Cuevas del Valle (Avila): la huella de un exterminio

En este pequeño pueblo de la comarca abulense del Tiétar, las tropas franquistas desencadenaron en septiembre de 1936 una oleada de matanzas cuyo recuerdo estremecedor ha comenzado a reconstruirse con la exhumación de las dos primeras fosas

Gorka Castillo / 27 de julio de 2022

Foto: Estado de los restos exhumados de Marcela.- GORKA CASTILLO

Cuando el poeta Santos Jiménez habla de su novela Covalverde, el recuerdo de Francisco Fernández Blázquez hace resonar los tambores de guerra en Cuevas del Valle como hace 80 años. En 2012, este hombre menudo y solitario se adentró en un bosque del pueblo para mostrarle a Santos el lugar donde los franquistas enterraron a su padre. Era la primera vez que lo hacía desde octubre de 1936 pero cuando llegó a aquel punto funesto, bajó la mirada apesadumbrado y trazó una circunferencia en el suelo sin dudarlo. “Aquí está mi padre”. Tras aquel reencuentro íntimo, el musgo de la melancolía se disipó y Francisco respiró hondo. Fueron cuatro palabras y una imagen que Santos conserva como la talla de un héroe para aplacar la amarga desolación que le produce la desmemoria de España.

Diez años después de aquella impactante estampa, la sociedad Aranzadi pudo al fin sortear el Leviatán administrativo que rodea la reparación de la memoria histórica y acometer la exhumación. Lo hizo el pasado mes de abril en el mismo lugar en el que Francisco fijó el rosario de su espanto. “Pero los permisos llegaron tarde para él porque falleció unos años antes”, apostilla con pesar Santos Jiménez. La zona se conoce como la Cruz del Cerro y, a tenor de las investigaciones realizadas, está sembrado de fosas. Son cientos de hectáreas de arbolado y maleza que cubren un cementerio oculto. Sin nombres. Siguiendo indicaciones de los antropólogos-forenses, Paco Etxeberria y Fernando Serrulla, y de la historiadora Lourdes Herrasti, cavaron en el punto marcado por Francisco y localizaron dos fosas. En la primera, aparecieron los restos de dos varones entrelazados, arrojados uno sobre otro, como escombro humano. En la otra, el cuerpo de una mujer de no más de 27 años, con el cráneo reventado, las manos atadas a la espalda y una pierna flexionada, como si antes del último estertor hubiera intentado la huida final a ninguna parte. Tristísimo y brutal. Los testigos presentes en la exhumación lograron mantener el silencio embridado, a veces puntuado por las lágrimas y el llanto estrangulado de algún familiar lejano.

Por fortuna, el de Francisco no es el único testimonio directo que Santos Jiménez ha rescatado durante las conversaciones que mantuvo con vecinos que habitan en estos campos del Tiétar. En su relato novelado de la tragedia de Cuevas son también Domingo, Marcela, Eladio, Segundo o Isidoro quienes reviven y cuentan. En Covalverde, rinde homenaje a las víctimas con episodios tremendos de la vida del pueblo que quedaron grabados como un tatuaje en la piel: “Soterrado en esa historia estaba su padre, como lo estaban decenas de vecinos. Tal vez por eso quería nombrar a los muertos, mancomunar los recuerdos. Pero hay algo mucho más entrañable. Guardaba en su memoria los nombres y quería compartirlos. Creía, con razón, que no bastaba con que cada familia supiera los suyos, disminuyendo y atenuando las monstruosas dimensiones que tuvo la represión nacionalista”. Y es que cuando el silencio cede, la memoria rompe a hablar.

Una enciclopedia andante de esta comarca abulense es Aurora Fernández, 56 años, bibliotecaria e investigadora vocacional. Su trabajo estadístico contra el viento del olvido es de hormiga justiciera. Hace unos años, Santos le entregó el listado de represaliados con el que trabajaba para escribir su novela y le preguntó por un nombre que no encajaba en la genealogía de la zona: Andrés García. Le llamó la atención. “Aquí hay muy pocos ‘Garcías’”, respondió, “y los pocos que hay son de la familia de mi padre”. Así que indagó hasta descubrir que era hermano de su bisabuelo León. Luego, rastreó más expedientes, libros de sesiones municipales, cartas y, sobre todo, registros civiles que habían permanecido “ocultos” durante más de 80 años y encontró que los fascistas también fusilaron a un tío abuelo suyo, Alejo García; a otro abuelo, Desiderio Fernández; y a su bisabuelo paterno, Regino Felipe Fernández. Aquella cadena de hallazgos sorprendentes animó a Aurora a extender la base de datos con los nombres de familias enteras eliminadas que ha servido al catedrático de Historia Enrique Guerra para escribir junto a ella Al sur de Gredos. Cuevas del Valle 1936-1950, el más exhaustivo trabajo publicado sobre la Guerra Civil en el Valle del Tiétar.

