El «veraneo» de Luis Caballero en el Batallón de Oromana

41500.INFO | JOSÉ ROMERO | 28-2-2020

Uno de los testimonios más vivos del Batallón Disciplinario de Alcalá lo ofreció Luis Caballero, un preso que, ya por 1942 y a pesar del sombrío ambiente, despuntaba como un notable intérprete de alegrías y peteneras. El cantaor de Aznalcóllar fue recluido en Oromana tras combatir como guerrillero en la Sierra Norte y perder a su padre ante un pelotón de fusilamiento. Su lucha por sobrevivir y su esperanza de hallar un futuro mejor a través del flamenco marcaron sus días alcalareños.

Cuando murió en 2010, todas las necrológicas sobre Luis Caballero Polo apuntaban en una misma dirección. Había fallecido un “maestro” del cante, decían los diarios. Un artista que, en opinión del crítico Manuel Bohórquez, se había ganado el respeto de cabales y aficionados “con el esfuerzo diario del trabajo bien hecho”, a pesar de no haber sido considerado nunca una figura de primera línea, al menos desde una perspectiva “comercial”. Su cante era, según Alberto García Reyes, “estilizado, medido, analítico y crucial”. De él se comentó que había engrandecido el fandango, que dominaba como pocos la petenera y que disponía de un repertorio amplio desde la soleá a la malagueña.

Fue un innovador del arte jondo por haber impulsado –desde  las tertulias de Radio Sevilla, en las que participaba junto a Manuel Barrios, Antonio Mairena y Naranjito de Triana– las primeras “misas flamencas” celebradas en iglesias, cuyas grabaciones fueron reconocidas con el premio Ondas en 1971. Y se convirtió, además, en un meritorio escritor e investigador del flamenco, un explorador de sus raíces y de las biografías de una serie de cantaores, guitarristas y bailaores habituados a soportar penurias. Desdichas similares a las que él sufrió en carne propia.

Porque las “fatigas flamencas” que describió Luis Caballero en sus libros no fueron simples curiosidades para componer sus obras, sino experiencias de angustia y miseria vividas en primera persona, por más que se empeñara en señalar que “lo suyo no fue nada comparado con tanto dolor ajeno”. Esos recuerdos trágicos los disfrazaba, a veces, con retales de humor. De manera que del “limón amargo” de la memoria, en palabras de Emilio Jiménez Díaz, el cantaor era capaz de exprimir “una limonada fresca y jugosa”. A pesar de tantas desgracias, Luis Caballero procuraba distanciarse del odio y el rencor; y así lo dejó plasmado en sus textos, que representan, a día de hoy, valiosos documentos para conocer los ambientes flamencos antes, durante y después de la Guerra Civil.

Por ejemplo, en Historia de flamencos y flamencos de historia, recogió varias anécdotas referidas por su cuñado, el también cantaor Pepe Aznalcóllar. Este contaba que había entablado amistad con el indescriptible Bizco Amate, un pícaro criado en el barrio del Cerro del Águila, digno de las Novelas ejemplares de Cervantes, que se ganaba la vida interpretando coplas en los tranvías de Sevilla o en cualquier otro lugar donde pudiera conseguir unas monedas. En una ocasión, narró Luis Caballero, el Bizco Amate distinguió a Pepe Aznalcóllar asomado a la ventana de su piso y le gritó: “Aznalcóllar, échame una peseta aunque esté rota”, refiriéndose a los billetes que circulaban entonces. Le replicó el otro: “Pero, hombre, Bizco, ¿no ves que se la va a llevar el viento?”. A lo cual el Bizco atajó: “¡Pues échamela metía en un bollo!”

Heredero de inconformistas

Esa actitud irónica la mantuvo igualmente en sus memorias, publicadas en 1992 bajo el título de Luis Caballero visto por Luis Caballero. Por entre la paz, la guerra y el cante. En esas páginas, el cantaor repasó su vida desde su nacimiento “en una casita humilde” de Aznalcóllar en 1919; y más atrás aún, desde sus antepasados, entre los que se encontraba el bandolero Juan Caballero, quien fuera capitán de partida por tierras de Estepa y compañero nada menos que de José María ‘El Tempranillo’. Acaso predestinado, Luis Caballero, que pertenecía a una familia de campesinos y mineros, se declaró heredero del inconformismo de su abuelo Frasco y del primo de este, el mencionado Juan Caballero, ambos “en desacuerdo con el caciquismo local, opresor y dueño del destino socioeconómico de los jornaleros”.

