Feminismo, historia y memoria
Engracia Martín Valdunciel
Universidad de Zaragoza
12,11. 2021
El origen del texto se encuentra en una ponencia presentada al X Encuentro Transfronterizo de Entidades Memorialistas celebrado en Maulèon (Francia) durante los días 8 y 10 de octubre de 2021
Dos cuestiones
Cuando miramos hacia el pasado, (que, en realidad, subyace al presente) interrogamos la historia y hurgamos en la memoria traumática reciente, lo hacemos en función del ahora, de la necesidad de respuestas que necesitamos para comprendernos y construirnos como sujetos y colectivos que quieren construir sociedades más justas e igualitarias. Al recuperar la memoria colectiva y reinterpretarla los seres humanos, hombres y mujeres, definen su potencial y exploran los limites de sus posibilidades. Por tanto, estos cuestionamientos se producen en el campo de fuerzas del momento actual, se proyectan desde sujetos y colectivos con intereses contrapuestos y fuerzas desiguales que entienden la memoria como eje vertebrador de sociedades democráticas; la operación es importante, sin duda: la historia y la memoria se encuentran en medio de la lucha por el espacio simbólico y es clave para situarnos porque ahí se definen identidades y relaciones de poder. El punto de partida, por tanto, que nos permite ensamblar los conceptos mencionados tiene que ver con algunas cuestiones clave. La primera invoca la capacidad política de los sujetos para establecer medios y normas de convivencia y podría plantearse así: ¿Qué tipo de sociedades queremos construir? ¿A qué clase de convivencia aspiramos varones y mujeres en el siglo XXI? A partir de aquí cabe lanzar una segunda cuestión, ¿Desde qué posición reflexionamos o invocamos el pasado, cual es la relación de fuerzas entre varones y mujeres?
La voz de las mujeres en la esfera pública: androcentrismo y sexismo
La teoría política feminista, que hunde sus raíces, como el liberalismo o el socialismo, en la modernidad ilustrada, viene desarrollando una praxis cognitiva, una teoría y un movimiento vindicativo desde hace más de trescientos años. Su objetivo es analizar cómo operan y se articulan las estructuras de jerarquización en un sistema de opresión específico por el que los varones ejercen poder sobre el 51 % de la humanidad. Es relevante poner esto de manifiesto porque las mujeres no son una minoría: efectivamente, ha habido y hay grupos y colectivos excluidos por razón de clase, raza, etc., de los que las mujeres siempre forman parte, al menos, en un 51%.
Uno de los conceptos clave que ha dotado al feminismo de fuerza analítica y vindicativa es el de patriarcado; por él se entiende un sistema hegemónico que dispone de privilegios para unos y exclusión para otras. En ese sistema, los varones controlan no sólo la producción económica o la actividad política sino, también, los sistemas culturales y explicativos para poder legitimarse y reproducirse (como cualquier poder, pretende naturalizar la opresión, hacerla invisible e incuestionable). Así, se ha producido a lo largo de la historia un conocimiento sobre el mundo, androcéntrico, que ha elaborado metáforas, simbologías, mitos, teologías, sistemas de análisis científicos, sistemas de valores jurídicos, etc., que sitúa a las mujeres en la invisibilidad, el menosprecio y la misoginia. Un sustrato cultural amplio que atraviesa el tiempo y el espacio, de la antigüedad a la actualidad, de la alta cultura a los media, y que constituye la base legitimadora de la violencia material y física sobre las mujeres.
Como resultado de este proceso histórico, en la esfera pública actual -espacio definido desde el mundo clásico a la modernidad como exclusivo de los varones- la autoridad material y la voz legitimada socialmente sigue siendo, con todos los matices que podamos aducir en algunos países del mundo debidos a las resistencias de las mujeres y a las conquistas del feminismo, un espacio en el que sigue vigente la matriz patriarcal. Por eso, autoras como Mary Beard siguen señalando y denunciando el hilo que uno el mundo clásico con valores y actitudes que llegan al siglo XXI.
