El último testigo del horror nazi

El sierense Vicente García Riestra es el único superviviente asturiano de los campos de concentración y el único español vivo de los que pasaron por Buchenwald

EL COMERCIO | AZAHARA VILLACORTA | GIJÓN | 8-1-2017

«No soy un héroe. Todos los héroes están muertos. Soy solo alguien que tiene una misión:que no se olvide el horror de la España de la guerra y la posguerra, de la Europa de los nazis. Esa será mi herencia», suena, alto y claro, al otro lado de la línea telefónica. Y nadie diría que quien habla desde su casa de Périgueux (Francia) es un hombre que el próximo día 20 cumplirá 92 años con una pierna destrozada por la metralla alemana. Nadie, que ese hombre es el último superviviente español del campo de concentración de Buchenwald, a donde llegó recién cumplidos los 19 y de donde saldría un año y cuatro meses más tarde. El último superviviente asturiano de los centros de internamiento nazis, esos avernos en la tierra donde «no había esperanza». Pero Vicente García Riestra, nacido en Pola de Siero en 1925, hijo de Gregorio y Áurea, sigue siendo un luchador de los que no claudican. «Eso, nunca». De los de una pieza. Y, por eso, todavía tiene arrestos para atender al teléfono, visitar escuelas, ofrecer charlas que le vuelven «a revolver las tripas» a fuerza de recordar. «Hasta el día que me muera».

Le quedan agallas más que suficientes y una memoria intacta: «Tengo las fechas grabadas». Como que, cuando era un chaval de apenas once años, le sorprendió la sublevación franquista en Noreña, a donde Gregorio y Áurea se habían trasladado junto a sus ocho hijos (tuvieron diez, de los que dos murieron) tras un breve periodo en El Berrón y donde el padre fue nombrado jefe de abastecimiento del municipio por las autoridades republicanas. Un hombre, cuenta Vicente, que «repartía la comida por igual. Daba igual la ideología de quien la recibía». Ycuyo único delito, clama, «fue ser miembro de la UGT. Por eso lo fusilaron los fascistas, porque hay que llamarlos por su nombre. Los enemigos de la República –un régimen elegido por el pueblo– lo que hacían para perjudicarla era acusar a todo el mundo de comunista. Nunca hubo tantos comunistas en España como entonces», ironiza con un sentido del humor que también conserva.

El padre insistía:todos estaban en peligro. Debían huir a Rusia. «Pero mi madre no quería ir tan lejos». Así que idearon otro plan: Áurea y cuatro de sus hijos embarcarían desde El Musel rumbo a Francia para, desde allí, trasladarse a Cataluña, aún bajo el control republicano. Yasí se hizo. Atrás quedaban Gregorio y el resto de los guajes. Entre ellos, José, alias ‘Gorín’, que se alistó en las milicias y que «aún sigue en una cuneta. Tenía 17 años cuando lo asesinaron. A mi padre voy a ponerle un ramo flores a la fosa común de Oviedo cada vez que puedo viajar a Asturias, pero, después de tantos años buscándolo, él ni siquiera sé dónde está».

Con su padre y ‘Gorín’ fusilados pocos días después de la caída de Asturias, a Vicente todavía le quedaba «mucho sufrimiento» por delante, porque fue separado de su madre y el resto de sus hermanos para ser internado en un colegio de Sant Boi de Llobregat.

«Allí, en enero de 1939, escuchamos por la radio que las tropas de Franco entraban en Barcelona. Los maestros nos dijeron que no quedaba otra alternativa que marcharnos a Francia», recuerda como si fuese ayer. Y, sin tiempo para reunirse, «cada uno se fue por su cuenta. Yo hice el viaje solo, mezclándome con la población y con las Brigadas Internacionales que estaban en La Garriga, sin hablar palabra de francés, con una manta que aún guardo en mi habitación, ochenta años después. Y, al pasar la frontera, nos metieron en una playa. Sin barracones. Sin nada. Las pasamos putas».

Pero, poco antes de cruzar la frontera, fue herido por la metralla de las bombas que la aviación alemana lanzaba sobre los civiles que huían a la desesperada. Así que el destino quiso que terminase en el hospital francés de Le Mans, donde se recuperó de sus lesiones y donde una enfermera logró encontrar a su madre: «Fue una alegría enorme. Yo tenía la ilusión de que se hubiera salvado, pero no estaba del todo convencido. Y ella creía que yo me había quedado en España».

Una vez todos juntos, García Riestra empezó a trabajar en tareas agrícolas mientras que Lucien, el maestro del pueblo en el que vivían, empezó a realizarle encargos que al principio no entendía: «Ya que vas para allá, ve a casa de la señora ‘tal’ y dile esto…». Y, muy poco después, Vicente se integraba oficialmente en la Resistencia haciendo trabajos de correo y de espionaje: «Sobre todo, pasaba información sobre los movimientos de las tropas alemanas».