Veneró a su padre, Vidal Caballero –también dedicado a la agricultura y a la minería–, por su carácter imperturbable, sus convicciones sindicales y su denodado esfuerzo por aprender a leer y escribir. Junto a él y su hermano mayor, Luis Caballero asistió al asedio de las tropas nacionales a Aznalcóllar en julio de 1936, y compartió una huida posterior a la Sierra Norte de Sevilla, donde se refugió con una treintena de guerrilleros, que, desesperados por el hambre y las enfermedades, acabaron entregándose y puestos a disposición de un consejo de guerra.

Luis Caballero fue condenado a veinte años de cárcel; su hermano, a treinta; y su padre, a pena de muerte, ejecutada el Domingo de Ramos de 1937, día aciago que lloró en una siguiriya: “Mataron a mi pare/ una madrugá/ de un día mu grande y señalao/ por la cristiandad”. En ese momento, comenzaría la particular “odisea” de Luis Caballero, su ruta “de penal en penal”, pasando por las prisiones de Sevilla, El Puerto de Santa María, El Dueso, Vitoria, Madrid, Peñaranda de Bracamonte, Reus y Alcalá de Guadaíra.

Por la mente de Luis Caballero, todavía cantaor en ciernes, había pasado ya la sombra del suicidio. Apenas tenía veintitrés años cuando lo destinaron al Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores Penados número 96, instalado en Alcalá, en la zona de San Buenaventura o las Viñas. Allí, cobijados en frágiles tiendas de campaña, por las cuales traspasaban las picaduras de los alacranes, convivió junto a unos trescientos soldados, que sufrieron los rigores y las vejaciones propias de un campo de concentración.

Corría 1942 y a Luis Caballero difícilmente le sorprendía la dureza del lugar. Después de todo lo visto por España, ni los trabajos forzados, ni el recinto de castigo, ni la suciedad, ni la disentería, ni el tifus, ni el rapado completo del cuerpo, ni la fumigación, ni los baños helados en el Guadaíra, ni tan siquiera los ensayos médicos que los alemanes practicaron con los prisioneros consiguieron amilanar su ánimo.

Por este motivo, en su libro Por entre la paz, la guerra y el cante, casi todas las alusiones a Alcalá fueron de entusiasmo, puesto que en esta localidad se reencontró con su mayor pasión, que no era otra que el flamenco. Desde que subió al tren en la estación de San Bernardo –“con olor a pan caliente […] Inaudito. Esto ya no era un milagro, esto es la gloria”– hasta su entrada en el pueblo, la perspectiva, dentro de la gravedad de la situación, fue halagüeña.

Recordaba el cantaor que al llegar a Alcalá, los soldados presos tuvieron que desfilar “en formación de dos, por la calle de la Mina”, con el propósito de que los vecinos comprobaran, en un alarde de “pedagogía” dictatorial, quiénes eran los vencedores y quiénes los vencidos. Por este mismo motivo, el recinto del batallón se situaba tan cerca de la población. Como apuntan Edurne Beaumont y Fernando Mendiola, la proximidad servía de lección ante posibles insurgencias; y, de paso, ayudaba a que “los desafectos aprendieran cuál era su lugar en el nuevo régimen”.

Siempre alerta, Luis Caballero aprovechó ese primer “paseo” por el centro de Alcalá para contactar con su amigo alcalareño Ángel Olivero Guillén, “colega de otras fechas carcelarias”, quien le ayudó en la medida de lo posible a hacer más llevadera su detención. La creciente fama de Caballero como cantaor le granjeó el favor de los mandos militares, que lo enviaron a varias fiestas de señoritos para demostrar sus dotes en el fandango y la alegría. Eso sí, debidamente escoltado.

“Nadie sabía por qué estábamos allí”, afirmó Luis Caballero en 1992. Pero lo importante para él no era esto, sino el hecho de encarar el futuro de otro modo en Alcalá, tal y como describió en su libro.

