Drama rural en mil enigmas y un asesinato

¿Dónde le mataron y enterraron? ¿Partió de parientes suyos, ofendidos, su persecución? ¿Por qué su supuesto empeño en agraviarles con ‘La casa de Bernarda Alba’?

LA VOZ DEL SUR | MIGUEL ÁNGEL ORTEGA LUCAS | 15-8-2018

Hay muertos que no terminan de morirse nunca; que siguen jugando al escondite, con los vivos y con los muertos. Hay otros muertos, también (quizá fantasmas de papel y tinta), que no quieren que se encuentre a esos muertos; y también hay vivos que buscan, y otros vivos que prefieren que los muertos se queden donde están –donde quiera que sigan, jugando al escondite.

Hay, por supuesto, también, mil leyendas en torno a esos muertos y esos vivos. “Yo conozco a gente con una imaginación tremenda. Que te encajan las piezas a martillazos, pero que te hacen el puzle. Y dices: es que es creíble esto que cuenta, ¡incluso muy creíble!; ¿por qué no va a ser verdad? Pero no es verdad, ni más ni menos. Esto es todo un mundo, una madeja dificilísima”.

Miguel Caballero –cincuenta y tantos, alto, robusto, de cabeza despejada y ojos inquietos bajo las gafas– habla a la sombra benigna de los pinos que protegen del sol de julio y fija la vista más allá; ora en el olivo tras la puerta enrejada, a nuestra derecha, ora en una ardilla que se mueve silenciosa en el bosquecillo contiguo. “No he seguido testimonios orales salvo que se respaldaran documentalmente: de mil, hay uno que pueda verificarse como tal. Y hay mucha gente que habla con buena intención, ¡pero los fallos de memoria! Si toda la gente que dice que lo vio muerto lo hubiera visto realmente, reunimos al Camp Nou”.

Ese muerto que tanta gente ha dicho haber visto morir en los últimos ochenta años, pero que no ha comparecido desde entonces, se llama Federico García Lorca: el muerto más célebre de nuestra guerra civil. [¿De cuál guerra civil?, cabría preguntarse: de la única; la del año 36, o la que empezó hace siglos.] Es por ello, probablemente, el personaje que más leyendas ha podido generar en la historia de la España contemporánea, la oficial y la oficiosa. Porque la historia se escribe, antes de llegar a la letra impresa, con los susurros de quienes estuvieron, o dijeron estar: tan sinuosos y tornadizos como los caminos de este paraje de la vega granadina en que el poeta español más famoso de todos los tiempos cayó asesinado, una madrugada de agosto, víctima de la guerra civil; o más bien de esa madeja “dificilísima” y oscura de fatalidades y pulsiones primarias, de azares ocultos y conjuraciones muy viejas, que suele anudarse hasta detonar sin remedio en una guerra civil.

Nos encontramos en la puerta lateral del Parque Federico García Lorca, en Alfacar, al final de la carretera que une este municipio con el de Víznar, a muy escasos kilómetros; la carretera que serpentea bordeando, en la parte inferior, el ámbito umbrío de la Fuente de las Lágrimas –así llamada por su nombre originario en árabe, Aynadamar–, y en la parte más alta, que queda a la izquierda según se baja a Víznar, el Peñón del Colorado: la última carretera, los últimos caminos y el último paisaje que verían los ojos de Lorca.

Inaugurado en 1986, coincidiendo con el 50 aniversario del crimen, este parque se levantó para conmemorar el lugar donde las investigaciones de Ian Gibson, respaldadas por el testimonio de Manolo el comunista, señalaban como más probable emplazamiento de la fosa del poeta y tres hombres más –que en realidad serían cinco, como veremos luego–. En 2009 se realizaron finalmente las excavaciones, a cargo de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y con las reticencias –inmutables desde siempre– de los herederos del escritor. No se encontró nada.

El olivo tras la puerta enrejada que vemos desde aquí es el que durante 70 años simbolizó el calvario del mito andaluz: un monolito lo recuerda como homenaje, incluyendo al tiempo “a todas las víctimas de la guerra civil” española.

