Cuando daban gato por liebre en el plato: la posguerra y el hambre como modo de represión franquista

El investigador David Conde reconstruye el relato de la hambruna de posguerra en Extremadura a través de los testimonios de sus protagonistas. Su investigación ha sido galardonada con el premio Arturo Barea

Se trata de un estudio antropológico que reflexiona sobre el uso del hambre como una herramienta más de control social de la dictadura con las personas no afines al régimen

Otra de las grandes víctimas fueron los jornaleros extremeños de las zonas latifundistas, sin recursos económicos y con grandes dificultades de acceso al pan de trigo

Jesús Conde 
14/12/2019

Fueron años muy duros, con graves consecuencias para la población. Algunos estudios señalan que la hambruna de posguerra causó hasta 200.000 muertes en España.

La salud de la población se vio mermada con la llegada de las denominadas enfermedades de los pobres. Tifus, malaria o tuberculosis son algunas de ellas. La mortalidad infantil se disparó hasta unos niveles prácticamente desconocidos.

El hambre, y la práctica ausencia de recursos para vivir, fue el común denominador de muchas personas. Fue más acuciante en comunidades como Extremadura, donde la ausencia de alimentos no hizo más que agravar una situación que ya arrastraban de lejos por motivos históricos.

Ochenta años más tarde el investigador y antropólogo David Conde reconstruye el hambre de la posguerra en Extremadura a través de los testimonios orales de los protagonistas. Sus fuentes han sido personas de avanzada edad, algunas incluso centenarias, que han aportado toda serie de detalles.

Su trabajo le ha hecho valedor del premio Arturo Barea. El concepto del hambre no había sido abordado hasta el momento bajo un análisis etnográfico de la escasez en una tesis doctoral con la que ha obtenido la máxima calificación en la Universidad de Extremadura. Se ha apoyado en una amplia base documental, ficheros y prensa para recrear aquellos años desde una amplia panorámica.

¿Quién pasó hambre?

No todo el mundo pasó hambre. Las personas afines al régimen, o que mantenían unas posiciones más dóciles, podían enfrentarse a una escasez, pero no a una hambruna. Podían satisfacer la ausencia de suministros desde el mercado negro.

No se encontraban al borde de la extenuación como los considerados enemigos del régimen. Eran los represaliados, aquellos que para Franco merecían un trato denigrante, tratados como ‘animales’. Fueron quienes vivieron el hambre en sus ‘carnes’ como una forma más de represión.

El investigador reflexiona sobre el uso de la hambruna como una  herramienta más de control social de la dictadura. Sus víctimas no tenían derecho a un trabajo remunerado, y mucho menos acceso a una cartilla de racionamiento. Eran por tanto personas con escasos recursos y sin medios para conseguirlos en otros mercados.

Otros de los grandes damnificados fueron los jornaleros extremeños de las zonas latifundistas, sin recursos económicos y con grandes dificultades de acceso al pan de trigo.

Entre sus conclusiones Conde anima a mirar a quienes sufrieron el hambre como personas resistentes más que como víctimas. Pusieron en marcha una fuerte resistencia en la que no faltó el ingenio.

Ya fuera con el estraperlo o con recetas de cualquier cosa, como pan de bellota o cocidos con cardillo o tagarnina, las gentes plantaron cara al régimen. El contrabando se convirtió en la seña de identidad de toda la ‘Raya’ que separa la frontera entre Extremadura y Portugal. También pusieron en marcha el trueque e intercambio entre familiares o vecinos de manera satisfactoria.

“Merece la pena enfatizarlo porque es algo que se refuerza en los testimonios del hambre. Todos destacan la necesidad de salir adelante a pesar de que no había nada”, subraya.

Los años de la hambruna

Los años del hambre forman parte del imaginario colectivo de todos los españoles. Sus reflejos siguen presentes en forma de reprimenda cuando las abuelas afean a sus nietos que no se coman toda la comida del plato.

Igual de importante es el acervo cultural heredado en recetas que hoy son frecuentes en nuestra dieta, y que nacen en un contexto de completa carencia. Una mirada a los hogares permite comprender bajo el mismo prisma por qué hoy los mayores tienen sus alacenas repletas de comida hasta el techo aunque vivan solas, explica el investigador.

Los denominados años del hambre abarcan toda la década de los 40. Puede decirse que comenzaron 44 días después de que acabara la guerra civil, con la entrada en funcionamiento de la cartilla de racionamiento, y que terminan en mayo de 1952, cuando se pone fin.

Es difícil cuantificar cuándo se produce el culmen del hambre, el mayor pico de la pobreza, porque viene determinado por los contextos y los suministros en cada zona. Hay que tener en cuenta por ejemplo que los repartos no eran iguales entre el mundo urbano o rural.

La mayoría de los relatos identifican los años más duros entre 1941 y 1943. Otros hablan de 1946, aunque aquí entra en juego el ‘perspicaz’ año de la sequía, un argumento muy usado en el discurso franquista a la hora de hablar del hambre.

El menú de los pobres

El menú de las personas hambrientas fue muy repetitivo y común entre todas ellas. Por la mañana se servía era café, aunque muy pocas veces café de verdad. Casi siempre era un sucedáneo de cebada o achicoria. Si se tenía suerte se acompañaba con pan duro, el famoso pan migado.

Al medio día la carta era diferente en función de la profesión. Los trabajadores del campo se comían un mendrugo de pan acompañado con lo que hubiera, por ejemplo un pedacito de queso. Para quienes estaban en casa era el momento de la cuchara, fundamentalmente garbanzos acompañados de poco más. Cuando esta legumbre era escasa se tomaban los garbanzos lavados, con el agua como principal ingrediente.