Hasta que «un chivatazo de un traidor» concluyó con su detención y la de una treintena de compañeros. «Nos cogieron a todos a la puerta de casa. Conocían todos nuestros domicilios».

Vicente pasó unos días en el penal de Bergerac antes de ser enviado a la cárcel de Limoges, donde lo molieron a palos. Había caído en manos de los nazis: «La Gestapo se encargó de nosotros a conciencia. Durante los interrogatorios, te sacaban lo que quisieran. Pensaba que me mataban. Me tumbaban en una mesa y me ataban los pies y las manos por debajo para pegarme a gusto. Al volver a mi celda, tenía toda la espalda morada y mis compañeros me la frotaron con agua para calmar el dolor. Me preguntaron por qué mi padre había sido fusilado y supe que los franquistas les pasaban información para perseguirnos».

Y, de ahí, a Compiègne, donde lo montaron en un convoy al infierno junto con cientos de almas hacinadas, hambrientas, haciendo sus necesidades en un rincón, «todos apestando»:Buchenwald, uno de los más mortíferos campos de concentración en territorio alemán.

«Cuando llegas y estás a dos metros de la entrada del campo, no ves nada. Pero, en cuanto pasas la puerta, se te cae el alma a los pies». Nunca olvidará su primera visión:«Bajas del tren y lo primero que ves es una fila de soldados con sus perros preparados para el ataque. Te dan un estacazo en la cabeza o en la espalda y andando hasta el campo».

Rapado, desinfectado, humillado, apaleado, ese 24 de enero de 1944, con los 19 recién cumplidos, Vicente García Riestra se convirtió en un número:el prisionero 42.553, como atestigua el pantalón del uniforme del campo, que guarda como un testigo fiel de que no miente. De que por Buchenwald pasaron 250.000 personas.De que el número de víctimas provocadas por enfermedades, desnutrición, trabajos forzados, tortura, experimentos médicos y fusilamientos se estima en 56.000.

Pero el azar se alió con él y, tras pasar un periodo de cuarentena, fue seleccionado para trabajar en las cocinas, lo que le permitió sobrevivir: «Se endurece uno por fuerza. Ves a los compañeros más recios caer como moscas y vives situaciones tan críticas como los ahorcamientos a modo de escarmiento que ni siquiera te las puedes imaginar. ¿Escapar? ¿Con un traje rayado y sin saber alemán?¿A dónde?Al principio, veías pasar los carros llenos de muertos y te quitabas la gorra en señal de respeto. Luego ya ni te descubrías ni nada. Solo pensabas: ‘El próximo seré yo. De aquí ya no salgo’. Porque, además, en un campo de concentración nunca sabes quién te va a matar. Estás pendiente todo el día de todo y de nada. El peligro no son solamente las SS y la Gestapo. Es que están también los triángulos verdes, que identifican a los criminales de toda calaña».

El que le identificaba a él era rojo, el destinado a los presos políticos. Y,como García Riestra está hecho de la pasta de los que no se rinden, formó parte de la resistencia organizada dentro del campo, que consiguió tomar el control de Buchenwald «sin pegar un solo tiro».

«Cuando llegaron los americanos, nosotros ya teníamos el campo liberado. Los guardianes huyeron cuando las cosas empezaron a ponerse feas y nosotros, detrás. Entonces todos los países empezaron a mandar delegaciones para auxiliar a sus prisioneros, de más de cuarenta nacionalidades. Menos España. Nosotros no teníamos país». Corría el 20 de mayo de 1945. Vicente García Riestra pesaba 28 kilos, 40 menos que cuando llegó al abismo. «Éramos cadáveres andantes». Muertos que debían volver a la vida y recuperar a los suyos:«Cuando me encontré con mi madre, ella lloró más que yo. Nosotros ya teníamos el pellejo tan duro que hacía falta mucho para hacernos llorar». Ynunca volvió a España más que para seguir peleando:«No paré hasta que conseguir ponerle una placa a mi hermano en Noreña y he escrito a ministros, presidentes y diputados para que se aplique la Ley de Memoria Histórica».

Porque, que nadie se equivoque, «en el Gobierno todavía queda mucho heredero del franquismo, la Iglesia sigue teniendo un gran poder en España y el fascismo avanza en Europa». El luchador sierense no tiene la nacionalidad española:«No voy a pedírsela. Ellos me la quitaron y ellos me la tienen que dar. Yo no me arrodillo ante el Rey ni ante nadie. Solo ante la República. Nací luchando y moriré luchando».

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