veces se esconde su verdadero significado, el que con más fuerza opera políticamente. A menudo lo menos evidente es lo más poderoso y desde ese análisis se puede generalizar lo concreto y radiografiar la sociedad con la precisión de un escáner.

Por afirmación o por omisión, el lenguaje es un arma de producción y reproducción del orden social. Durante los años que sucedieron a la muerte del dictador Francisco Franco se llamó a ese proceso “transición a la democracia”. Si hubieran elegido el término recuperación, evidenciando que existió un periodo democrático anterior a la dictadura, hubieran dejado fuera de juego a la élite que se aprovechó de las consecuencias y oportunidades de la represión para ocupar y ser predominante en los espacios políticos, económicos, académicos o culturales. Y era precisamente esa élite la que quería transitar del franquismo a la democracia y conservar intactos sus privilegios.

Algunos sectores sociales imaginaban otras transiciones posibles; nada más peligroso para aquel modelo de democracia.  Había que acallarlos, reprimirlos con firmeza pero de manera invisible: entonces nació el miedo.

“Libertad sin ira” fue la banda sonora de esos años. El himno de la transición estaba repleto de significados ocultos, de polisemias que facilitaron su aparición en el único canal de televisión pública y en las emisoras convencionales. Al escanear su letra, surgen esos pliegues del lenguaje, esas órdenes ocultas de las que quizá ni sus autores fueron conscientes. Ese “guárdate tu miedo y tu ira, porque hay libertad” es un potente eslogan explicativo del momento político y de sus consecuencias.

El verbo “guardar” puede tener en una primera acepción el significado de quitar, dejar de usar, retirar. Pero tiene una segunda que dice conservar, permanecer, depositar donde se pueda volver a utilizar: en una caja, en un cajón, en la memoria.

El miedo fue la gran fuerza política de la transición, la herramienta de las élites para mantener ordenado el proceso político de recuperación de la democracia. El trabajo de la oligarquía era azuzarlo, guardarlo, preservarlo de los cambios sociales como un ojo de Guadiana que seguía el cauce del blanqueamiento biográfico de miles de dirigentes franquistas.

Ivan Paulov, uno de los grandes investigadores de la conducta humana, desarrolló en los inicios del siglo XX la teoría del reflejo condicionado. En uno de sus experimentos con animales descubrió que cuando mostraba a un perro un trozo de carne el perro comenzaba a salivar; había un mecanismo que anticipaba el proceso digestivo antes de que la carne llegara a su boca. A partir de esa evidencia decidió someter al perro a otros estímulos que le recordaran la carne; por ejemplo, mostrarla y hacer sonar un timbre. Seguidamente, cuando el animal se había acostumbrado al timbre, Paulov retiraba la carne y el perro salivaba sólo con el sonido, porque había establecido un mismo vínculo con los dos estímulos, como dos significados que se activan con una misma palabra.

Durante cuarenta años de dictadura, la mayoría  de la sociedad no dejó de salivar miedo, pánico, una angustia permanente, como refleja la novela El fin de la esperanza, firmada con el seudónimo de Juan Hermanos.

La maquinaria represiva del franquismo no cesó su trabajo de producción y reproducción del orden social, conquistado por la violencia del 18 de julio. La muerte senil e impune del dictador fue posible gracias a esa frontera de enormes muros construida por el temor, el pánico, la parálisis ante la posibilidad de contrariar al régimen, la pérdida de la capacidad de una mayoría para derrocar al Caudillo.

Cuando termina la dictadura, los organizadores del orden establecido tienen tenso y muy desarrollado el músculo de la producción de miedo permanente. Los más de 580 muertos por violencia política, entre 1976 y 1981, permitieron que el miedo a la dictadura se transformara en miedo a la democracia. Se trataba de un triunfo de las élites: gracias a esa forma de autoparálisis social podrían morir impunemente en la cama, arropadas por todos sus privilegios.

En ese festival de miedos artificiales hacía falta una traca final, un cerrojazo que permitiera dedicar las energías a otras cosas pero dejara definitivamente cubierto ese flanco. Y el 23F fue el gran susto. El grito de ¡Quieto todo el mundo! del teniente coronel Tejero, uniformado, pistola en mano, en la tribuna del Congreso de los Diputados, fue el eco ensordecedor de la dictadura, un todavía estamos aquí, un canto al inmovilismo, al nada ha cambiado ni va a cambiar.

