El entrenador del “Che” Guevara

El nombre de Ernesto “Che” Guevara de la Serna (1928-1967) está unido, como ya se sabe, a la epopeya libertadora de Cuba por su contribución a la lucha revolucionaria. En cambio su vinculación al deporte, natación, fútbol, rugby, boxeo y ajedrez, es quizás la gran desconocida y en ella tuvo una gran incidencia un emigrante malagueño de Benamocarra.

Corría el mes de mayo de 1930 y un niño de dos años que después escribiría páginas importantes de la historia, le diagnosticaron una grave enfermedad respiratoria. El asma fue una tragedia familiar para Ernesto Guevara Lynch, el padre del “Che”, que por orden de su médico decidió llevarse a su hijo en 1932 a la localidad de Alta Gracia, ubicada en la Sierra Chica, al sur de Córdoba (Argentina). Allí los aires eran mucho más saludables y de esta manera Ernesto fue conociendo el asma, el asma fue conociendo a Ernesto, y ambos advirtieron que no sería fácil el pulso que mantendrían, ni la sofocada convivencia.

Nadie podía imaginar que aquel niño débil y flacucho (el asma lo hacía parecer más chico que su hermano Roberto, que era menor), se convertiría en un deportista obstinado. La gran culpa de su amor al deporte y en un principio al fútbol, le llegaría gracias a una familia de malagueños procedentes de Benamocarra que habían abandonado su tierra a consecuencias del alzamiento franquista.

Los padres de “Tito” diminutivo a la vez de “Ernestito” y que decididamente eran favorables al bando republicano en la Guerra Civil española, acogieron a varias familias de exiliados, entre ellas los valencianos Granados Aguilar y los malagueños Díaz Arias, con estos últimos tendría la familia Guevara una amistad imperdurable.

La familia de Francisco era prácticamente de El Borge, sin embargo ésta emigró a Benamocarra a principios del siglo pasado, naciendo nuestro protagonista en 1905. Curiosamente con el tiempo fue uno de los fundadores, a finales de los años veinte, del primer equipo de foot-ball que se conoce en esa localidad, hablamos del C. D. Invencible.

Paco Arias, como así se le conocía, en más de una ocasión había jugado partidos amistosos con el Vélez F. C. en la antigua plaza de toros y en el campo del Tejar de Pichilín. Lo hizo siempre invitado por su amigo y paisano, Francisco Quero Ruiz, pionero defensa en la historia del fútbol veleño y también jugador del Sporting de Málaga, “footballier” que había nacido en la vecino núcleo de Triana (Venta de Montoro) el 2 de marzo de 1910.

Los tristes sucesos acaecidos durante la Guerra Civil, hicieron que los Díaz Arias como tantas familias de malagueños tuvieran que “emigrar” forzosamente de Benamocarra. Eran los primeros días del mes de febrero de 1937, cuando esta familia tuvo que iniciar por la costa malagueña una huida con dirección a Almería. En el camino hacia Nerja, y fruto del bombardeo de los aviones alemanes e italianos que peinaron el éxodo malagueño, Paco perdería a causa de la metralla a su mujer Teresa y a un hermano de ésta, Antonio, que también les acompañaba en la huida. Arias a duras penas pudo transportarlos ya mal heridos hasta la localidad de Adra, donde ya nada se pudo hacer por ellos, siendo enterrados junto a otras personas fallecidas, al norte del viejo muro del cementerio de esa ciudad.

Una semana más tarde, desde Almería pudo pasar a Valencia y poco tiempo después llegar a Barcelona, donde tras varios días de angustiosa espera, logró superar el filtro de algunos controles militares y poder tener la oportunidad de embarcarse rumbo a la Argentina.

Caprichoso es el destino. Paco Arias, su hermano José y su cuñada María Luisa se ubicaron en los primeros meses de 1939 en la localidad de Alta Gracia (Córdoba) y muy pronto se relacionó con el ambiente obrero socialista de aquella ciudad, y con la figura de Ernesto Guevara padre.

La amistad que poco a poco fue entablando este benamocarreño con la familia Guevara, hizo que el pequeño Chancho, entonces no era popular como “Che”, conociera con más detenimiento las reglas del foot-ball y su amor hacia este bonito deporte.

Paco Arias además de trabajar de carpintero, entrenaba dos veces por semana al equipo de la escuela de la cercana localidad cordobesa de Bouer. Es por eso como, desde allí y a espaldas de sus padres, pudo alinear de guardameta al pequeño Ernestito, al que ya sus amigos también le apodaban “Pelao” por los particulares cortes de cabello que lucía.