El patriarcado, por lo demás, es histórico y ha sido capaz de adaptarse a diferentes contextos modulando sus prácticas discursivas en función de épocas, sociedades o sistemas políticos. En el marco del feminismo se diferencia entre patriarcados coactivos – explícitamente brutales y segregadores, como el que impuso la dictadura franquista en nuestro país o como el que, desafortunadamente, impera en buena parte del mundo o retrotrae a épocas pasadas a las mujeres de Afganistan -, de los patriarcados del mundo occidental (más sutiles) en los que, formalmente, varones y mujeres son iguales. Sin embargo, aunque con diferencias sustanciales, en ambos sistemas, los estereotipos y roles sexuales o el control de la sexualidad femenina, base de su jerarquización, se mantienen. Precisamente, mientras en los primeros, más feroces, la violencia es innegable y pueden generar más rechazo social, en el caso de los segundos los mecanismos de operatividad y legitimación patriarcales cambian, se enmascaran, y por tanto puede ocurrir que pasen desapercibidos e, incluso, se defiendan algunas de sus propuestas como experiencias “transgresoras” e, incluso, “altruistas”.
Una de las claves de esta situación hay que buscarla en la Modernidad. Es sabido que la sociedad civil se asienta en la figura del contrato social que dió lugar a la esfera pública, espacio del que las mujeres fueron excluidas (inicialmente, se constituye como fratría de propietarios). La otra cara del contrato social, invisible y menos conocida, fue el contrato sexual, que privó a las mujeres de ciudadanía y derechos y las subordinó y confinó a la privacidad. La legitimación de la figura del contrato se basa en una ficción política: la igualdad de las partes que lo firman. Mientras las corrientes del socialismo fueron capaces de impugnar el inicial contrato social, o el contrato laboral dentro del marco del capital, evidenciando la falacia de la igualdad de las partes, las corrientes de la izquierda han sido menos sensibles a la hora de secundar las tesis del feminismo que ha puesto de manifiesto la ilegitimidad del contrato sexual y las manifiestas insuficiencias del contrato social. Asistimos así, en el siglo XXI al hecho de que los usos más ancestrales del patriarcado asociados a la dominación sexual de las mujeres y el brutal extractivismo del capital, como la trata y la prostitución, la prostitución filmada (pornografía), o lo que se conoce como “maternidad subrogada”, se nos presenten como realidades individuales y privadas, situaciones “elegidas” y despolitizadas; incluso son vistas como nuevas “oportunidades” para las mujeres en estas “sociedades de riesgo” y de “emprendedores”. Y se da también el caso de que desde partidos y movimientos, supuestamente progresistas, se reconozcan y definan estas prácticas como “trabajo”, añadiendo que “empodera” y fortalece la autonomía de las mujeres. Así, hechos como los mencionados, relacionados con negocios criminales y economías ilícitas, se amparan y promocionan desde la asunción y apología de principios que son netamente funcionales al neoliberalismo: como la defensa de un individualismo exacerbado, el alegato al mito de la libre elección o el respeto venerable a la primacía del consumidor, el sujeto de deseos (olvidando, intencionadamente, que el producto mejor elaborado por el capitalismo, fruto de una potente maquinaria publicitaria, es, precisamente, un sujeto de necesidades y deseos sin fin…). De esta forma, nos encontramos en sociedades de conformismo radical en las que se sacralizan las libertades de quienes tienen recursos para hacer prevalecer sus deseos sobre los derechos humanos. Es decir, se naturaliza y se normaliza la desigualdad salvaje y se sancionan nuevas servidumbres promocionadas como formas de libertad.