Gibson, que ha dedicado media vida a Lorca, fue uno de los pocos que se aventuraron a hacer preguntas por estos contornos en plena dictadura, cuando cualquier pregunta era incómoda y aún humeaba bien caliente el miedo. Su biografía (Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca) es una obra modélica, tan hercúlea en el rastreo de documentación y reconstrucción de los hechos como prudente a la hora de aventurarse con tentativas e hipótesis que completen los vacíos del puzle. Pero, a juicio del también investigador Miguel Caballero, del que es amigo –y a la luz de los resultados de 2008–, “se equivoca en el tema de la muerte”.

Primero, porque “se basó fundamentalmente en lo que investigó [Agustín] Penón en los años 50, que iba por aquí ofreciendo dinero a cambio de información” (y que, además, fue orientado por un antiguo falangista, José Jover Tripaldi, que le aseguró haber custodiado a Lorca las horas previas a su fusilamiento, pero mentía). Segundo, porque el hombre que le señaló la supuesta fosa junto al olivo de Alfacar, Manolo el comunista, se desdijo posteriormente de su testimonio a otro investigador –clave para Miguel Caballero–, Eduardo Molina Fajardo.

Hay más ficciones, y más leyendas (una de las más disparatadas para Caballero, aquella según la cual se encontraron restos humanos donde ahora se levanta el parque, en 1986, y, en vez de llamar a un juez –“ya en plena democracia”–, los mismos que los encontraron los enterraron en otro sitio). “Y la ficción ha hecho mucho daño. A Fernando Marías [el novelista], cada vez que lo veo le digo ‘hay que ver la que has liao con La luz prodigiosa’ [novela levantada sobre la posibilidad, totalmente legítima por exclusivamente literaria, de que Lorca hubiera sobrevivido al fusilamiento]. Porque a mí me viene gente diciendo: Usted sabe que no murió, me lo contó a mí mi abuelo…”.

La memoria: interesantísimo cómo, tantas veces, fabricamos los recuerdos; cómo los construimos, como otro puzle entre lo vivido y lo imaginado, para que nos cuadren las piezas y los vacíos en la historia, hasta convencernos de que las cosas fueron así. “Exactamente; ésa es la cuestión”, corrobora Caballero. “Fabricamos los recuerdos”.

Por eso, sospechando siempre de los recuerdos, propios o ajenos, el investigador pasó años comprobando archivos, expedientes militares, nombres, datos y fechas que cuadraban o dejaban de cuadrar, en torno a esos primeros días de la guerra civil en Granada y el crimen que nos ocupa, cuyo resultado fue el libro Las trece últimas horas en la vida de García Lorca (2011). Pero no era su primer libro sobre el particular: ya había escrito antes, junto con Pilar Góngora, La verdad sobre el asesinato de García Lorca. Historia de una familia (2007), libro no muy conocido, o difundido, que trataba por primera vez algunos hechos pasados por alto hasta entonces, y que descuadraban notablemente la historia oficial del enigma mayor: quiénes y con qué motivos habrían provocado aquella muerte que aún hoy no acaba.

Garcías, Roldanes, Albas

Cuándo empieza a sucedernos lo que nos acabará sucediendo; y cuántas cosas tendrán que incidir, en positivo o negativo, para que suceda. En este caso, y según el historiador, hay que remontarse a finales del siglo XIX. A cuando se pierde Cuba, en 1898 (el año del nacimiento de Lorca, precisamente), y se acaba ese suministro de azúcar, capital para nuestro país. Prosperan entonces, en la vega de Granada, los grandes cultivos de remolacha azucarera. Y es aquí donde encontramos a don Federico García Rodríguez, el padre del escritor: cabeza de una de las tres familias de la incipiente burguesía de la vega granadina, junto con los Roldán-Benavides y los Alba, quienes se venían aliando entre ellos como arrendatarios para comprar las tierras que la ya decadente nobleza iba dejando atrás.

García Rodríguez entró como accionista en la azucarera Nueva Rosario en 1904. Los Roldán hacen lo propio en 1909, con otro ingenio azucarero llamado San Pascual. García Rodríguez compra entonces los terrenos adyacentes a esta fábrica, para controlar su expansión, y más de veinte años después, en 1931, llegará a denunciarla por vertidos ilegales en las acequias de su entorno, con lo que consigue paralizar su producción, la de los Roldán, durante todo un año. Aguas que ya venían turbias: en 1918, García Rodríguez, concejal del ayuntamiento de Granada por el Partido Liberal de Maura, formó parte de la comisión que anuló los resultados electorales de ese año ante el pucherazo que el Partido Conservador había perpetrado, pistolas en mano, con el fin de que Alejandro Roldán Benavides, cabeza principal de esa casta, consiguiera asimismo una plaza en el ayuntamiento.