Por la noche se tiraba con algo de fruta o una sardina de arenque a compartir. Es decir, una sardina entre varios miembros de la familia. Para los jornaleros era la ración más fuerte del día, el momento en que tomaban la legumbres ‘lavadas’ con agua. Era habitual el famoso arroz de Franco.

Pan de trigo como alegoría del hambre 

El acceso al pan suele ser el común denominador en el relato de la hambruna y marca la diferencia entre quienes consideran que estaban hambrientos y no.

Aquellos que no tuvieron acceso al pan de trigo narran que pasaron hambre. Hambre de verdad. “Las personas que 70-80 años más tarde lo reconocen son los jornaleros de las zonas latifundistas con pocos recursos económicos y dificultades de acceso al de trigo”.

David cuenta que hubo un momento contradictorio en la tesis porque muchas personas señalaban en la entrevista personal que no pasaron hambre. Era algo que no cuadraba con los estudios realizados desde otras investigaciones que constatan, según la medición de la talla de los quintos, cómo disminuyó la altura de los hombres que realizaban el servicio militar a causa de la ausencia de nutrientes básicos.

La investigación concluye que quienes tienen un recuerdo positivo fueron consumidores de pan de trigo. Mientras, los que se alimentaron con otro tipos como el de maíz, o el famoso pan negro de avena, sí que hablan de hambre en primera persona.

Cómo configura el hambre a la sociedad

Un capítulo aparte merece la antropología alimentaria y los comportamientos sociales que llevan a la gente a superar los límites culturales a causa del hambre.

Dentro de la cultura, en sociedad, existen unas reglas alimentarias que marcan por ejemplo que en España no se comen insectos. Llega un momento en que las resistencias al régimen y el ingenio no son suficientes para llenar el estómago y la población comienza a comer cigüeñas, algo habitual en la Extremadura de posguerra. También perros y gatos. De hecho de ahí viene aquel dicho popular que dice que ‘no te den gato por liebre’.

El hambre también hizo que la población se comiera animales en mal estado, incluso siendo conscientes de ello. Hay relatos que cuentan que cuando moría un animal afectado por triquinosis lo desenterraban y se lo comían. “Cuando uno indaga en los datos de triquinosis de la época se da cuenta de que fue un problema de salud pública de primer orden por aquellos entonces”.

El consumo de carne era un elemento prácticamente ‘prohibitivo’, algo más propio de las leyendas que de la realidad. El único pescado que se consumía por aquellos años era el bacalao salado, siendo un consumo limitado a las colas en momentos especiales como Cuaresma y Semana Santa.

El análisis de la realidad de la época no deja lugar a dudas de que el consumidor del carne tenía una posición social alta, ya fueran afectos al régimen, funcionaros, militares o miembros de la Iglesia católica.

Estas personas podían tener dificultad para acceder a la comida, pero acababan encontrándola. Todo aquello que no satisfacían a través de las cartillas de racionamiento sí lo hacían a través del mercado negro, que llegó a mover más comida incluso que el mercado real.

Las cartillas de racionamiento

Las cartillas de racionamiento estaban compuestas por una serie de cupones que indicaban la cantidad de alimentos que podía adquirir una persona o una familia a un precio fijado de antemano. Pasó por varias épocas, con una cartilla sólo para carne o pan. Más tarde llegó una cartulina general, familiar o individual.

Los cupones se entregaban en los establecimientos y la única posibilidad de acceder a muchos de los alimentos era con ellas porque el régimen intervino productos básicos como los cereales y la carne.

Las cantidades y los precios estaban bien estipulados por decreto, aunque la mercancía no llegaba en su totalidad a los comercios. Se produce un desfase que genera más desigualdad de la que ya existía.

Se da la paradoja de que las personas más pobres no podían acceder al mercado negro, porque no tenían dinero, al mismo tiempo que los alimentos de la cartilla de racionamiento porque no llegaban. Aquello que se creó como solución no hizo más que empeorar el problema de escasez. 

A esto se le sumaba una enrevesada maraña de burocracia que dificultaba por ejemplo la matanza tradicional del cerdo. En este sentido muchos podrían pensar que éste fue un recurso de subsistencia en Extremadura, aunque la matanza también tuvo un marcado componente de clases.

Los que podían matar al cochino eran los más pudientes. Los pobres, los que tenían dificultades para poder alimentarse a ellos mismos, no podían hacerlo con el cerdo. De hecho el antropólogo ha recogido testimonios de personas que cuentan cómo criaban al marrano y luego lo intercambiaban por otros alimentos, fundamentalmente el pan.

La Universidad de Extremadura valora el trabajo que ha realizado David Conde, profesor de la UEx y miembro del Grupo Insterdisciplinar de Estudios en Sociedad y Salud.

Explica que el premio Arturo Barea de investigación cosechado estaba inicialmente destinado al estudio de los siglos XIX y XX relacionados con la historia de Extremadura. 

Por primera vez un antropólogo ha podido ser galardonado con esta distinción, puesto que hasta ahora había sido esquivo a la investigación y los métodos que se encargan del estudio de la cultura. En palabras del presidente del Jurado, Enrique Moradiellos -Premio Nacional de Historia-, la obra ganadora aborda un tema capital, una seña de identidad de aquella posguerra, sobre todo en los años 1939-40 que fueron ‘durísimos’, con una amplia base documental, con entrevistas a testigos y un brillante contexto bibliográfico y documental.

El investigador incide en la necesidad de mostrar la realidad del hambre a las generaciones más jóvenes, las más alejadas de aquellos capítulos de miseria. Subraya que todos estos testimonios no deben morir, tienen que pervivir en la memoria, pero el tiempo corre en contra.