Luisa Vicente preside la Asociación Salamanca Memoria y Justicia, desde donde trabaja para recuperar la memoria de las 1.300 víctimas de la provincia. Una memoria que también es la suya. Aun recuerda cómo respondió su abuelo a los que le iban a fusilar: “Nos matáis porque decís que somos unos asesinos, pero los que matáis sois vosotros”.
Es lunes por la tarde, y el sol de octubre aún calienta con fuerza sobre las terrazas de la Plaza Mayor de Salamanca. Me encuentro con Luisa, sobrina y nieta de desaparecidos, y con su marido, en el Novelty. El mismo café en el que hace un siglo se reunía Unamuno con sus amigos, prueba de que el tiempo ha sido más benévolo con él que con otros locales de la ciudad, que ya no conocerán a las nuevas generaciones. Desde 2005, Luisa forma parte de la Asociación Salamanca Memoria y Justicia (ASMJ) fundada tan solo un año antes y, desde hace siete años, es su presidenta. Felipe, quien la acompaña, es el encargado de elaborar la base de datos de desaparecidos de la página web.
Salamanca es uno de los lugares en los que no hubo enfrentamiento. Tras la entrada de los sublevados, la ciudad claudicó sin apenas ofrecer resistencia. Lo que vino después fue fruto de la represión. A Enrique Vicente Iza y Enrique Vicente Baldión, el abuelo y el tío de Luisa respectivamente, los detuvieron en su casa unos policías que se hicieron pasar por republicanos. El 23 de octubre de 1936, me cuenta, “tuvieron Consejo de Guerra en el antiguo cuartel, que ahora es la Plaza de la Concordia, y fueron condenados a morir”, un destino que compartieron hasta 143 personas. Si sumamos aquellas condenadas por otros motivos —pertenecer a la Casa del Pueblo, reclamar salarios más altos, rencillas personales…—, el número de víctimas en la provincia asciende a 1.300, de acuerdo con los datos que maneja la asociación en la actualidad.
Hay muchas fuentes públicas de información, pero los testimonios personales siguen siendo una de las más valiosas, y también de las más difíciles de obtener
Al igual que la de Luisa, la historia de Auxiliadora del Barrio atraviesa tres generaciones en las que la memoria ha tenido, sobre todo, rostro de mujer. En esta ocasión, la conversación se desarrolla en el porche de su casa, en la Aldehuela. Allí me cuenta que, a su abuelo, carabinero en Galicia, lo condenaron en julio de 1936 a doce años y un día de prisión por alta traición. Entonces se encontraba en Zamora, en el pueblo de su mujer, de baja por enfermedad. Unos meses más tarde, el 13 de octubre, se lo llevaron de noche y lo fusilaron. Su familia se enteró porque un día fueron a llevarle comida y ya no estaba.
Para la abuela de Auxiliadora, Dolores Jorge García, “no había ningún culpable concreto, todo era culpa de Franco”, recuerda su nieta. En 1943 le pusieron una multa porque se negó a pagar impuestos “a ese capagallinas, a ese asesino”, como ella le llamaba; e incluso llegó a pasar unos días en prisión. Nunca se calló, ni renunció a recuperar los restos de su marido. Así, cuatro años después de que hubiera acabado la guerra, comenzó a ir desde El Perdigón, andando, cada día durante un mes, al cementerio civil y católico de Zamora –ya unificados– a buscar el cuerpo de su esposo; casi 20km entre ida y vuelta. Allí pagaba al sepulturero para que le abriera las fosas, hasta que un día él se negó por miedo a perder su trabajo. Le pidió que lo hiciera una última vez, aprovechando que ya se había desplazado hasta allí, y en esa ocasión lo encontró y se lo llevó. Lo había reconocido por las botas y la camisa.
Recuperaron el cuerpo, pero no obtuvieron respuesta a ese por qué que lo impregna todo. Para la madre de Auxiliadora fue un tabú durante mucho tiempo. Siempre pensó que había sido por la denuncia de alguien del pueblo, incluso se imaginaba quién había sido, y por eso no era capaz de volver. Para su padre, era mejor no tocar el tema. Finalmente, fueron Auxiliadora y su hermana Mª Carmen quienes descubrieron en el Archivo de la Guerra Civil que la razón del fusilamiento de su abuelo había sido formar parte de la masonería. Sus hermanos no quieren oír nada sobre el asunto, pero saber eso facilitó que su madre se reconciliase con el pueblo y con el pasado. Hoy, la tarea pendiente es rehabilitar a su abuelo como militar y como masón.
A pesar de estas historias, en las que la voz se abre camino, no parece fácil saber cuál es la mejor forma de sustituir ese silencio impuesto. El 9 de junio de 2017 se retiró de la Plaza Mayor el medallón con la efigie de Franco, esculpido en 1937 por orden del dictador. Ahora, en su lugar, hay dos sillares con la misma piedra de Villamayor que compone la plaza, pero sin ninguna inscripción o distintivo. Le pregunto a Luisa qué haría ella con ese espacio, que parece idóneo para conmemorar a las personas fusiladas allí, y me responde que lo dejaría así, vacío. A priori sorprende, pero ella recuerda una anécdota que le da sentido.