Estas estampas son necesarias para entender la deriva en las relaciones entre estas dos familias, los García Rodríguez y los Roldán; pero no son suficientes. Haría falta un árbol genealógico más grande, y mucho más enrevesado, que el de los Buendía de Cien años de soledad para clarificar del todo la manera furiosamente endogámica en que estas familias (sobre todo los Roldán con los Alba, pero también los García Rodríguez con los Roldán) fueron casándose entre sí a lo largo de los años, con el fin ancestral y nada romántico de ampliar el capital en forma de terrenos y multiplicar así el botín de la vega.

Baste consignar que García Rodríguez se casó por primera vez con Matilde Palacios Ríos [antepasado, por cierto, del cantante Miguel Ríos], de la que enviudó en 1894, y que la hermana de ésta, Emilia, estaba casada con Francisco Benavides Peña, pariente directo de los Roldán (hubo pleitos por esa herencia). También, que una hermana de García Rodríguez, Isabel, se casó con un Roldán. También, que García Rodríguez figuraba como albacea de varios testamentos de Francisca Alba, mujer del pueblo de Asquerosa (luego Valderrubio) que tuvo un hijo casado con una Roldán, y varias hijas (Amelia se llamaba una de ellas) casadas consecutivamente, por muerte de la primera, con otro Benavides Peña, José: es decir, Pepe; como todos los Benavides, natural de Romilla, a los que llamaban romanos.

Por Gibson sabemos del temperamento artístico que bullía en la familia García Rodríguez, lo cual debió de incidir decisivamente en el carácter del padre del futuro dramaturgo. Queremos decir que era un hombre abierto a lo que por entonces solía llamarse “la ilustración”; también era “agnóstico”, según algún testimonio de la época, “campechano y amigo” de mucha gente. Rompía, sí, el estereotipo de terrateniente de la época. Pero también era, como hemos visto, un zorro para los negocios: “hecho a sí mismo”, como gustaba decir a la familia, pero precisamente por una serie de movimientos que chirrían con esa leyenda blanca que le suele presentar casi como un cacique socialista –si es que era posible tal cosa.

Sea como fuere, la rivalidad entre los García Lorca [ya García Lorca al casarse el viudo D. Federico García con Vicenta Lorca] y los Roldán llega a extremos de provincianismo ridículo, pero común en esas circunstancias, como cuando los Roldán se mudan de Asquerosa a Granada, la capital, para no ser menos que los García Lorca. Si, como hemos visto, García Rodríguez es concejal, Roldán Benavides también debe serlo, del partido contrario. Si los hijos de los unos, Federico y Francisco, se matriculan en la inevitable carrera de Derecho, lo mismo hará el hijo de los otros, Horacio Roldán, a quien darán la mínima nota para aprobar el examen final, de manera algo injusta según Miguel Caballero (a Lorca se la regalaron casi, después de años de no dar chapa; a Francisco, mejor estudiante, le pondrían sobresaliente).

Mientras tanto, pasan los años y Federico García Lorca va y viene entre Granada y la madrileña Residencia de Estudiantes, entre las decepciones y la fe en su destino artístico; entre la Huerta de San Vicente y del Tamarit, donde tanto ama el silencio nocturno del balcón abierto del verano, y las ganas de tener bien lejos esa ciudad bellísima y opresiva donde se agita “la peor burguesía de España”, según declarase no mucho antes del inicio de la guerra civil. Cuando su éxito era ya proporcional a la bilis que ciertos elementos de la vida española venían profesándole, gota a gota y desde lejos.

El poeta “apolítico”

Dejamos atrás el parque García Lorca de Alfacar, avanzamos (en moto) por la carretera que lleva a Víznar, pero a escasos metros nos detenemos en el arcén y nos internamos en una zona agreste, a la izquierda de la carretera. Caballero quiere ilustrarnos con otra de las leyendas, según la cual “un tal Valentín” decía que lo habían enterrado aquí, en la zona llamada del Almencijar: “Decían que aquí había una piedra, y que en la piedra había tallada una cruz, y que eso significaba que había una fosa. Así que yo te voy a enseñar la piedra, para que veas tú los disparates”. “A los de la Asociación de la Memoria Histórica les dijo la consejera de la Junta de Andalucía que aquí; las cosas de la política… Nosotros pasamos el radar y claro que no hay nada”.