En este escenario de reacción patriarcal, distópico y relativista en extremo, que tergiversa el lenguaje y corrompe el pensamiento, ya que mantiene sin ambages que prácticas que esclavizan liberan, la racionalidad crítica feminista, ética y política, civilizadora, en suma, sigue desafiando el statu quo porque busca transformar la sociedad, las relaciones de poder. Así, a pesar del travestismo del patriarcado, continúa analizando estos hechos no como producto de decisiones privadas sino como expresión de la desigualdad estructural que el dominio patriarcal sume a la población femenina poniendo de manifiesto cómo, por el contrario, estos y otros fenómenos sólo pueden abordarse cabalmente en la actualidad en el marco de interconexión de tres sistema de opresión: patriarcado, capitalismo y neocolonialismo, lo que se traduce en que mujeres y niñas puedan ser objeto de tráfico, violación, abusos, explotación….especialmente la población femenina sin recursos del sur global.
Detengámonos en la trascendencia ética y política de proyectar esa doble verdad. La existencia de estas y otras prácticas de subordinación y explotación – (dobles jornadas, salarios desiguales, feminicidios, violencia sexual, feminización de la pobreza, etc.) que atraviesan nuestras sociedades formalmente igualitarias, e incompatibles con derechos básicos, como la dignidad o la integridad personal, implica que en ellas se socializan niños y niñas en países que les dicen que son iguales ante la ley- … ¿Qué mensaje, en realidad, están enviando a la sociedad? La posición de subordinación y explotación brutal de las mujeres, ¿en qué situación coloca su voz? Y en relación con el tema que nos ocupa, ¿pueden las mujeres desde el lugar humillante y subalterno en que las instala el patriarcado totalcapitalista invocar autoridad como sujeto político que pretende construir el presente y recuperar una historia negada?
Las trampas de la Historia: la ocultación de las mujeres y su épica
Es conocido que la historia es la ciencia social que estudia y narra los acontecimientos del pasado. Sin embargo, desde hace décadas ha habido teóricas que han demostrado que la historia se sustenta en conceptos muy ambiguos que producen un saldo negativo para las mujeres. Para empezar, tomemos el lenguaje: el uso del genérico masculino, “el hombre”, usurpa espacios de representación y poder al 51 % del género humano. La ambigüedad del género masculino tiene un efecto genérico que no sólo provoca una ocultación sistemática de las mujeres sino que al identificar de modo inconsciente lo masculino con lo humano las mujeres resultan como lo no-masculino, la excepción.
En segundo lugar, se identifica la historia con lo que ha acontecido al género humano a lo largo del tiempo. Analizando los relatos históricos, sin embargo, nos encontramos que lo que incluyen son las gestas heroicas de grandes hombres del pasado (ni siquiera de todos, sino las de un arquetipo viril y dominador). De forma que todas las tareas relacionadas con la reproducción y sostenimiento de la vida, encomendadas a las mujeres, resultan in-significantes. Por otra parte, la historia se entiende también como forma (histórica) de explicar el pasado; es decir, como discurso histórico que organiza una ordenación lógica, espacio-temporal y causal, de los datos de que dispone para el conocimiento del pasado. Sin embargo, lejos de la ecuanimidad, el relato histórico, como se ha avanzado, forma parte de la matriz androcéntrica, administrada desde el poder patriarcal académico.
Finalmente, la historia define un determinado periodo del pasado (aquel en el que se dispone de documentación escrita), para considerarse como tal. Se trata de aquella etapa en la que las ciudades-estado del Oriente Medio, el logos – del que se excluyó a las mujeres- se transmuta y fija en textos escritos en los templos como medio organizador de jerarquia y control. Un periodo en el que el patriarcado, ya plenamente asentado, construye un sistema de símbolos ad hoc.