Estratégicamente, la fecha elegida, con la inestabilidad generada por la dimisión de Adolfo Suárez, el mismo día en que se elegía a otro presidente, era el marco perfecto: la atención nacional orientada a ese lugar y en ese momento, la incertidumbre de que algo estaba pasando en la trastienda del proceso… Años de miedo encarnado en el franquismo, años de timbre en el tambor de las pistolas de la extrema derecha  y una sociedad asustada y asustadiza que había guardado su miedo en la mesilla, donde sólo con estirar la mano podía recuperarlo.

Durante años, se ha producido un enorme ruido en torno al 23F. Las distintas anatomías de ese momento han estado dirigidas a culpar o exculpar a Juan Carlos de Borbón como colaborador del golpe. Pero se ha producido muy poca literatura acerca de sus efectos, de sus pliegues, del significado que tuvo para amplios sectores sociales ese cameo violento del franquismo en la película de nuestra transición ejemplar, esa puesta en escena de que lo más terrible de su violencia seguía presente.

¿Cómo podemos relacionarnos con un acontecimiento de esa dimensión visible y de esa extensión invisible? Interpelándolo. Asediándolo con preguntas. Por ejemplo estas: ¿Es posible que una policía acostumbrada a la censura, a las violaciones de derechos humanos, a las torturas, a la vulneración de derechos, no impidiera que salieran del Congreso de los Diputados imágenes y sonidos? ¿Tan difícil era desenchufar todas las cámaras de televisión?¿O era parte del golpe comunicarse a sí mismo, conseguir que millones de ciudadanas y ciudadanos se atragantaran, se escondieran, corrieran hacia las fronteras, quemaran documentos, se despidieran de familiares y pensaran que había resucitado el 18 de julio de 1936?

Las imágenes del golpe se han repetido durante 35 años. La carne y el timbre del perro de Paulov han estado presentes periódicamente, atenazando a quienes han conocido el miedo político y lo han guardado para tenerlo a mano. Si no se hubieran grabado esas imágenes, si no hubiéramos escuchado los gritos de Tejero, nuestra democracia sería diferente, la esperanza de vida del temor político habría sido mucho menor y la impunidad del franquismo o los bajos índices de participación política serían cosa del pasado. Y el miedo a crear conflictos sociales y políticos no sería parte de una realidad que condena al silencio a cientos de miles de jóvenes que no van a conocer en dos o tres lustros un contrato de trabajo y que no manifiestan ningún conflicto político con su modo de vida.

El golpe llegó cuando hacía falta; meses antes de la victoria del PSOE en unas elecciones generales y no porque Felipe González fuera a chocar con la élite blanqueada, sino porque había que sujetar a los sujetos, asegurarse de que la victoria electoral de un partido clandestino en la dictadura no sacara a la calle a la gente para festejar una ruptura. Ahí operaba la memoria de abril de 1931, cuando la ciudadanía salió a la calle para celebrar el resultado de unas elecciones municipales y acabó por construir una república.

En este 35 aniversario del Golpe hemos vuelto a oír en las emisoras de radio relatos asustados y asustadores, que regresan en este momento de incertidumbre política, reclamando el mismo orden para el que nacieron, la misma estrechez democrática, el mandato de no significarse, de no politizarse. La sombra de ese susto todavía está presente. Opera en nuestra política en beneficio de quienes no asustaron, de quienes lo fabricaron, de quienes lo produjeron, extendieron o propagaron; aquellos grupos de franquistas para los que la transición fue una enorme puerta giratoria que los mantuvo bien colocados en democracia.

Frente a eso hay sectores sociales, culturales y políticos que reclaman una democracia amplia y profunda, en la que se mueva todo el mundo, una democracia que necesitamos; y que, si no la hay, “sin duda la habrá”. Para que eso ocurra tenemos que acabar con esos fantasmas, con ese miedo que ha hecho coincidir en el mismo camino a los grandes intereses económicos y a la ciudadanía que no se ha atrevido a pensar que más allá del finisterre de nuestra democracia hay un nuevo mundo democrático por conocer.

“¡Con miedo todo el mundo!”, por Emilio Silva