Hay un aspecto de todo este entramado lorquiano que merece otra bifurcación en el camino, relacionado también con la política: la supuesta aversión, o indiferencia, que sentía por la política Federico García Lorca, y que ha derivado directamente en el adjetivo apolítico para definir al escritor en no pocas ocasiones. Es el que utilizó, por ejemplo, su amigo José Pepín Bello en el documental de Emilio Ruiz Barrachina [Lorca, el mar deja de moverse, 2006]: “Federico era el ser más apolítico del mundo. No le interesaba nada la política. Él sólo era poeta, nada más”.

Pero decir esto sobre Lorca es, en el mejor de los casos, simplificar la cuestión de manera harto irresponsable. Por incomprensión, de las complejidades de él y de su obra, o por mera ligereza. [También existen –no sería el caso de Bello– ligerezas calculadas, destinadas más bien a blanquear de connotaciones incómodas la marca Lorca]. “Sólo un cretino no tenía ideas políticas en esa época”, habría dicho su hermano, Francisco G. Lorca, según contaba Gibson en el mencionado documental. Es posible. Lo que resulta diáfano como el día, con sólo leer sus obras, su correspondencia, sus declaraciones a la prensa, su conducta, es que Lorca jamás vivió en ningún limbo de marfil: era exactamente al contrario. Y decir de alguien –cualquiera– que es “poeta nada más” es como decir nada. Pero conviene hilar lo más fino posible en este aspecto.

Federico García Lorca nace, sí, en el seno de una familia adinerada. Y por su posición de privilegio tendrá todas las facilidades materiales –no sin culpa, no sin quebraderos de cabeza– hasta poder mantenerse por sí mismo con lo ganado por su teatro. Pero tanto en su teatro, desde el principio hasta el final, como en su poesía y hasta sus conferencias, desde el principio hasta el final, late implacable ese “dolor de existir” del que él mismo habló muy pronto. Lorca padece hasta su muerte de esa orfandad sin esquinas ni remedio –ni explicación intelectual– que no puede sino hacer suyo el dolor del mundo, el daño que hace vivir en este mundo, sobre todo a algunos seres que van por este mundo en carne viva, en cueros, y que no pueden evitar –no por bondadosos y virginales, sino porque no pueden evitar, literalmente– que el dolor ajeno resuene en ellos como una antena o un espejo de frío.

¿Quiere esto decir que debía militar en un partido político? No: quiere decir que tanto su carácter como su obra iban a ser intrínsecamente revolucionarios, de la manera más profunda posible: la que cuestiona la vida continuamente, desde la raíz (Changer la vie, decía Rimbaud), no la que se queda en la epidermis pueril de las banderas y las camisas, rojas o azules o rosas. Lorca era un revolucionario, pero un revolucionario sin carné, refractario al gregarismo y las iglesias ideológicas. La distinción es esencial y conviene dejarla bien clara, en un país que tiende de manera fatal a confundir el compromiso de cualquier tipo con las siglas, el posicionamiento moral con la significación por escaños, purezas de sangre o equipos de fútbol (ese Tú de quién eres, tan de aquí, blanco o negro, conmigo o contra mí, porque no se consienten el matiz, los grises, el pensamiento que no consiente la petrificación).

Basta, para comprobar esto, acercarse con un mínimo de agudeza al Romancero gitano (que no cayó nada bien entre la Guardia Civil), o a Poeta en Nueva York (donde no perdona ni al Papa: Grito hacia Roma). Leer bien Bodas de sangre, o Yerma; sus tragedias, que son tragedias por estallar en conflictos entre la pasión y la represión. Saber, por ejemplo, que uno de los mil proyectos que barajaba y que nunca pudo acabar se llamaba Carne de cañón, y pretendía ser una obra sobre “los soldados que no quieren ir a la guerra”. Podríamos seguir: ninguna de sus obras escaparía a una compleja lectura social.

Pero si alguien necesita más prosa y menos verso, ahí están sus declaraciones públicas. Si alguien necesita compromiso en bruto, aquí estas palabras, por ejemplo, aparecidas en el diario El Sol de Madrid el 10 de julio –ojo– de 1936: “Ningún hombre verdadero cree ya en esta zarandaja del arte por el arte mismo. En este momento dramático del mundo el artista debe llorar y reír con su pueblo. (…) Soy español integral; pero odio al que es español por ser español y nada más. Yo soy hermano de todos y execro del hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos”. (Declaraciones inocuas, nada comprometedoras: apolíticas, seguramente, para la derecha española.)