En este voluminoso libro aparecen contabilizados 47 fusilamientos extrajudiciales de republicanos, o sospechosos de serlo, entre septiembre y noviembre de 1936. Y aunque el historiador es reacio a emplear el término genocidio para explicar la magnitud de las matanzas que allí se practicaron, considera que hubo “un exterminio” planificado. Uno de los ejemplos más descarnados que cita es el de la familia Castelo Blázquez.

Su historia comienza en septiembre del 36, cuando la caballería franquista acantonada en el Puerto del Pico y una columna de soldados marroquíes procedente de Talavera pinzaron un pueblo abrumadoramente republicano. Tras consumar la ocupación, una de las primeras decisiones que se tomaron fue apresar a Patricio Castelo, un joven miliciano al que acusaban de haber participado el 19 de agosto anterior en el fusilamiento de diez derechistas. Al no encontrarle en su casa fusilaron a su madre, mataron a su hermano Gregorio en una refriega en el frente y sometieron a un martirio a su hermana Marcela, que “a falta de la confirmación de ADN, puede ser la joven de la fosa exhumada en la Cruz del Cerro”, añade Enrique Guerra. Sirva al menos la reconstrucción de la ejecución de esta mujer como muestra de la orgía de violencia que se apoderó de Cuevas durante aquellos meses de barbarie.

Marcela Castelo tenía 36 años cuando llegaron las tropas golpistas. Era la mayor de la estirpe. Viuda con cinco hijos. No hay constancia de que participara en los fusilamientos de los derechistas, pero el mero hecho de ‘ser familiar de’ bastó a las fuerzas ocupantes para encender la mecha del odio y ajustar cuentas. Le raparon el pelo, la arrastraron por las calles del pueblo enganchada como el monigote de un carnaval siniestro a la grupa de un burro. Luego cortaron sus pechos con un cuchillo, empaparon su ropa con queroseno y le prendieron fuego. Cuando estaba todavía viva, fue conducida a la Cruz del Cerro, le ataron las manos a la espalda y después de descerrajarle un tiro en la cabeza la enterraron. El linchamiento como espectáculo popular. Marcela no fue la única víctima que padeció semejante calvario. Sin tribunales ni nada que se le pareciera, la masa enfurecida transformó calles, descampados, bosques, muros y cuevas en improvisados patíbulos donde aplicar su ‘justicia’ instantánea. A su padre, Víctor, le mataron a golpes dentro del viejo ayuntamiento y a su abuela Antonina Blázquez la quemaron viva. Al final de la guerra capturaron a Patricio Castelo “y lo arrojaron por un barranco que allí llaman Pozo de la luz”, concluye el historiador Enrique Guerra a modo de epílogo ante el macabro ojo por ojo que aplicó la turba que quedó a cargo del pueblo. “Fue una venganza en caliente”, añade Santos Jiménez. En Cuevas huyeron, o murieron, casi la mitad de sus habitantes. Y los que sobrevivieron a tanta crueldad quedaron paralizados por un instintivo mecanismo de autodefensa. “Pero, escucha, muchos todavía guardan aquellas sensaciones. El espíritu. Los sentimientos. Son valiosos y amargos, como fue el caso de mi propio padre, que vivió el resto de sus días marcado por aquellos episodios”, revela Santos Jiménez. “Rara vez tocan este tema y, cuando lo hacen, es con extrema cautela”, añade el poeta, que narra la historia como una crónica literaria de largo aliento. El dolor como prueba de la vida pasada. No existe otra manera de hacerlo.