El de Benamocarra sabía que el asma limitaba mucho al pequeño Guevara (que por entonces andaba con los hombros levantados por la respiración forzada), y pensó que si jugaba de guardameta, éste estaría siempre mucho más descansado a la vez que tendría el inhalador de Aspomul cerca de la portería y no acabaría atacado siempre por la tos. A Ernesto la idea de jugar de portero y a escondidas, especialmente en los días que tenía clase de natación (estilo mariposa) que le daba el campeón argentino, Carlos Espejo, le motivaban mucho. Era un reto para él, ya que jugaba merced a dos voluntades enormes: la suya, con la que peleaba contra la lógica y las no menos encontradas disposiciones médicas. Tanto fueron sus deseos de jugar al fútbol, que se procuraba hasta una gorrita similar a la de aquellos antiguos cancerberos que él veía retratados en la prensa. Pero eso sí, cuentan que se la ponía con la visera siempre hacia atrás.

En cierta ocasión leí al biógrafo del “Che” Guevara, Hugo Gambini, que decía: “Cuando la situación así lo requería, era capaz de dejar los tres palos y ponerse a marcar al rival más peligroso del equipo contrario con el consiguiente gran riesgo para su salud. Avanzaba como un silbido tenue y se iba descomponiendo para convertirse en una especie de rebuzno. Desfilando con la sincronía de un ejército, el jadeo, la asfixia y el miedo sobrevenían uno detrás del otro, ensayando una rutina de la que sólo se sabe que no hay que esperar al final.

Ernesto ahogado hasta añorar el oxigeno, no tenía más remedio que dejar a su equipo y corría hacia uno de los postes de la primitiva portería buscando un objeto que casi le devolvía la vida. Inhalaba profundo, se recomponía, y muy pronto regresaba al campo de juego para que los suyos volviesen a contar con once integrantes. Luego el ciclo recomenzaba, se agotaba, recomenzaba y se agotaba… ocurría varias veces por partido”.

Aspira, expira, corre, salta, cae, se sentaba, estudiaba, leía, aspiraba, expiraba y corría de nuevo para encontrarse con Paco Díaz que lo llevaba a hurtadillas a jugar. Cuando en la casa paterna se descubrieron las cada vez más habituales fugas de Ernestito hacia la cancha de Bouer para jugar al fútbol, la explicación que daba Paco Arias a requerimiento del Ernesto Guevara padre, fue la misma que empleaba para tratar de comprender las otras conductas que tenía su hijo mayor. Bordeando la objetividad decía el banamocarreño: “Tiene un carácter tan rebelde Ernestito, que no he podido negarle a que jugase en el equipo de mis chicos. Además es uno de los mejores”.

Como era ya de natural el ser contestatario, Ernesto se hizo del Rosario Central sin conocer nada de aquella ciudad, sólo por llevar la contraria a sus amigos del Bouer, que eran de River o de Boca. Cuando alguien le preguntaba “¿de qué equipo eres?”, Él respondía con cierta altivez “de Rosario Central, soy rosarino como mi entrenador Arias”.

En este equipo el Che tenía un ídolo. Se trataba de Ernesto García, apodado el “Chueco” o “El poeta de la zurda”, quien después destacaría como extremo izquierdo en el Racing. Lo admiraba con pasión a pesar de que nunca le había visto en persona ni había estado en el estadio rosarino para ver jugar a su equipo. Más tarde, quizá por seguir dando muestras de rebeldía, ya en Córdoba, fue también seguidor del Sportivo Alta Gracia, contraviniendo la costumbre local de afiliarse a uno de los clubes más importantes de la ciudad, Belgrano o Talleres. Nunca explicó el Che la razón de esta militancia “revolucionaria”.

Los años en Alta Gracia contribuyeron para que el cuerpo de Guevara mejorara su capacidad aeróbica, aunque no lograron sofocar el asma, que le duró toda la vida.

Ernesto Guevara no fue un jugador habilidoso, pero era total coraje y tesón. Quienes evocaron más tarde sus actuaciones destacaron que lo que más le gustaba era revolcarse por el suelo. Todos los biógrafos del Che Guevara coinciden: “Era un hombre inclasificable, heterodoxo, tan revolucionario de su propia persona como del conjunto de las cosas”.

Esa actitud ante casi todo se manifestó también en el deporte, del que probó cuantas variantes tuvo cerca, si bien quién le dio la gran oportunidad, más bien le abrió el camino para combatir su asma y mejorar su precaria salud, fue un benamocarreño, Paco Arias, al que un día el caprichoso destino le hizo cruzarse en la vida de un hombre grande. Fue para la historia su primer entrenador, recordarle hoy es volver a vivir un pasaje que muy poca gente ha podido conocer, fruto de un trabajo de investigación de algo más de cinco años.

Roberto Guevara, hermano menor del “Che”, me comentó hace algunos años cuando visitó Málaga y hablamos sobre la historia del benamocarreño y su hermano, que gracias al primero, y si su hermano no hubiese jugado quizás al fútbol, la historia igual nunca le reconocería como el comandante “Che” Guevara, sino quizás un mero y desconocido sargento… “Pelao”.
 

Adjuntos