Hay muchas más de ese tono. Por lo demás, ahí están, también, los ataques, rayanos en el insulto, que la prensa conservadora le dedicaría en la etapa republicana, haciendo insinuaciones de parvulario sobre su condición sexual y acusándole de vivir a costa de las arcas públicas con el teatro universitario de La Barraca. O la manera de reseñar Yerma (1934) que tuvo la revista fascista Gracia y Justicia, y que recogió Gibson: “Repugnante. Ninguna mujer decente puede presenciar la obra, que cae dentro del código penal, porque con ella se comete un delito de escándalo público”. (Lo cual era justo una de sus finalidades: “Quiero provocar revulsivos, a ver si se vomita de una vez todo lo malo del teatro actual”.) Dos años después, Lorca pondría fin a la que sería su última obra dramática, La casa de Bernarda Alba. Al parecer, y según las investigaciones de Caballero, ésta también caería, para algunos, en el código penal. En el apartado de la pena de muerte concretamente.

Lorca acababa esa obra al mismo tiempo que dejaba Madrid. Se fue el 13 de julio de 1936, días antes del golpe de Estado; dubitativo, angustiado por la escalada de tensión en el ambiente (en la mañana de ese día había sido asesinado allí el líder derechista José Calvo Sotelo). Comió con su amigo Rafael Martínez Nadal, con quien debatió los pros y los contras de volver a Granada. Varias personas le habían advertido ya que estaría más seguro en Madrid que en su tierra, pero le pudo reunirse con los suyos, el pensamiento (fatal) de que allí las cosas estarían más tranquilas. A la hora del café zanjó el asunto: “Está decidido. Me voy a Granada”.

En algún momento de esa conversación, había dicho a su amigo: “Rafael, estos campos se van a llenar de muertos”.

18 de julio, San Federico

Estos campos entre Víznar y Alfacar se llenaron de muertos, desde ese verano del 36 hasta acabada la guerra, y bien entrada ya la posguerra. Estos campos que nos rodean; a la altura ahora del llamado Peñón del Colorado.

Hemos dejado la moto en el arcén, y seguimos a Miguel Caballero, subiendo una pequeña inclinación: dejamos, a la izquierda, un amplio cercado con un caballo solo, llegando a la derecha a un terreno totalmente llano, elevado sobre el nivel de esa carretera entre Víznar y Alfacar unos cuantos metros. Se trata del lugar que utilizaban las tropas radicadas en la plaza militar de Víznar para hacer instrucción durante la guerra, lindando ya toda esta zona con el frente: tras el levantamiento, los golpistas tomaron la ciudad de Granada, pero la provincia quedó cercada por los republicanos. Era, por tanto, una zona peligrosa, en la que no estaba permitido circular a los civiles. Era, también, toda esta zona (incluida la del parque que dejamos medio kilómetro atrás), el lugar donde se traía a los prisioneros rojos para ser ejecutados y enterrados en fosas comunes. Centenares, o miles de muertos, siguen escondidos bajo estas tierras.

El 18 de julio de 1936, día de San Federico, día también de la sublevación militar y fascista en la Península, la familia se reunió, como era costumbre, para celebrar la onomástica del padre y del hijo mayor en la casa familiar veraniega de la Huerta de San Vicente. De los hijos, sólo acuden Federico y Concha, su hermana, casada con el reciente alcalde socialista de Granada, Manuel Fernández-Montesinos. Apenas dos días después, Fernández-Montesinos es detenido y encarcelado.

El 6 de agosto, un escuadrón falangista comandado por el capitán Manuel Rojas (“probado asesino”, según Gibson) se presentó en la Huerta de San Vicente para realizar un registro. Buscaban una supuesta radio clandestina con la que Lorca estaría en contacto “con los rusos” (abrieron hasta el piano; no la encontraron). El 9 de agosto, un grupo de hombres armados, liderados por un individuo al que llamaban El Marranero (alcalde-títere de la familia Roldán en el término de Pinos-Puente: conviene señalarlo), irrumpe en la Huerta de San Vicente en busca de dos hermanos del casero, Gabriel Perea. De paso, “al señorito Federico le dijeron maricón, le dijeron de todo. (…) Lo tiraron por la escalera y le pegaron”, recordaba la criada de los García Lorca, Angelina Cordobilla. Una hermana de Perea aseguró también que el Marranero dijo, al ver a Lorca: “Aquí tenemos al amigo de Fernando de los Ríos”. [Fernando de los Ríos: ministro socialista en la época republicana, y profesor de derecho en Granada tanto de Federico y Francisco García Lorca como de su pariente, Horacio Roldán. También se llevó a Lorca como secretario personal en un viaje a Marruecos en 1931; dato que casi nadie conocía, según Miguel Caballero, salvo la gente más cercana a la familia.]