Para Luisa, que no ha podido enterrar a sus familiares como le habría gustado, el memorial que hicieron en el cementerio de Salamanca fue un motivo de felicidad. “Fue la primera vez que aparecieron sus nombres”
Jurídicamente, la cuestión de las desapariciones también tiene un tratamiento muy complejo. Las famosas declaraciones de Videla en diciembre del 79 son elocuentes. “No están ni muertos, ni vivos. Están desaparecidos”, respondía ante una pregunta del periodista José Ignacio López. Y sabía muy bien lo que eso significaba: son seres “sin entidad, una incógnita”. No se puede responder ante un delito del que no hay pruebas. Así, el antropólogo Darío Olmo retrata cómo, en América Latina, el término desaparecer se ha convertido en un verbo transitivo. “A Fulano lo desaparecieron”, se suele escuchar; como si se tratase de una experiencia teleológica, con intencionalidad y autoría. El lenguaje se deforma para adaptarse a una alteración mucho más profunda de la realidad: la del paisaje de posguerra o posdictatorial.
A este lado del océano, el panorama es similar: la maternidad sin hijos, los hijos sin padres o sin abuelos, el duelo que no se cierra porque no hay un cuerpo sobre el que llorar. La figura del desaparecido se ha erigido en España en la piedra angular del movimiento memorialista. Como sucediera en la Antígona de Sófocles, el cuerpo mal enterrado interpela, y el duelo que se supone privado se convierte en un acto público de denuncia. El hogar, quebrantado por la ausencia de sus miembros, se traslada a la calle, desde donde reclama Verdad, Justicia y Reparación. Ese es el pilar de la ASMJ y de las tantas otras organizaciones diseminadas por el territorio español.
El mausoleo de Franco, por el contrario, contrasta radicalmente con el escenario que venimos de describir. A Luisa le pasa algo parecido a lo que ocurre con el medallón; es difícil resignificar el Valle de los Caídos. Solo ha ido una vez, de niña, porque era visita obligada junto con El Escorial y, aun sin entender nada todavía, recuerda haber tenido una sensación muy desagradable. “Me sentí fatal, y no sabía nada, pero me puse muy mala.” Después de las trabas que el abad del Valle ha puesto para la exhumación de Franco, reflexiona sobre el papel de la Iglesia en el franquismo, y confiesa que “lo más doloroso es que esa relación continúa”, aunque no descarta que el mausoleo se transforme de tal forma que pueda volver sin sentirse intranquila.
Y es precisamente el recuerdo, el conocimiento de la Historia, lo único que puede evitar que el discurso que triunfó en el 36 lo vuelva a hacer ahora. O eso cree Luisa, quien defiende que el auge de la extrema derecha es resultado de la falta de información. “Hemos limitado a los niños al no contárselo”, y “ahora volvemos a los salvadores de la patria. España, España, España. ¿Y los demás no somos españoles?”. Al mencionar España, recuerda con la voz casi quebrada cómo su abuelo se enfrentó a los que le iban a fusilar: “Vosotros nos matáis porque decís que somos unos asesinos, pero los que matáis sois vosotros. Vosotros decís Arriba, España; pero yo os digo Viva España”. Unas palabras que adquieren un valor nuevo en un momento en el que la muerte lo invadía todo. Que viva España. Y que no muera.
No todos en la familia de Luisa comparten lo que hace en la ASMJ. De sus cuatro hermanos, dos albergan una visión radicalmente opuesta de la Historia reciente de España, como si la brecha no fuera a cerrarse nunca
Actualmente, la ASMJ está trabajando para reunir testimonios sobre varias fosas comunes de las que tienen conocimiento, entre las que se encuentra la del pastor protestante Atilano Coco, amigo íntimo de Unamuno, y a quien la propia Iglesia Anglicana está buscando. Pero no todos en la familia de Luisa comparten lo que hace en la asociación. De sus cuatro hermanos, dos albergan una visión radicalmente opuesta de la Historia reciente de España, como si la brecha no fuera a cerrarse nunca. Sin embargo, eso no le impide continuar luchando por restaurar la dignidad de los ausentes. Enrique Vicente Iza contestó con verdadero amor a la patria a quienes la mentaban, pero la cubrían de pólvora y sangre. Hoy, Luisa, como Auxiliadora y tantas otras Antígonas anónimas, contesta a la desmemoria y el silencio entonando aquel poema de Marisa Peña, que dice:
Mientras me quede voz,
hablaré de los muertos.
Tan quietos, tan callados,
tan molestos.
Mientras me quede voz,
hablaré de sus sueños,
de todas las traiciones,
de todos los silencios,
de los huesos sin nombre
esperando el regreso.
De su entrega absoluta,
de su dolor de invierno.
Mientras me quede voz,
no han de callar mis muertos.