El niño al que las bombas de «La Desbandá» le arrebataron la infancia

Salvador Guzmán fue uno de los niños supervivientes del trágico éxodo provocado por la entrada del ejército fascista en Málaga y que movilizó hasta 150.000 personas

PÚBLICO | BORJA DÍEZ | MÁLAGA | 7-2-2019

Los ojos de Salvador Guzmán se clavan fácilmente en la mirada de la gente. Desnuda su memoria y la muestra con suma facilidad a pesar del tiempo transcurrido. Describe el silbido de las bombas y el bamboleo de su cuerpo tras su estallido como si todo hubiera pasado ayer. Pero ya hace 82 años que este nene, como tiernamente se describe, fue arrebatado de su infancia y tuvo que vivir la barbarie de la Desbandá.

El Rubio apenas tenía seis años cuando su padre, José Guzmán, teniente de alcalde socialista del Ayuntamiento de Coín, les encomendó a él y a sus hermanos aquella madrugada del 7 de febrero recoger los bártulos más importantes para huir de lo que días después se materializó: la irrupción del bando fascista en Málaga y su toma por parte del ejército de Franco.

No titubea. Señala con sentido del humor una herida en su cabeza “provocada posiblemente por una metralla” y reconoce que la verdadera cicatriz está en su corazón. En sus memorias, grabadas a fuego tras ser testigo de la fiereza del ser humano.

 “Es una alegría poder contarlo… me dan también pena los recuerdos, pero yo al menos puedo contarlo”, destaca Guzmán, que evita entrar en detalles al relatar la cantidad de niños que, como él, corrían de la ferocidad del ejército franquista pero que quedaron por el camino. “No puedo, olvidar, no puedo olvidar…”, repite constantemente, a lo que también añade: “Solo me sale darle amor a la gente, después de todo lo vivido…”.

Primer atisbo del terror

El camino de aquella madrugada se interrumpió primero cerca de la Alameda de Málaga, donde se reencontraron con un guardia de asalto paisano, Francisco Barea, quien les animó a seguir su camino y se negó a acompañarles. “Estamos luchando en las calles contra el franquismo, tengo que defender la república”, les dijo.

La siguiente parada fue un centenar de metros adelante. Varios soldados les dieron el alto para pedirles que se llevaran al Limonar (un barrio de Málaga) a una mujer que estaba a punto de dar a luz en una cuneta. “Una de las cosas que más me arrepiento en esta vida es no haber descubierto posteriormente quién era aquella mujer… Jamás volví a saber de ella, me provoca muchísimo dolor”, detalla.

Una vez dejaron a la mujer en ese barrio y se encaminaron a la carretera que conectaba a Málaga con Almería, la barbarie dejó de ser un recurso propagandístico del fascismo para amilanar a la población para convertirse en una realidad. “Lo primero que vimos fue a un hombre encañonar a su mujer delante de sus hijos. Le disparó a ella y, después, le siguieron sus hijos…”, cuenta mientras su semblante comienza a tornarse decepcionado.

El infierno del ‘Canarias’ y el ‘Cervera’

Al llegar a la costa todo se complicó muchísimo más. Había varios aviones sobrevolando la carretera y los buques Canarias Cervera estaban pegados a la playa bombardeando los caminos. “Había pedazos de criaturas, de animales. Fue un infierno. Cuando llegamos a Salobreña las calzadas estaban llenas de cuerpos, de sangre…”, narra.

Llegó un momento que avanzar con el coche era una odisea. Unos soldados de la FAI se bajaron de un vehículo y les ayudó a quitar cadáveres de la carretera. El chófer, acongojado y despavorido, se negó a conducir con las luces puestas. No había más alternativa: conducir por la mañana no era una opción; o conducías con luces y te jugabas ser un blanco fácil para los buques, o sin ellas y caías en el riesgo de precipitarte al mar.

La lluvia de bombas les obligaba cada día a recluirse cada mañana en las montañas. Guzmán recuerda con entrañeza que, una vez, se escondió junto a un señor mayor entre unos arbustos. “Cada vez que se escuchaba el silbido de las bombas y su explosión se percibía lejos de nosotros, me decía, «rubio, de esta nos hemos librado»”.