Asustados, los García Lorca deciden actuar ya para poner a Federico en un lugar más seguro, y piensan en la familia Rosales, concretamente en Luis: menor que Lorca, también poeta, la relación entre los dos es excelente, y la casa de los Rosales es considerada entonces casi el cuartel general de Falange en Granada, por la autoridad que en ella tienen sus hermanos mayores, Miguel, Pepe y Antonio. Luis –que se puso medio forzadamente la camisa azul, al exponerle su familia: Si el Alzamiento no triunfa, esta casa la arrasarán– resuelve que Federico se hospede (se esconda) en su casa, donde a ningún elemento subversivo se le podía ocurrir acudir a molestar. Allí estará, hasta el mediodía del 16 de agosto.

El 15 de agosto, otro grupo vuelve a la Huerta en busca ya de Lorca y, al no encontrarlo, amenazan con llevarse al padre, don Federico. Concha, la hermana de Lorca, asustada, acaba confesando, de la manera más sutil que puede, que Lorca no ha huido a ninguna parte, sino que se encuentra visitando a su amigo falangista Luis Rosales, escritor como él.

El 16 de agosto es fusilado Manuel Fernández-Montesinos, marido de Concha, cuñado de Federico. Y sobre las 13 horas de esa tarde un contingente paramilitar, encabezado por Ramón Ruiz Alonso y Juan Luis Trescastro (íntimos amigos entre sí, miembros del partido derechista Acción Popular y muy cercanos a la familia Roldán), se presenta en la casa de los Rosales para detener a Federico García Lorca. Esperanza Camacho, madre de los hermanos Rosales, aguanta con coraje y llama a sus hijos para que acudan inmediatamente (con miedo a que le pegaran un tiro a Lorca “nada más salir por la puerta”). Se lo llevan, una vez acompañados por el hijo mayor, Miguel Rosales, hasta el gobierno civil, a escasas manzanas de la casa de los Rosales. Lorca es recluido en uno de los despachos del edificio. Ni Luis Rosales, que acudirá más tarde acompañado de su hermano José –Pepiniqui–, y pondrá en peligro su propia vida desde el momento en que reclama la liberación de Lorca, ni ningún otro miembro de la familia Lorca, volverán ya a ver a Federico.

El llanto, el niño, el pozo

Han pasado 80 años, y esas leyendas, las habladurías, las hipótesis, las versiones respecto a los detalles de la desaparición de Federico García Lorca, han ido en aumento conforme crecía el mito. Ian Gibson y Caballero son los dos investigadores que más se han acercado, en trabajos igualmente titánicos, aunque disímiles, apoyados a su vez en investigaciones anteriores, a esclarecer lo ocurrido durante aquellos días. Pero sus tesis difieren en varios puntos fundamentales.

Uno de ellos, si Lorca fue trasladado y asesinado la misma noche del 16 de agosto o pasó encerrado en el Gobierno Civil desde entonces hasta la madrugada del día 19: es lo que siempre sostuvo Gibson, basándose en el testimonio directo que recabó de la criada de los García Lorca, Angelina Cordobilla. Es una tesis que parece tambalearse, por diversas razones. El otro desencuentro es algo más delicado: no el cuándo, sino el dónde lo matan.

Durante décadas se dio por buena la tesis de Gibson, sostenida por el testimonio de Manolo el comunista, del famoso olivo al final de la carretera de Alfacar. Las excavaciones lo desmintieron. Caballero, por su parte, siguió otra pista: la del investigador Eduardo Molina Fajardo. Antiguo falangista, Molina Fajardo escribió un libro, publicado en 1983, llamado Los últimos días de García Lorca, en el que reunía bastantes testimonios de antiguos compañeros de filas. Seguramente por el estigma de estar escrito por un falangista, no se le quiso dar crédito: es cierto que lo escribió para intentar demostrar que la Falange no tuvo una vinculación directa con el crimen, pero también aportaba datos valiosos. Por ejemplo, sobre el supuesto emplazamiento de la fosa.