Si eres mujer y puedes votar, estudiar, ejercer una profesión… agradéceselo al feminismo
Por todo lo dicho, lo que se conoce como historia, no sólo invisibiliza las aportaciones y la experiencia de las mujeres, en general; también se ocultan o minimizan su épica, su capacidad de diagnóstico e intervención histórica colectiva en la realidad. Así parece que “la fuerza de las cosas”, y no las luchas habidas, nos ha traído derechos duramente conquistados por el movimiento feminista, como el derecho a la dignidad, el voto, la educación, el trabajo o la autonomía. Ocurre lo propio en nuestro pasado traumático reciente, en el que en el imaginario dominante, debido a la hegemonía de una perspetiva histórica sesgada, se encuentra un héroe masculino y armado; el protagonismo de las mujeres, su talento y entereza para actuar y resistir en la guerra y la dictadura, su aportación a la sociedad democrática, etc., siguen siendo temas en los que falta mucho por hacer: en el conocimiento de la verdad pero también en la justicia y reparación por los crímenes cometidos por la dictadura, como ya señalaba el relator de la ONU, Pablo de Greiff, en su Informe de 2014.
Hay que poner de manifiesto la dimensión social y política de ese proceso explicativo: el relato histórico dominante califica de in-significante la actividad femenina en el devenir histórico y esa falta de consideración ha influido e influye dialécticamente en el presente, en la conformación de un espacio que permita a las mujeres contar con referentes de autoridad, reconocimiento o autoestima en el medio social para hacer propuestas y que éstas sean escuchadas con atención y respeto, en partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales, etc. La invisibilización de las mujeres del relato histórico dominante cursa también con cómo capitalismo y patriarcado se retroalimentan para seguir silenciándolas, para negarles la condición de sujeto, porque prácticas como las antedichas cosifican y deshumanizan al colectivo femenino. No sólo a las personas directamente afectadas; la propuesta de convivencia que se desprende de esas y otras prácticas brutales basadas en la misoginia y el desprecio lesiona a todas las mujeres y, por extensión, a toda la sociedad.
Hacia una historia feminista con memoria
Por tanto, el feminismo debe atender a otros conceptos de historia y de memoria que aporten sentido, una genealogía que posibilite explicarnos ahora y, también, encarar el futuro. Para ello cabe acudir a perspectivas como las de W. Benjamin para quien, rompiendo con el modelo epistemológico dominante, la historia y la memoria tienen propiedades revolucionarias; tiene que ver con el despertar de una conciencia crítica que rescata el pasado ausente, el pasado ignorado de los vencidos y vencidas; de forma que lo acontecido ya no se conceptualiza como un almacén cerrado de experiencias de un arquetipo viril específico sino que se convierte en un objeto de confrontación dialéctica con el presente que se proyecta en el horizonte. Y tiene que ver, también, con un punto de vista que permita comprender los sesgos propios de lo que se conoce convencionalmente como ciencia histórica. No se trata de añadir en los ensayos y estudios, como vemos tan a menudo, “un apartado de mujeres”, sino de idear nuevos marcos analíticos que incluyan la voz del 51% de la humanidad.
Esta fue la perspectiva que mantuvo el feminismo, sobre todo desde los años 70 del siglo pasado, que inició un potente trabajo para desmontar la razón patriarcal, denunciar el arquetipo viril protagonista de la historia o cuestionar la ausencia de otros colectivos, como las mujeres, del relato dominante. Recalcamos la importancia de destacar la doble dimensión del proceso pues la relevancia analítica del feminismo radical, a cuya sombra seguimos en buena medida, surge simultáneamente junto a compromisos sociales que entienden la mirada hacia el pasado como un ingrediente básico de toma de conciencia, para conocer precedentes y buscar referentes pero, también, como base ineludible en el horizonte de un proyecto de emancipación social. Pasado y futuro son vasos comunicantes. En esta dirección también se sitúa S. Benhabib cuando señala la difícil relación entre feminismo y posmodernidad:
¿Cómo podemos repensar la relación entre política y memoria histórica? ¿Es posible para los grupos en lucha no interpretar la historia a la luz de un imperativo político moral, el imperativo del interés futuro en la emancipación?
