Daniela Ferrandez. Reflexiones en primera persona: ¿para qué sirve la memoria?

Soledad era una trabajadora de una fábrica de conservas que no tuvo la opción de elegir una vida sin política, como tantas otras a las que no nos llegan los rescates del sistema.

Daniela Ferrández / 02.06.2020 /elsalto.es

Marché para Galiza hace casi diez años y solo llevé conmigo mi memoria y un perro, y ahora puedo decir que los tres crecimos en paralelo en un fuego lento alimentado por la distancia, el amor que perdura y los deseos de no perder aquello que nos configura como parte de un todo. Sin embargo, yo, personalmente, y a diferencia de otras compañeras en la diáspora, pude experimentar unas cuantas veces al año ese complejo proceso de la vuelta, tan intensa como efímera, tan personal como colectiva, tan llena como sus propios vacíos.

Una vuelta a un universo al que no le bastaba ir a mil por hora para permanecer estático en mis adentros, paralizado por mi propio miedo de no ser reconocida como lo que soy, miedo de que nuestros caminos paralelos nunca se volvieran a juntar y, a fin de cuentas, miedo de perderlo. Es por eso por lo que mis retornos no se redujeron a un espacio, sino que se tiñeron de profesionalidad para buscar en las fuentes históricas rastros de su pasado (y del mío).

De esta forma, en estos últimos diez años escribí un libro sobre la represión franquista en mi pueblo, Almoradí (Alacant), donde recogí información de más de 150 consejos de guerra utilizados por el ejército franquista para ejercer la violencia contra sus vecinas. Volví, además, sobre muchas de estas trayectorias en mi TFM y en mi tesis, donde me dediqué a juntar pequeñas biografías de individuos que revelaran una panorámica completa de aquella sociedad que yo quería mirar.

En este proceso, hubo historias que llegaron a marcar mi vida y mis decisiones, referentes que me emocionaron y me empoderaron, que me enseñaron a llorar. De hecho, aquí y ahora, haciendo el ejercicio de recordar a una mujer que no conocí, Soledad Amorós Girona, me atrevo a reconocer algo que no fui capaz de reconocerle al tribunal de mi tesis cuando me preguntó, un tribunal al que no le acababan de bastar las argumentaciones académicas que en ella explicaban por qué era necesario para el conocimiento en general trabajar la historia de mi pueblo. Ahora, acordándome de Soledad, siento la fuerza para decir que quise utilizar algo que aprendí en la academia, la investigación, para volver, para emocionarme, y, sobre todo, para buscarme. Poco después del Golpe, Soledad y otras compañeras no dudaron en enfundarse el mono de milicianas y cambiar el latón de la conserva por el acero del fusil

Soledad era una trabajadora de una fábrica de conservas que no tuvo la opción de elegir una vida sin política, como tantas otras a las que no nos llegan los rescates del sistema. En 1931 su hermano José fue asesinado cuando acudió a protestar a un mitin de la derecha republicana, por considerar que se trataba de un partido tapadera de los antiguos monárquicos. Ese mismo año ella se sindicaba en el primer sindicato de mujeres del municipio, el de obreras conserveras, a la vez que el resto de su familia se adhería al Partido Comunista y a la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra. Poco después del Golpe, Soledad y otras compañeras no dudaron en enfundarse el mono de milicianas y cambiar el latón de la conserva por el acero del fusil. Los informes de Falange la acusan de formar la milicia femenina, pronunciar mítines ante las masas y en ellos, insultar y menospreciar con palabras soeces a sus “Gloriosos Generales, especialmente al Caudillo”.

En el fondo, y pese a la épica del asunto, las evidencias revelan que las milicianas de mi pueblo solo pudieron configurar un espacio propio adscrito a las Juventudes Socialistas Unificadas, la Unión de Muchachas, un local donde se formaban y hacían representaciones teatrales. Su guerra, por lo tanto, fue también la guerra de ser mujeres, ya que su papel se relegó a coser ropas para el frío frente de Teruel y preparar “conejo con tomate” para los milicianos.

Esta irremediable asunción, redundaba en que no pudieran ser relacionadas directamente con ninguno de los asesinatos cometidos por los republicanos en la villa en tiempos de retaguardia, por lo que fueron acusadas de una suerte de “traición a su género” que recuerda a la que reproduce Margaret Atwood en El cuento de la criada. Como bien me dijo una informante, “a Soledad le tenían mucha manía porque era una mujer de armas tomar, la llamaban la Pasionaria”.