Por ejemplo, del capitán Nestares, jefe del sector de Víznar y quien autorizaba en última instancia el paso de los vehículos que transportaban a quienes iban a ser fusilados allí. Su testimonio tuvo “un alto grado de verosimilitud”, según comprobó Miguel Caballero –precisamente por estar contándoselo a Molina Fajardo, un ex compañero de milicia–. El hijo de Nestares, también oficial del ejército, ya retirado, corroboró lo dicho por su padre al propio Caballero recientemente: que “los habían matado [a Lorca y los demás] en el campo de instrucción de las tropas, antes de llegar a la Fuente Grande, a la derecha de la carretera, según se va a Alfacar, después de pasado el puentecillo”. El lugar exacto en el que nos encontramos ahora, con Miguel Caballero, bajo el único árbol del terreno, mientras seguimos hablando de todo esto.

Según otro testimonio recogido por Molina Fajardo, el de Pedro Cuesta Hernández, uno de los falangistas que aquella noche custodiaban La Colonia –cobertizo de vacaciones para escolares reconvertido en antesala de la muerte de ese paraje–, estuvieron allí con Lorca “dos rateros, comunistas, jovencillos; y dos banderilleros, uno que le decían Cabezas y otro Galadí; y después un maestro que había en Pulianas, que le decían don Dióscoro [Galindo]”. Por lo que serían seis, y no cuatro, los fusilados allí aquella noche. Lorca habría pasado horas, desde que llegaran a La Colonia en torno a las once de la noche, y hasta la madrugada, en una de las habitaciones, solo. (Pensando ¿en qué? Haciendo ¿qué? Sintiendo ¿qué?, allí, él solo).

Pero también hubo quien lloró por Lorca, ya entonces, allí mismo: Eduardo González Aurioles. Otro de los falangistas custodios de aquel lugar contaba apenas 20 años y pertenecía a una vieja familia burguesa relacionada con los padres del escritor. “Pasó una noche malísima”, según Pedro Cuesta, “porque me contó que a él lo había salvado Lorca de que se ahogara en una ocasión, no sé si en el mar o en una piscina, y lloró, ¡pero con mucha pena!”. (Es posible que aquello fuera en el balneario de Lanjarón, donde solían pasar algunos días en verano los García Lorca). González Aurioles murió el año siguiente, en la batalla de Belchite.

Lorca salvó a González Aurioles de morir ahogado, pero nunca logró salvar a las niñas caídas en aljibes de sus poemas, a sus niños ahogados en pozos sonámbulos. Y también fue en un pozo, al parecer, donde acabaría él finalmente muerto y sepultado: “Algo así como un pozo alargado, de haber sacado de allí tierra gris”, decía Cuesta. “Recuerdo perfectamente el color de la tierra, que era gris; pero ya estaban los muertos en la sepultura”.

La estirpe de Bernarda Alba

En Federico y su mundo, José Mora Guarnido recogía una entrevista con Manuel de Falla en Argentina [esto lo sabemos nosotros por otro libro, emocionante, de Félix Grande: La calumnia. De cómo a Luis Rosales, por defender a Federico García Lorca, lo persiguieron hasta la muerte], en la que el músico declaró: “Fue una venganza personal, y yo sé quién fue el autor, pero mi conciencia me impide denunciarlo”. Falla era, además de un compositor dotadísimo, un hombre severamente católico. También estuvieron a punto de fusilarlo a él aquellos días, por ir al gobierno civil a preguntar por su amigo.

Para Caballero no hay duda, y los hechos parecen respaldarle, o al menos apuntar en esa dirección: todas las piezas del ajedrez que hizo posible la detención y muerte de Lorca giran en torno a un alfil que jamás se dejó ver en el centro del tablero: Horacio Roldán, de los inevitables Roldán de Asquerosa/Valderrubio. Pariente de Lorca por ese retorcido árbol genealógico de la vega de Granada, su compañero, de él y de Francisco, en la facultad de Derecho. Gran amigo de los que sacaron a Lorca de casa de los Rosales, Juan Luis Trescastro [éste, uno de los que luego se jactarían de haberle pegado varios tiros “por maricón”, aunque no estuvo en el pelotón de fusilamiento] y Ramón Ruiz Alonso, el arribista en que durante todo este tiempo recayó la casi exclusiva responsabilidad del crimen.