Una de las contadas supervivientes de la familia Castelo Blázquez fue Baldomera, hermana de Marcela. Le perdonaron la vida después de raparla y mofarse de ella sin piedad. Tenía 22 años y una hija de cuatro meses, Juana Antonina. Un capitán se compadeció de ambas y las liberó del suplicio que les preparaban. Huyeron a Vitoria. Desde entonces, Juana Antonina no ha regresado al pueblo pero su hija sí. Elena San Martín, que vivió emocionada la exhumación acometida el pasado mes de abril. Era su segunda visita a Cuevas. “Ver la primera fosa con los dos hombres fue una impresión tan brutal que me dejó como aturdida. A la mañana siguiente excavaron la segunda fosa y encontraron a la mujer que puede ser Marcela. Para mí resultó impactante. Ver la posición de sus restos, saber las torturas que sufrió antes de morir… Lloré desconsoladamente y recordé a mi abuela Baldomera, lo importante que para ella hubiera sido estar allí”, asegura Elena con un nudo en la garganta.

Para el resto de habitantes, la postguerra fue siniestra. Los franquistas se ensañaron con decenas de vecinos. A medio camino entre Cuevas y Arenas de San Pedro, en la cuesta de la Parra, acribillaron a tiros a los que trataban de volver tras el fin de la contienda. Separaron a los varones de las mujeres y los niños, y los exterminaron. Más de una veintena de hombres. Al lado de la carretera, junto al muro de una finca. Allí siguen enterrados. Sin una triste estela. “Para ellos, el silencio”, apunta Santos Jiménez. “Hablar podía ser peor porque había miedo a la denuncia, a la difamación”.

Es la parte que hoy sortean quienes relativizan los estragos de la dictadura. Los hijos de la Guerra Civil aprendieron a vivir con temor. Al cacique, al cura, al caudillo y a sus propias ideas. En la escuela enseñaban eso. A temer. Lo cuentan las mujeres, que suelen ser quienes lloran a los muertos. Y las de la postguerra fueron unas narradoras excepcionales. Sus recuerdos son distintos a los de los hombres. Ellas hablan de los detalles, los matices, los sentimientos. “Cuevas del Valle se convirtió en un pueblo de mujeres porque los hombres desaparecieron. O los mataron o huyeron”, dice Aurora. Santos Jiménez reproduce en Covalverde el testimonio de una ellas, cuya experiencia revela una crueldad descarnada: “Mi madre murió cuando yo era pequeña; mi padre, en los días de la huida, montó en un camión y se largó del pueblo. Me quedé sola en casa. Vino a buscarme Cuasimodo con otro hombre. Me metieron en el sótano de una casa. Allí había más mujeres. El tabuco se había convertido en cárcel. El habitáculo era tan pequeño que el olor de nuestros excrementos lo llenaba por completo. Por la noche venía algún vecino, convertido en verdugo, y violaba a la mujer que le apetecía”.

Entonces, se hace el silencio en casa de Santos porque aquella mazmorra pocos se atrevan a citarla. Aurora escarba en los recuerdos más turbios y exclama. “Las autoridades franquistas solo tenían que atravesar la estrecha calle. Estaba en frente de la sede donde se reunían las Juventudes de Acción Popular y los falangistas. Tenía un pequeño ventanuco con rejas que aún se conserva”, relata. Otra herida de la guerra, otra lección para las mujeres. Debían aprender a ser cariñosas, débiles y delicadas. Muchas pasaron el resto de sus días mirando el escenario del mundo.

No se sabe con exactitud cuántas fueron sometidas a semejante tortura pero aseguran que duró años. Sin embargo, en la negación no murió la valentía. “Recuerdo cuando presenté el libro Al Sur de Gredos con Enrique Guerra. Al terminar fui a casa de mi madre y la encontré sentada en una silla, encogida sobre sí misma, aterrada. Al verme entrar por la puerta, se levantó emocionada y exclamó: «¡Hija!». Y me abrazó. Pensaba que no me volvería a ver”, rememora Aurora Fernández.

Casi al final de Covalverde, Santos Jiménez escribe a modo de epitafio: “La guerra se metió dentro de nosotros y tardaríamos mucho tiempo en desprendernos de las vísceras de centinelas, de verdugos, de víctimas, de torturados, de prostituidas y de toda la podredumbre que rebosan las contiendas. Fango pringoso que enturbia la memoria”.

Hoy se preparan para rendir un homenaje a todos, dispuestos a exhumar las múltiples fosas esparcidas por la comarca. Quizá un día tallen el nombre de Francisco Fernández cerca de la tumba de su padre. Sería un pequeño consuelo para los vivos. Una forma de cerrar el luto.

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