Ya el hambre ha dejado de ser una triste amenaza. Día a día va saliéndome mi pelo perdido en la lucha con la muerte. Recupero la visión, el oído y la fuerza en las piernas. Y, cómo no, tengo, ahora sí, la feliz ocasión de reencontrarme con el cante y cantar y aprender sobre las raíces de una de las mejores zonas cantaoras del universo flamenco. Se cantaba en la taberna, en el cuarto, en el ventorro, en los “perfumados salones del amor oscuro”, o bajo las estrellas de una madrugada de feria alcalareña: aquella noche conocí personalmente al primer Mairena, Juan Cruz García […] ¡Qué bonito! ¡Qué bien en aquella acera del Duque hasta que despuntó el día por los Alcores!

El relato de Luis Caballero –asimismo recogido en Historias de una venganza, de Félix J. Montero–, aportó, más allá de la vivencia personal, otros detalles sobre la severidad del Batallón Disciplinario, del que a pocos presos se les ocurría huir. Escaparse, como advierten Beaumont y Mendiola, “era algo que solo tenía sentido si se estaba dispuesto a alcanzar la frontera, con las dificultades que ello conllevaba, tanto por la agobiante presión policial y militar en todo el territorio”, como por adentrarse sin alimentos en una zona desconocida. Y en caso de ser detenidos, “el castigo sería todavía peor”: o el pelotón de castigo, o la cárcel, o incluso la muerte en el acto. En ningún detalle de la narración de Caballero se menciona esa posibilidad, ni mucho menos que fueran “llevaderos” los días en Alcalá, como han querido ver algunos.

Al pueblo de Alcalá de Guadaíra, le quedamos agradecidos para siempre. Existieron fraternales motivos para ello. Citaré uno solo: una tarde hubimos de sufrir la violenta actitud de un joven teniente… Subíamos todos después del baño en el río, menos uno que se retrasaba al tiempo que sentado tranquilamente, se calzaba las botas. El teniente le gritó desde arriba que se incorporara inmediatamente al grupo, pero el otro continuó abrochándose las botas. Ante la desobediencia, calma y valor del subordinado, el superior perdió la compostura y ordenó al escolta que disparara sobre él. Una madre y sus dos hijas, que desde el huerto próximo a la orilla seguían el caso desde un precipicio, al ver cómo disparaban contra el muchacho, comenzaron a gritar y a insultar al teniente. Este mandó al escolta que detuviera a las mujeres y se trajera a punta de fusil al desobediente. Una vez arriba y formados comienza el interrogatorio. Las mujeres tratan de defenderse negando haberles insultado, por lo que toma como testigo al muchacho: “Tú estabas cerca de ellas, responde”. “Yo no he oído nada”. Se repite tanto la interpelación como la negativa. “Le digo a usted que no he oído nada”. Entonces, ese oficial, por cierto bastante aficionado a la práctica del boxeo, le pegó un puñetazo al chico en el pómulo izquierdo deformándole la cara instantáneamente. Tan autoritario como despótico incidente repercutió en el pueblo como era de esperar, no tardando el alcalde en intervenir a favor de las tres vecinas que volvieron sin más problemas a su casa, y, cómo no, quedando nuestro compañero ante estas señoras y su pueblo como un hombre íntegro desde las botas bien abrochadas hasta la cara rota pero alta.

Poco después de este suceso, Luis Caballero fue desplazado de nuevo, esta vez a Écija, donde enfilaría sus últimos meses de cautividad. En 1945 le dieron libertad, y a partir de ese instante se consagró al cante, dejando tras de sí un camino de tristeza que allanó con el flamenco y una buena dosis de ironía. La misma ironía que le hizo rememorar sin ira su reclusión en Oromana, descrita en tono poético como “un ondulado sueño de pinos susurrantes de brisa y nidos”. A pesar de todo lo sufrido, Caballero no se lamentó por su arresto en Alcalá. Más bien, hizo lo contrario: “Fue una lástima –dijo– que no me dejaran terminar mi veraneo cerca de aquel entonces transparente Guadaíra de nuestros deliciosos baños”.

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