Mis siete vidas (memorias rebeldes)

José Sánchez Badillo

“Si a las personas se les niega el acceso a la información, si no se les permite expresar todos sus pensamientos, si se las priva de la posibilidad de influir y de recibir la influencia de las opiniones de otros, la expresión de sus ideas no será libre, y sin libertad de expresión no puede haber participación ni decisión democrática” Badeni.

ENCUENTRO CON JOSÉ SÁNCHEZ BADILLO, combatiente republicano en la Guerra Civil Española

Nacido en Castilblanco de los Arroyos el 14 de Marzo de 1917, José Sánchez Badillo, más conocido como Pepín ‘El Sombrerero’, nos abre las puertas de su casa y nos recibe con muy buen humor. A sus casi 92 años mantiene intacta la memoria, cruzada por la Guerra Civil y por dos Consejos de Guerra, y coronada después con un largo exilio en Alemania. De conservarla se encargó con celo el tiempo que permaneció preso. Como tantas otras tardes, este joven que habita la Residencia de ancianos Vicente Ferrer de su pueblo se encuentra frente a una mesa de camilla repleta de hojas. Sobre ellas libra una batalla más, dando forma a los silencios, honrando a quienes quedaron definitivamente sin voz. Transcribe su memoria, la memoria histórica, y critica a los que hacen negocio con publicaciones sobre la guerra que, a su juicio, poco o nada desvelan de lo pasado. En 2007, el Ayuntamiento de Castilblanco junto a la Diputación de Sevilla, edita su primer libro: Mis siete vidas (memorias rebeldes). La edición se agotó enseguida y, al no haber ninguna editorial tras la publicación no hubo una segunda. No hay que preguntarle demasiado, ”Badi” sale al paso para contarnos su historia.

Mi padre era republicano, muy educado, sombrerero, de ahí me viene el mote ”Pepín El Sombrerero”. Se casó con mi madre, de Castilblanco, y se vinieron a vivir aquí. Él había trabajado desde muy joven en una tienda en la calle sierpes. El dueño era catalán y de ideas republicanas, así creció en un ambiente crítico frente a lo que se imponía entonces. En Castilblanco, como en muchos pueblos andaluces, no había nada más que hambre y, el que tenía cuatro o cinco hijas tenía de alguna forma la vida resuelta. Las familias tenían la costumbre de mandar a las niñas a servir a Sevilla para salir siquiera un poco de la miseria. Había que pasar el hambre entre todos porque esto era horroroso… Mi madre fue una más con este destino, y gracias a él, en la capital, se encontraron mis padres.

No se conocían las duchas, ni los baños. Los chiquillos se criaban salvajes, sin zapatos, y trabajando, no les quedaba otra si querían comer. Había colegio -recuerdo a Don Anacleto, buen profesor de origen extremeño- pero los padres iban a por sus críos para encargarles el cuidado de los guarros. Así, desde los cinco o seis años eran porqueros, se quedaban sentaditos en El Legío vigilando que los cochinos no se fueran.

Castilblanco, como ahora, estaba rodeado de cortijos. Los cortijeros no daban duros por reales. En este tiempo los peones se partían las costillas trabajando, por ejemplo, por una cuartilla de garbanzos, un pedazo de tocino, dos litros de aceite y uno o dos duros al mes, si tenían mucha suerte. Cada quince días los campesinos llegaban andando al pueblo el día que tenían libre para cambiarse de ropa y afeitarse. Se aseaban un poquillo y aprovechaban para estar con su mujer. Luego llegaba a la familia un crío; otro esclavo más. No teníamos ni trabajo, ni futuro: el cogollo y la grin vegetal fue un intento industrial pero llegó más tarde, cuando yo ya estaba en Sevilla.

Después de la guerra fueron materias naturales muy demandadas porque se utilizaron para hacer sofás y los asientos de los coches.
La clase pudiente en el pueblo era por lo general muy miserable. Casi todos eran usureros, te prestaban una peseta y tenías que devolver peseta y media. El campesino sin tierras para trabajar era un auténtico esclavo, el que más padecía sin tener nada que llevarse al estómago. Como mucho y, si tenían un borriquillo, podían ir a hacer carbón, aunque a cambio encima tenían que preparle los terrenos a los caciques, como dueños de las dehesas. Otros vecinos tenían corrales con sus huertos y pequeñas siembras para medio abastecerse, y después estaban los taberneros que vivían muy bien porque aprovechaban que mientras más inculto fuera el pueblo más se llenaban las tabernas.

