José García Castillo

Bérchules
Granada
García Manzano, José

Estos son los recuerdos de José García Castillo memorizados por su hijo José García Manzano.

Nací en 1919 en Los Bérchules. La guerra me cogió con 17 años. Des del primer momento participé como voluntario en todos los acontecimientos que se desarrollaron en el pueblo y otros pueblos de los alrededores para mantener la zona fiel a la República.

Una vez asegurada la zona a favor de la República y ante el avance fascista en la llamada Desbandada Málaga en dirección Almería, se organizó el llamado Batallón Lenin que se enfrentó a los italianos y la legión en la zona de Motril, en la carretera de la costa.

Del pueblo participamos muchos, nombraré a José Peinado y a Rafael el de Narciso. A nosotros, como éramos bajitos, nos apodaron los arropillos ya que cuando nos dieron los fusiles rusos y nos desplazábamos, nos los colgábamos y nos tocaban al suelo, los llevábamos arrastrando.

Pasamos parte de la guerra en diferentes combates; en la zona de la Sierra de Lújar, Trevélez, Mulhacén, etc.  Después nos llevaron a la zona de Teruel para intentar frenar los avances franquistas, hecho que no se pudo evitar. La retirada de Teruel la recuerdo con continuos combates en pueblos como Jerica, Torá, Teresa de Segorbe donde murió uno del pueblo. Todo esto sin parar hasta acabar en Valencia donde nos pilló el final de la guerra.

Empezaron a pasar fuerzas franquistas por la ciudad con altavoces diciendo que entregáramos las armas y nos fuéramos concentrando en la plaza de toros ya que la guerra había acabado. Allí estuvimos tres días sin comer y aunque suene duro era una memez comparado con lo que nos esperaba. Gente de la ciudad descolgaban cuerdas para dar comida, aunque no solucionaban nada.

A los tres días nos fueron sacando en grupos de 100 personas escoltados por guardias militares hacia diferentes campos de concentración.

A nosotros nos llevaron al llamado campo de concentración Miguel de Unamuno. Los campos de concentración servían para clasificar los presos, saber nombres y procedencias. De esta manera, se pedía información en los lugares de origen para conocer sus acciones y participaciones en la guerra.

Cuando me tocó a mí, dije la verdad. Fui voluntario y durante los tres años de la guerra no dejé de combatir donde me mandaban. Todos intentaban renegar para salir mejor parados… Afirmaban que no eran comunistas, que no eran de izquierdas, que los llevaron a la fuerza y tuvieron que hacer lo que les decían. El oficial que anotaba mis datos dijo; a este le dais un chusco de pan y una lata, que es el único valiente que ha dicho la verdad.

Tengo entendido que mandaron un aval en el que una de las Lolas afirmaba que cuando estaban sacando todas las cosas de la iglesia a la plaza para quemarlas y destruirlas, me pidió que por favor no echáramos a la hoguera la custodia, un cáliz o copa dorado. Accedí y se la entregué para que la guardara, creo que por este acto y el aval del pueblo que mandaron, me salvé del pelotón de ejecución.

El campo de concentración estaba rodeado de campos de naranjos y huertas. Muchos presos salían de noche entre las torretas de vigilancia para coger lo que podían y no morir de hambre. Una noche estrecharon la vigilancia y conforme entraban a rastras, los iban matando. A mí y a tres compañeros más nos hicieron coger una manta a cada uno de una esquina y pasear los cuerpos por todo el campo diciendo a voces que eso les pasaba por ir a robar naranjas. El cuerpo que yo paseaba tenía la cabeza reventada como una sandía partida, con los sesos fuera.

Las descargas de fusilería y tiro seco de los fusilamientos eran continuas al principio, no puedo llegar a imaginarme cuantos compañeros fueron fusilados. Durante los dos primeros años, creo que miles. Aquellos fueron los más duros, del 39 al 41. Por el campo pasaba una especie de torrente donde cogíamos agua, en ocasiones bajaba mezclada con sangre de los fusilamientos y no podíamos usarla.

Al final en el campo no quedaba nada, nos lo habíamos comido todo: hierbas, bichos, todo lo que teníamos a nuestro alcance. Lo único que es imposible comer son los caracoles crudos. Van de un lado para otro, se llena la boca de baba y la única opción es tragarlo entero.

En los campos de concentración había pozos o agujeros donde te metían por cualquier cosa y te dejaban aislado a oscuras hasta que les daba la gana; si sobrevivías bien sino pega…

Pasábamos tanta hambre que todos estábamos pendientes de lo que tiraban los oficiales… Restos de comida, peladuras de patatas, cáscaras, huesos de carne… A penas caían los restos al suelo, ya estábamos todos como si fuéramos una piara de cerdos peleando y disputándonos cualquier resto que se pudiera comer mientras ellos nos miraban y se reían con satisfacción del espectáculo que ofrecíamos.

Muchos compañeros tenían tatuajes como la hoz y el martillo, sobre Stalin o relacionados con el comunismo; se los quemaban con hierro al rojo vivo o con ascuas para borrarlos. Imprudencia que no servía de nada ya que comprobaban si tenías quemaduras en los brazos que los delatasen.

Después del campo de Miguel de Unamuno, pasamos al de Reus en nuestro traslado a Gerona. Al llegar nos dieron una sopa de calabaza, cuando te llenaban el cazo, te daban un latigazo. Más te valía correr porque en aquel momento no solo te dolía el azote, sino que el cazo se te cayera. La sopa debía estar en mal estado por la descomposición que sufrimos todos los presos. Se llenó todo de heces y nos hicieron limpiarlo desnudos con unos sacos que no empapaban nada para humillarnos y divertirse.

En Gerona nos destinaron al batallón disciplinario de soldados trabajadores nº48 haciendo la vía doble del tren a Francia. Estuvimos picando piedras a mano para hacer la grava sobre la que van las vías en unas condiciones terribles. Muchos presos aprovechaban el paso del tren para acabar con sus vidas de sufrimiento, así que los escoltas que vigilaban tomaron la decisión de apartar a latigazos a los presos cada vez que pasaba.

Cuando acabó todo y según el sistema franquista; una vez habías pagado tus actos y como hombre nuevo, tenías que hacer la mili o servir a Franco (como se decía entonces). Esto fue en los cuarteles de Santo Domingo, en Gerona, en el regimiento de infantería Alcántara nº33. Me licencié y regresé al pueblo después de pasar casi 10 años (del 36 al 45) fuera de mi casa. Recuerdo que, al llegar, me encontré a mi madre pelando patatas sentada en la escalera. Ella no sabía de mi regreso y al decirle: hola mama, se levantó y me dio un guantazo. Me dijo: anda, tira para arriba que comas. Me senté al lado del fuego, me frio unas patatas sin decir nada. Aquel silencio, aquella ausencia de reproches la acompañó toda la vida. Nunca me pidió explicaciones.

Al cabo de los años, en 1970, mi padre emigró a Cataluña donde se estableció con su familia en Vilanova del Camí (Barcelona). Trabajó en la construcción hasta su jubilación cobrando una pensión de poco más de 600 euros. Murió con 94 años, siendo incinerado y su deseo fue llevar sus cenizas al molinillo en el pueblo donde se crió.

Sirva esto de homenaje a tantos Berchuleros que pasaron las mismas penalidades que mi padre en los mismos u otros campos de concentración. Muchos en la zona de Cádiz y el resto de España, en cárceles o siguiendo la lucha como maquis (o como se decía en el pueblo: los perdíos).