Roldán, golpista activo él mismo, era también íntimo del teniente coronel Nicolás Velasco Simarro: el hombre que sustituyó, por ausencia, al gobernador civil, comandante José Valdés Guzmán, precisamente durante todo el día del 16 de agosto, cuando Lorca fue arrestado. De Valdés Guzmán, por su parte, máxima autoridad en Granada y responsable de una de las represiones más cruentas de toda la guerra civil, se sabe que estuvo reunido con la familia Roldán en Valderrubio el día antes del asalto del 9 de agosto en la Huerta de San Vicente (el que comandó el llamado Marranero).

Por lo demás, en el mismo pelotón de fusilamiento que asesina a Lorca encontramos a un Benavides: Antonio Benavides Benavides (sus padres, primos hermanos). Nacido en Romilla, como todos los Benavides, y primo de José Benavides Peña: este último, el hombre que, al casarse con dos hijas de Francisca Alba –aunque a años luz de ser un seductor–, habría sugerido a Lorca, en el salto de sublimación necesario para levantar su obra, al Pepe el romano de La casa de Bernarda Alba. (También tío, para apretar el nudo infinito, de Horacio Roldán).

“¿Sabían los Roldán –se preguntaba ya Gibson en su biografía– que Lorca acababa de escribir una obra con el título La casa de Bernarda Alba?”. Es probable: porque ese mismo mes de julio había dado en un carmen del Albaicín una lectura de la misma, para amigos, conocidos, familiares. Según Caballero, lo sabía Alejandro Rodríguez Alba: cuñado del ubicuo Horacio Roldán e hijo de Francisca Alba.

¿Por qué? ¿Por qué ese empeño de Lorca, a la hora de levantar esa obra maestra, en agraviar a los Roldán? (Ya hemos visto que decir Alba era como decir Roldán, que decir Roldán era como decir Benavides: Mi sangre no se junta con la de los Humanes mientras yo viva, dice en algún momento Bernarda Alba). ¿Por qué Bernarda Alba, pudiendo utilizar cualquier otro apellido para bautizar a ese arquetipo de bestia autoritaria? ¿Por qué llamar Benavides (Antonio María) al difunto marido de Bernarda Alba? ¿Por qué Pepe el romano, también, al personaje ausente/omnipresente que desencadena la tragedia en la casa de Bernarda Alba? ¿Por qué esos nombres, pudiendo haber utilizado cualesquiera otros, y sabiendo absolutamente a quién iba a escandalizar esta vez? Su madre, Vicenta, y su hermano Francisco trataron de convencerle de que los cambiara: no le dio la gana. ¿Fue éste el último movimiento necesario del ajedrez fatal (de los azares o los rencores o las envidias) para que lo matasen?

Más allá de viejas rencillas familiares, de roces provincianos: ¿qué necesidad irresistible tendría el dramaturgo Lorca para actuar de esa forma, en un ámbito (su obra literaria) en el que absolutamente nada, para él, podía ser casual, no obedecer a su plan de relojería? El argumento de la venganza que esgrime Caballero puede ser válido, pero: ¿de qué, concretamente? ¿Por qué querría él, personalmente, Federico, vengarse de esos parientes, de manera tan expeditiva, tan visceral?

Quizá lo acabemos sabiendo, como vamos sabiendo otras cosas, poco a poco. De momento, el equipo que acompaña a Miguel Caballero, la asociación Regreso con honor, el arqueólogo Javier Navarro, ya ha conseguido desenredar la (dificilísima) madeja burocrática que durante años paralizó la posibilidad de excavar aquí, en esta explanada del Peñón del Colorado, para buscar, por voluntad de la familia, al maestro Dióscoro Galindo, y a quienes le acompañasen. [H[Hay otros familiares de víctimas, según Caballero, nada interesadas en que esto se mueva.]/p>

Si todavía hay alguna posibilidad de encontrar los restos de esos seis asesinados en agosto de 1936, es aquí. Bajo la tierra que pudo sepultar en un pozo, una noche, a seis ahogados en sangre, a la única luz de los faros siniestros de un automóvil: aquellas noches de agosto apenas podía verse la luna desde aquí, ya en su última fase menguante.

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