En la Plaza de la Iglesia había varias tabernas juntas: la de Lucas, la de ‘Trespelos’ y la de Curro ‘el de la casá’. A ninguno les faltó ni la comida ni el dinero. En la esquina de la calle Real donde hoy está el bar de León vivían dos hermanos , Máximo y Julián “chorrojumo”,, junto a su madre. Hacían carbón, lo traían a Castilblanco y lo preparaban para venderlo en La Algaba y Sevilla.

Como no había agua corriente, las mujeres iban a por el agua a los tres pilares situados a las afueras del pueblo, y lavaban la ropa en una batea grande, con un refregador en el centro, en “el pozo de la mangá”, donde hoy está ‘la estacá’. Aquello estaba todo sembrado de palmas enanas que eran perfectas para poner la ropa a secar.

La Casa de la Sierra, que tendrá ahora cien años, era de la querida de un capitán de la intendencia. Señora muy fina y elegante a la que los niños apodamos “la capitana”. El casón era una villa estilo del imperio romano, de mucha clase, donde trabajaban varias sirvientas. Estaba protegida por guardas porque a su alrededor había grandes corrales donde nosotros, saltando los muros de piedra, íbamos a coger bellotas y almidones.

El abuelo de Francisco Javier Velázquez, director general del Cuerpo Nacional de Policía y Guardia Civil, vivía frente a mí, en la que es ahora la Casa de la Juventud junto al Ayuntamiento. Era zapatero y se llamaba Enrique. Les iba bien porque tenían trabajo a pesar de que su madre, Rosario Álvarez Viacava, había fallecido muy joven. La luz eléctrica era de Pando, ingeniero electricista, que en El Altillo tenía la fábrica de electricidad. Joselito ‘el de Gloria’ cobraba la luz. Fue fusilado en 1940 durante la segunda represión.

En esos años mis padres fueron apresados también: catorce estuvo mi padre y mi madre un año sin motivo ninguno, como medida de represión hacia mí porque meses antes había desertado las filas nacionales para luchar del lado del gobierno republicano.

Recuerdo cuando vinieron muchos obreros para hacer el Canal del Viar, trabajadores de toda España porque la necesidad apretaba. Tenían unas ideas muy avanzadas para una sociedad tan cerrada como la nuestra; eran anarquistas, comunistas… pero los socialistas no se dejaban ver mucho, entonces vivían al margen de los movimientos obreros.

En los corrales de alrededor del pueblo se sembraba trigo que las familias molían en el molino de los Viera. A cambio se quedaban con el afrecho, una parte de la molienda. Siempre tuvimos en el pueblo un pan muy bueno en las panaderías: la harina era pura.

Los tenderos vendían de todo, desde comestibles a avíos de labranza y para las bestias. En la calle Fontanillas estaba la tienda de Pepe Romero que tenía un chaparral. De allí los falangistas sacaron a un muchacho en el verano del 36. Belmonte: lo fusilaron junto a otros dos compañeros de Castilblanco; Antonio el ‘Calentito’ hijo de Remedios la ‘’Calentera” de la Calle Tejares, y un gitanillo que pelaba borricos y hacía virguerías con las tijeras. Estando yo preso en Sevilla me acerqué al patio donde pude hablar con ellos de cómo se habían dado las cosas en el pueblo. Dos días después de aquel encuentro los fusilaron.

En Castilblanco, un sindicato obrero triunfa frente a la sublevación. El mejor sitio para retener a los sublevados era la Iglesia, donde había espacio para contenerlos y tratar de evitar tentaciones armadas. El secretario de la CNT velaba por la seguridad de ellos. Sevilla cayó, y las autoridades del gobierno republicano cometieron el error de no dar armas a las fuerzas sindicales, como sí habían hecho en Madrid donde la fuerza sindical era más fuerte.

Tras triunfar en la capital los nacionales se vinieron arriba, y al poco tiempo tomaron Castilblanco. Justo el día antes de la toma el sindicato había decidido dejar en libertad a los sublevados que mantuvieron retenidos en la parroquia, a ninguno de le pasó nada. Pero como pago y en venganza, luego se volvieron locos matando.

