Masacre fascista en Arahal (Sevilla). La venganza fue terrible

Se sublevó una parte del Ejército contra el Gobierno legal de la República. Con el nombre de Dios por delante, los militares obligan a España a entrar en una guerra fratricida. Firme el ademán, con las banderas al viento y al grito de ¡Viva España con honor! extienden su lucha. Pueblos y ciudades se hunden entre brasas y sangre. El panorama es desolador. Avenidas de escombros y barrios en ruinas. Sangre por los suelos. Sangre en los árboles. Sangre en las paredes. Cuerpos jóvenes inertes ya siembran el asfalto. Silencio… Voces arrancadas de cuajo. Ametralladoras, tanques, incendios. Sirenas, bombas, explosiones. Es el lenguaje de la muerte. La masacre fascista de El Arahal, hasta ahora no denunciada jamás públicamente, es el hecho que se describe en este relato.

En Sevilla, Queipo de Llano lanza eructos radiofónicos con voz aguardentosa. Define a sus contrarios como invertidos, canallas, villanos, pederastas, y amenaza de muerte a todo aquel que se oponga al movimiento liberador. Sus charlas radiales ejercen una influencia decisiva en el triunfo de la sublevación en la capital andaluza.

En El Arabal (Sevilla), veintitrés derechistas son encarcelados. Es el 22 de julio de 1936. Un concejal socialista, Raimundo León, abre las puertas para que los detenidos puedan huir. Unos salen. Otros, creyendo que les aplicarán la Ley de Fugas -ejecución del detenido por la espalda simulando una fuga-, se quedan dentro. Alguien, a través de las ventanas, rocía con gasolina los cuerpos de los presos, que con dramática angustia presienten lo que va a pasar. Todo sucede en un momento. Una cerilla. Una enorme llamarada. Del incendio sólo se salva el párroco. Se encontraba en el retrete en el momento de iniciarse el fuego. Con mucha astucia y serenidad, introduce la cabeza en la taza del water. Se manchó la cara de mierda y respiró los olores de los excrementos, evitando así la asfixia. Cuando lo sacaron de la cárcel tenía quemaduras en brazos, piernas y trasero. Unas horas más tarde entran las tropas llamadas “nacionales”. Descubren los restos calcinados. El comandante Olmedo, de Regulares, se tira enloquecido sobre la ametralladora disparando ráfagas a diestro y siniestro. Mil seiscientas personas son torturadas, violadas y fusiladas. Mil seiscientas víctimas inocentes, víctimas de la cólera.

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