A Soledad Amorós y a Luisa Rebollo se les aplicó la pena de muerte, si bien a la segunda le fue conmutada por quedar tetrapléjica en la prisión, posiblemente a causa de las palizas. La documentación de los consejos de guerra lo corrobora. En los expedientes de Soledad Amorós, alias “la Pasionaria”; Trinidad Montesinos, alias “la Culebra”; Remedios Zaragoza, alias “la Zaragoza”, e Luisa Rebollo, alias “La Campesina” nunca se les perdonaría vestir los pantalones del mono de milicianas, llevar un arma, y, a fin de cuentas, invadir el espacio público siendo mujeres. Fueron criminalizadas como lo fue todo lo que cuestionara su norma sacrosanta, y, por lo tanto, acusadas de inductoras y represaliadas por ello. A la Culebra y a la Zaragoza se les condenó a treinta y veinte años de prisión respectivamente, mientras que a la Pasionaria y a la Campesina se les aplicó la pena de muerte, si bien a la segunda le fue conmutada por quedar tetrapléjica en la prisión, posiblemente a causa de las palizas.

Otra informante me contó cómo siendo una nena vio a Soledad cuando era sacada de la cárcel que improvisaron los falangistas en el hospital —cuestión de prioridades—, y la llevaban para ser fusilada. Sus ojos se iluminaban al decirme “como yo soy tan roja, lo vi”. La memoria se mezclaba con la identidad y el resultado ante mí era esa señora en toda su profundidad, en toda su claridad humana. En ese punto en el que se juntaban la empatía y el reconocimiento, y que es capaz de formar pilares que den forma a comunidades.

Me contó que en ese momento que sacaban a Soledad, muchas vecinas desafiaron el nuevo poder de los falangistas y levantaron el puño con ella, entonando el “adiós muchachos” de Carlos Gardel. “Adiós muchachos, compañeros de mi vida”, cantaba la señora antes de que ese recuerdo le hiciera de enlace con otro en el que se reconocía como mujer. De nuevo la memoria y la identidad. Esta vez el brillo de los ojos desapareció entre su ceño fruncido cuando soltó que, según escribiera Soledad en una carta, la mataban porque el falangista jefe de la prisión quiso “hacer con ella” y esta se negó. Soledad fue fusilada y enterrada en la fosa 524/2009 del cementerio de Alicante en 1941, después de dar a luz a su hija, con la que tuvo la suerte de poder retratarse, y yo de ponerle cara, gracias a la amabilidad de un descendiente.

Según escribiera Soledad en una carta, la mataban porque el falangista jefe de la prisión quiso “hacer con ella” y esta se negó. Soledad fue fusilada y enterrada en la fosa 524/2009 del cementerio de Alicante en 1941. La memoria es un proceso que bebe del pasado, pero que se construye en el presente. Y yo construí la mía con respecto a mis antecesoras, a mi tierra y a mis referentes. Decidí no olvidar a Soledad, y aportar mi grano de arena al hecho de que en el pueblo no exista ni una sola mención a estas mujeres. Lo mejor de todo es que en mi vida las necesité, cosa que no podía haber imaginado antes de descubrirlas. Me vi en Soledad Amorós antes de volver a mi pueblo para contarle a todo el mundo que era trans. Sentí que aquellas mujeres que levantaron el puño para cantar con ella a Gardel seguían ahí y aparecerían tras la vigilancia que yo tanto temía. Quizás, sin eso, nunca me habría atrevido a dar el paso y a comprobar que así fue, que siempre existiría humanidad, amor, comunidad y vecindad para imponerse al odio.

Cuando hoy teorizamos y debatimos sobre la necesidad de buscar, trabajar y construir una memoria LGTBI de Galiza lo hacemos partiendo del anhelo de nuestras soledades. Necesitamos conocer a aquellas que lucharon, porque solo con su lucha lo consiguieron. Dejaron estela, rastro, cambios, y, a fin de cuentas, un mundo más vivible de como lo encontraron. Necesitamos más Elisas y Marcelas, más Soledades, y eso, solo puede hacerse apostando por la investigación y la colectivización de los resultados. Necesitamos repensar, emocionarnos, clarificarnos en esa mezcla de identidad y memoria, de lo que realmente somos.

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