Fue una auténtica cacería, una barbaridad. Chavalillos desgraciados venían perdidos huyendo de Sevilla y de otras ciudades tomadas. No conocían la sierra ni sabían andar por ella: buscaban la rivera para escapar a Huelva, como eran de la capital no sabían andar por el campo. Esto fue así por muchos días, tantos que se hicieron grupos de nacionales escondidos entre la maleza dedicados a la caza de estos que venían huyendo con el miedo en el cuerpo.

Entonces varios vecinos sindicalistas, ‘el Panarras’, Joaquín ‘el militar’ y ‘el Patatús’, vinieron a buscarme para que les diera armas para defenderse. Yo tenía 19 años y estaba ya en las barricadas. No teníamos nada, lo nuestro era una murga: tempranillos y algunas escopetas de caza.

En Sevilla sólo habían repartido ochenta mosquetones, en el cuartel de la Guardia de Asalto, y a presión. Los mandos no querían. Desde la Alameda de Hércules a la Pila del Pato en la calle Calatrava habría entre tres o cuatro mil personas pidiendo armas. Un movimiento muy fuerte para que repartieran armas y poder hacerle frente a los sublevados. Tardaron, pero se dieron cuenta y al fin repartieron algunos fusiles, aunque a mí no me entregaron ninguno. Yo estaba con un panadero. Su hermano, Arturo Fernández Gallego, era el que estaba dando algunas armas junto a un viejo comunista, Antonio Sanz Carmona, que era electricista.

A mi compañero Alfredo le dieron un mosquetón y nos fuimos al centro de la capital. Pudimos llegar hasta el instituto de San Isidoro. Más adelante, en la calle San Miguel, había un cuartel de la Guardia Civil tomado donde ya los sublevados controlaban desde las alturas. La benemérita desde el primer momento estuvo con los nacionales, y había cinco o seis civiles con sus fusiles listos para que nadie pudiera avanzar.

En la calle Gerona había otro cuartel en las mismas, y nosotros íbamos sólo con un mosquetón mientras los otros con sus prismáticos desde las alturas sabían además manejar muy bien las armas, así que no pudimos llegar al centro. Tiramos para el barrio de la Macarena hasta el Pumarejo, donde las mujeres y los chiquillos habían levantado una barricada. Allí aguantamos.

¿Había ambiente de guerra, era de esperar un conflicto armado?

No esperábamos una guerra, éramos todavía inocentones. Una vez que la guerra se presentó tuve que sacar fuerzas para hacer frente. Hablábamos de la revolución y de la toma del poder por las armas, pero claro: no teníamos armas, el enemigo sí las tenía. Se hicieron las barricadas y después vivíamos del bulo. ‘Viene de Madrid el general tal’, ‘han mandado a una columna’… Creíamos que iban a llegar a apoyarnos pero los que trataron de venir eran unos pobres mineros de Riotinto, Huelva, con algo de dinamita y algunas escopetas. Unos guardias civiles se unieron a ellos.

Al llegar a Castilleja se dieron cuenta de que Sevilla ya había sido tomada por los sublevados. Llegaron más guardias. Apuntaron con los fusiles a los mineros y los achicharraron. Algunos fueron trasladados a la prisión provincial. Dejaron a un chiquillo vivo. Los otros lo último que vieron fue la tapia. No teníamos nada que hacer: sabían hacer la guerra, eran militares profesionales, nosotros los de las barricadas no sabíamos de qué iba esto.

Se levantaron barricadas en la Plaza del Pumarejo mirando hacia la Macarena, en San Marcos mirando a San Román, Justo Tavera, Castelar a Churruca. Los sublevados entraron por San Julián. Emplazaron un cañón de 7.5 que, a poco dio el primer disparo, hizo cisco la barricada sin dar margen a ningún tipo de acción. Allí murió el alma de las barricadas, Fermín ‘el albañil’, de la CNT. Los compañeros del Pumarejo, como no tenían armas, quedaron al descubierto y no les quedó nada más que la retirada.