Esa mirada analítica, histórica y comprometida es capaz de iluminar y rescatar un pasado en el que el sistema de opresión basado en el sexo implicó, por ejemplo en nuestra historia reciente, que las mujeres que apoyaron de forma directa o indirecta los valores republicanos sufrieran una doble represión, la política y otra específica, por salirse de los roles que el patriarcado destina a las mujeres. Para llegar a esta evidencia fue clave contar con una epistemología feminista que utilizara nuevos conceptos para nombrar y hacer visible esa realidad, como el de represión sexuada. Una historiografía rigurosa con el pasado y germen potencial para articular presentes más igualitarios, es capaz de poner en el centro, además de “héroes armados”, el alcance de la actividad de muchas mujeres y su aportación al devenir democrático a través de conceptos como resistencias cotidianas.
El dominio patriarcal es material y simbólico y cruza la línea del tiempo: encorsetó la vida de las mujeres en la guerra y la dictadura (la sociedad y los partidos políticos compartían, de modo general aunque con matices entre ellos, un imaginario hegemónico sobre la población femenina: auxilio y apoyo, madre/esposa) y sólo la recuperación y comprensión de este pasado puede contribuir a organizar presentes críticos. Así, una historiografía que sea deudora de epistemologías convencionales – androcéntricas- y una sociedad ajena al legado de las mujeres invisibilizará, nuevamente, la actividad política de éstas en nuestro pasado reciente y, al mismo tiempo, menoscabará nuestra fuerza en el presente como sujetos políticos al carecer, una vez más, de modelos y referentes válidos para proyectarnos en el futuro.
Los logros de los Estudios Feministas o los Estudios sobre las Mujeres, no sólo los históricos, apenas han trascendido a los curricula educativos o a la sociedad; aunque, sin duda, se han hecho importantes esfuerzos en las últimas décadas debido, en buena parte, a la intervención de los movimientos feministas, la asunción de la auctoritas femenina o la perspectiva no androcéntricas en los campos de saber-poder y en la docencia universitaria (en una universidad-empresa muy receptiva a las necesidades del mercado) sigue siendo un proceso pendiente que exigirá un esfuerzo continuado. Además, hay que poner de manifiesto que estos estudios se han transmutado en Estudios de género, cuyo auge y deriva en los últimos años no es ajeno a la reacción patriarcal, de forma que el cambio puede funcionar como dispositivo despolitizador al dejar de nombrar a las mujeres como sujeto histórico oprimido y explotado y, por consiguiente, convertirse en una nueva vía de invisibilización del 51 % del género humano.
Memoria democrática feminista
Las sociedades actuales, patriarcales y neoliberales, implican, además de la persistencia de ópticas androcéntricas, una relación fantasma con la historia, dado el abono del presentismo y la amnesia, pasados considerados estancos y espacios en los que se mantienen patrones de subordinación y explotación de las mujeres, todo lo cual menoscaba su posición política como sujeto negociador y debilita su voz y autonomía para intervenir en la esfera pública. Las asociaciones memorialistas, factor relevante en el paso de las políticas del olvido a la memoria o en las investigaciones emprendidas, que luchan por la recuperación de la memoria histórica porque entienden que es clave para ensamblar sociedades democráticas y respetuosas con los derechos humanos, deben rescatar valores y políticas de igualdad barridas por el neoliberalismo y comprometerse, en buena lógica, con las vindicaciones de las mujeres. Difícilmente puede hablarse de una sociedad democrática sin igualdad real entre los sexos. Para contestar a las cuestiones iniciales hay que señalar que ese doble proceso, recuperar la memoria democrática y fundamentar una sociedad basada en el reconocimiento de la equipotencia entre varones y mujeres, no es viable sin impugnar prácticas de dominio como las mencionadas, incompatibles con el respeto a los derechos humanos.
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