El reloj de Miguel Hernández, por Eva Díaz Pérez.

Hay cosas que son mucho más que ‘cosas’. Objetos cuasi animados por su repercusión histórica que merecían la tinta de una página veraniega. Glosamos algunos de ellos

EVA DÍAZ PÉREZ / 07/08/2015 / El Mundo

Está a punto de atravesar la frontera de Portugal, pero no le queda dinero e intenta vender su traje azul y un reloj. Un reloj de oro que resulta extraño en alguien que camina con alpargatas por senderos polvorientos. Evidentemente es un ladrón que huye de la España en guerra, así que es denunciado y devuelto a la Guardia Civil. Esa noche el ladrón dormirá en la cárcel de Rosal de la Frontera en Huelva. Nadie sabe que es un poeta, un poeta célebre que además ha animado a las tropas republicanas del frente. Pero en un cambio de guardia un agente lo reconoce porque es paisano. Descubre que ese supuesto ladrón de relojes es un peligroso activista rojo. Lo de poeta es lo de menos. Un poeta que guarda en el bolsillo el reloj de oro que le regaló un amigo, Vicente Aleixandre, el día de su boda con Josefina Manresa. Un reloj que late con un mecanismo intrigante y cuyas manecillas parecen marchar hacia atrás porque a él ya se le acaba el tiempo.

Pero recapitulemos para ir hilando los azares que encadenan la mala fortuna del poeta. Ese camino que lleva directamente al nicho 1.009 del cementerio de Alicante y que han comenzado a marcar las manecillas del reloj de oro.

Miguel Hernández ha luchado en la Guerra Civil destacando por su labor en el periódico El altavoz del frente. El poeta lucha siguiendo los vientos del pueblo por las cunetas que ya están llenas de zapatos vacíos. Camina con olor a batallones de pólvora y muertos.

Estamos en abril de 1939, la primera primavera de la victoria, y un derrotado y perdido Miguel Hernández decide huir hacia Portugal. Por consejo de su amigo Eduardo Llosent, quien fuera director de la revista Mediodía -una de esas revistas hijas del espíritu del 27-, llega a Sevilla para pedir ayuda al poeta Joaquín Romero Murube en su viaje hacia el Sur.

En Sevilla comienza un episodio que parece imposible, un capítulo de la biografía de Miguel Hernández que aún permanece lleno de elementos apócrifos, medias verdades y algo de leyenda. Una leyenda sucedida mientras “la ciudad cristalina yace pisoteada”.

Hernández llega a la Sevilla dominada por Queipo de Llano, el general que arrasó a sangre y fuego la ciudad en los primeros días de la Guerra Civil convirtiéndola en capital de la retaguardia y llamándose a sí mismo virrey de la Andalucía. El poeta le dedicará versos satíricos: “… Y hunde su talón grosero/ un general de vino desgarrado,/ de lengua pegajosa y vacilante,/ de bigotes de alambre, groseramente astado”.

El reloj que le regaló por su boda Aleixandre hará que le crean un ladrón

Joaquín Romero Murube, que es alcaide del Alcázar, recibe a Hernández. Murube, autor de tratados de cielos perdidos y que poetiza los espejos que guardan el cadáver del aire, es como un embajador del monumento. Un día recibe al sha de Persia y otro recorre las estancias y aposentos del monumento con Jean Cocteau o el doctor Fleming.

Este abril de 1939 coinciden dos visitantes: Miguel Hernández, fugitivo camino de la frontera portuguesa y Francisco Franco, victorioso y aún con las botas llenas de sangre de la guerra. A partir de aquí comienza la leyenda.

Alguna vez Murube aseguró que ambos personajes coincidieron en los jardines del Alcázar y que él mismo los presentó. Sin embargo, mezclaba recuerdos o fabulaba de forma intencionada cuando relataba que hizo pasar al poeta como un jardinero. Decía incluso que el dictador preguntó que quién era el hombre que caminaba por las azoteas. Esa figuraba que se recortaba al atardecer sobre el jardín renacentista del Cenador de la Alcoba o que paseaba entre los arriates de tiempos de Almutamid.

El tipo-sombra que era una contraluz sobre el luto de las azoteas y que se refugiaba en la poesía escribiendo Visión de Sevilla: “Amordazado el ruiseñor, desierto/ el arrayán, el día deshonrado,/ tembloroso en cancel, el patio muerto, en medio, degollado”.

Mientras, Romero Murube explica a Franco el origen histórico de los jardines, pero el dictador culón con voz de flauta sólo pregunta cosas raras como cuánto pesan las palmeras. Murube tiene miedo porque, a pesar de ser un hombre conservador que vistió la camisa de Falange, es en el fondo un liberal con un pasado de poeta de vanguardia. El mismo que en 1937 publicó la obra Siete romances en la que denunciaba el asesinato de Lorca. Es evidente que tiene que disimular.

Quizás es aquí cuando entra la versión de algunos acerca de que Romero Murube invitó a Hernández a marcharse del Alcázar. Tenía miedo y no quería arriesgarse. Así comienza la desesperada huida de Hernández por Andalucía. Ese itinerario trágico en el que sólo se siente consolado cuando puede leer pasajes del libro de su amigo Aleixandre La destrucción o el amor que lleva en el bolsillo. En el otro late desesperadamente el reloj que desencadenará la tragedia. Ya queda menos.

http://www.elmundo.es/cultura/2015/08/07/55bf9f18e2704e203f8b45a7.html