Siguieron hacia San Marcos unos doscientos metros por la calle Hiniesta, donde yo vivía. Entonces había conseguido un fusil de los restos de la barricada de San Julián, y mi compañero otro: fuimos a hacerles frente. La sorpresa nos la llevamos al ver que habían sacado a nuestras familias de las casas y los pusieron delante de ellos, como escudos humanos. Ahí estaban también mi padre y mi hermano. ¿Qué podíamos hacer? Nos cogieron a todos en San Marcos. Levantamos los brazos sin ofrecer resistencia y nos detuvieron. Tras servir de escudos, mis padres fueron a parar también al penal. Para nuestra sorpresa un capitán del ejército gritó espontáneamente ‘¡Viva la República!’. En la cárcel del Cuartel de Soria pasé más de tres meses. Entramos unos doscientos que formábamos en la barricada de San Marcos. Era verano, nos inspeccionaron minuciosamente por si teníamos señales de haber estado disparando. De la cárcel era díficil salir. Pero algunos, muy a su pesar, salían: todas las noches, excepto la del sábado al domingo. Los llevaban a las tapias, a entre 25 y 50 presos, para fusilarlos. De mis compañeros de San Marcos el primero en pasar por el cañón de tiro fue un panadero, José Navarrete Flores, al que llamábamos ‘El Civil’ .

En la prisión no había nada para nosotros: ni comida, ni colchones, ni mantas: el suelo y el cielo. De los funcionarios y oficiales de prisiones que se encargaban del mantenimiento de la cárcel sólo cuatro fueron honrados: Joaquín Hernández, natural de Águila (Murcia), Rafael, que era de Cartajena, Laureano, de Linares y Gabriel, de Granada que era un oficial de prisiones viejo y quizá por eso nos entendía más. El resto se sometió incondicionalmente a los sublevados que tenían su organización y el servicio de información.

El sargento de la Guardia Civil del puesto de la Macarena, Rebollo, tenía bien armado un servicio de información en la prisión: entre ellos todos estaban conectados y manejaban detalles de la mayoría de los presos y de sus familias.

(Por la intercesión de un conocido del barrio de San Julián, Badillo consigue salir de la prisión provincial. Lo alistan inmediatamente en el bando nacional y poco tiempo después se pasa al bando republicano desertando las filas nacionales)

Había leído la sublevación en la unión soviética del Potemkin, un crucero acorazado que se sublevó contra el Zar y, los marineros de un cañonero que se unieron al acorazado Príncipe Potemkin, le dijeron “Hermanos no disparéis, estamos con ustedes”. Me acordé de esa frase y, cuando llegamos a las posiciones del gobierno ya tenía en la mente una encina para escondernos, porque en la sierra si te cogía el enemigo no había consejo, te daban una manta de golpes y había que estar agradecido si llegabas al paredón. “El que se raje le pego un bombazo que lo dejo seco como un bacalao” le dije a mis compañeros. Habíamos tomado una decisión, estábamos todos a una.

Nos unimos a las fuerzas republicanas el siete de octubre de 1937, en las lomas de Buenavista, al grito de “Hermanos no disparéis, estamos con vosotros. Somos cinco desertores”. El Estado Mayor de los nacionales estaba en el cortijo de Los Chivatiles y allí estaba la primera línea en la loma de los Chivatiles. Aquella noche no se me olvidará en la vida. Fui a caer con los compañeros de la república, todos abrazándonos llorando, me dijeron que había tres sevillanos. Eran los tres de mi barrio. Amigos míos que combatieron en las barricadas… nos pusimos al día de nuestras historias. Ellos cobraban 10 pesetas del gobierno. Me dieron mi paga.

A uno de mis conocidos, Lagares, muy valiente, lo metieron preso de chavalote unos años antes de la guerra acusado de quemar la Iglesia de San Julián. No tuvo nada que ver con la quema de iglesias. A un compañero suyo, que en lugar de huir se quedó en Sevilla después de salir de la cárcel, lo cogieron y lo fusilaron.

En la cárcel cuidé por dos cosas: mantener la cabeza en su sitio –no quería que por nada del mundo se me olvidara todo lo que había pasado- y la capacidad para dejar embarazada a una mujer cuando llegase el momento, porque quería dejar descendencia.

Se ha escrito mucho en base a conjeturas… no tiene nada que ver (dice señalando una publicación sobre la guerra civil que tiene sobre su mesa de un investigador), lo que vale es la experiencia; esto que te estoy contando…

PDF ADJUNTO. Libro autobiografico `Mis siete vidas´ (memorias rebeldes)

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Biografías y memorias