Guzmán no es timorato. El dolor que todavía perdura en él jamás tornó en rabia, en ganas de venganza. Desde demasiado joven se familiarizó con el olor a sangre. Conoció lo que es verdaderamente una tragedia sin apenas llegar a los 10 años. 
Solo interrumpe su relato para enseñar un baúl con varias libretas en las que, con los años, ha ido escribiendo su autobiografía. “La BBC me quiso pagar un montón de dinero por ella, pero no vendo mi dignidad. Mi historia se la cuento al que quiera gratis, porque el mundo jamás debería olvidar lo que pasó”, manifiesta.

Por eso Salvador Guzmán nunca dice que no a nadie cuando le piden charlar con él. Periodistas, directores de instituto, incluso vecinos y desconocidos… este todavía vigoroso superviviente sabe que es memoria viva de la tragedia y que su deber es contarlo.

El hambre y los piojos, sus grandes compañías

El éxodo a Almería también estuvo protagonizado por la falta de alimentos. Pasó tres días sin llevarse nada a la boca y, para colmo, también tenía piojos. Incluso llegó a sufrir de sarna y tifus. La llegada a la capital almeriense supuso un alivio para su padre y sus hermanos que pronto tornó en aflicción.

La Legión Condor decidió convertir Almería en un lugar idóneo para probar sus armas de fuego. Obligaron a su padre a ir al frente de combate y él tuvo que huír a una cueva, donde escapaba de las autoridades que montaban a los niños en barcos con destino a México o Rusia. Él no se movería sin su padre. Estuvo hasta casi el final de la guerra visitando diariamente la estación de trenes con la esperanza de ver a su padre.

Guzmán estuvo a punto de embarcarse en una fragata de la que consiguió huír a tiempo. En ella sí consiguieron salir de España tres ilustres literatos: Juan Ramón JiménezPablo Neruda y Rafael Alberti. Las letras de la esperanza, de la lucha por la libertad y de las odas a la democracia cruzaban el charco huyendo a la barbarie fascista… mientras él permanecía a la espera de su padre. “Después pude conocerlos en algunos actos y charlas con ellos… fue una bendita casualidad, fueron muy amables conmigo”, cuenta.

El milagro se avino a finales de abril del 39. En uno de sus cientos de viajes a la estación pudo oír la voz de su padre. Tras años donde la única sonrisa aparecía cuando se llevaba un trozo de comida a la boca o las tropas del buque Jaime I le invitaban a café, Guzmán volvió a sentir la felicidad. Para la narración, aprovecha la pausa para darle un pequeño sorbo al café y sus facciones de la cara cambian completamente. “Gritaba ‘Salvarillo, Salvarillo’, he vuelto”, detalla con verdadera plenitud.

La mal nombrada ‘Desbandá’

A pesar de todo su pesadilla no terminó ahí. Solo empezaba. De camino de vuelta a Coín, en la estación, un conocido traicionó a su padre y fue llevado a la antigua cárcel de Málaga. Antes de que fuera “ajusticiado” (y se agarra a la silla y aprieta los dientes antes de contarlo) iba todos los días a llevarle algo de la poca comida que les quedaba.

José Guzmán fue fusilado el 17 de octubre de 1944 sobre los muros del cementerio de San Rafaella fosa común más grande exhumada hasta ahora en Europa occidental. Su nombre, como los de los más de 2.500 allí identificados, se encuentran grabados en un monolito en honor a los olvidados.

Salvador parece estremecerse verdaderamente cuando se menciona a La Desbandá. Insiste que odia escucharla. Que él no era un pájaro. Que las 150.000 personas que se vieron involucradas en ese trágico (y durante mucho tiempo invisibilizado) terror eran seres humanos. “Me hace daño, me hace mucho daño… Por favor, dejad de denominarla así, no se honra de esta manera a tantísima gente que murió aquellos días”, dice tajantemente.

Yo soy socialista y republicano hasta la médula. Eso no quiere decir que mataría por mis ideales, no somos dueños de nuestra vida”, sentencia. “Mi papá, mi papá…”, murmura mientras deja un largo y estremecedor silencio… “mi papá no mató ni robó”. A Salvador se le ilumina la cara cuando habla de su padre. Señala la foto que guarda en su salón y cuenta que se quedó fuera del ejército durante la guerra de Marruecos.

Guzmán cierra las libretas en las que ha escrito sus hazañas y se resiste a que las nuevas generaciones olviden su pasado, “las letras que ha escrito la historia de su nación”.

Es el primero en acudir todos los años a lo que él siempre gusta de llamar La carretera de la muerte, una tragedia que, de no ser por Robert CapaNorman Bethune y otro millar de héroes a los que la historia ha dejado en la sombra, habría quedado en el olvido. 

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