Estimada vicepresidenta: después de Franco (también) hubo violencia.

Estimada vicepresidenta: después de Franco (también) hubo violencia

“¿Cómo han vivido estas familias durante casi 40 años su día a día? ¿Quién les ha ayudado? ¿Quién les ha pedido perdón? Porque el problema hoy no fue lo que no se hizo entonces, en la Transición, sino lo que en democracia sigue sin hacerse. Y sin decirse, estimada vicepresidenta”.

Olivia Carballar /24 septiembre 2019

«Salimos de una manera tan brillante de la dictadura a la democracia, sin un solo roce de violencia, salvo ETA, salvo ETA», Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno en funciones, entrevista en El País (septiembre, 2019).

Despego en Sevilla. El avión aterriza en Bilbao. Está lloviendo y no paro de tragar saliva. Las alturas me han dejado taponados los oídos. Espero, tras los cristales de la terminal, el autobús que me llevará directa a mi destino. “Cierta gente en Ilmorog, nuestro Ilmorog, me dijo que esta historia era demasiado desgraciada, demasiado degradante, de forma que debería ser arrojada a las tinieblas. Otros adujeron que como se trataba de algo tan penoso debería ser borrado para que no se derramaran lágrimas por segunda vez”, leo en uno de los libros que me acompañan en este viaje por la Transición. Se llama El diablo en la cruz, del escritor Ngugi wa Thiong’o.

Ahí está el autobús. Entrego el billete y me siento frente al paisaje, en uno de los dos primeros asientos de la fila contraria al conductor. El limpiaparabrisas me va hipnotizando. Y una hora y media más tarde, sigo tragando saliva. En ese momento, justo en el instante después de tragar, pienso en la agradable sensación que produce volver a oír con nitidez. Suena el teléfono a escasos minutos de la cita: “Perdona, no me puedo quedar mucho rato porque me han llamado del colegio para que recoja a mi hija, que se ha puesto enferma”. Ya no llueve. El sol ha salido en San Sebastián. “No importa, ya estoy aquí”, respondo. Hay bullicio en la cafetería de la estación de autobuses, donde Zuriñe Bravo, una chica de 37 años, higienista dental, se sienta dispuesta a hablar. Un zumo de naranja y un café sobre la mesa. 

“El diablo que nos hace sucumbir a la ceguera del corazón y a la sordera de la mente debería ser crucificado, y deberíamos cuidar que sus acólitos no le bajaran de la cruz para que pudiera construir el infierno en la tierra… Incluso yo, yo, el Profeta de la Justicia, sentí al principio esta pesada carga sobre mis hombros y exclamé: ‘La selva del corazón humano nunca se ve libre de todos sus árboles. Los secretos de nuestro hogar no están hechos para los oídos de los extraños, Ilmorog es nuestro hogar”, sigue escribiendo Thiong’o.

Hace frío también dentro, donde no se ve la luz del día, donde los autocares dejan y recogen a personas en un continuo deambular. Zuriñe, que tiene prisa por recoger a su hija, no se ha quitado el chaquetón. Pero aguanta en la silla más de media hora, y luego otra media y otra más… «Si me quieres preguntar algo más…”. Su gesto muestra una imperiosa necesidad de hablar de otra mujer a la que no conoció, a la que quizá casi ningún lector o lectora de este libro conozca. Se llama María José Bravo del Valle. Era su tía, hermana de su padre. La violaron y la mataron el 8 de mayo de 1980, cuando iba en una moto con su novio hacia una revisión médica. Él se había quemado la mano en un accidente de trabajo. Recorrían ese camino, llamado de la Misericordia y situado en el alto de Zorroaga, desde su barrio, Loyola. A él, Francisco Rueda, lo golpearon hasta casi matarlo. Ambos tenían 16 años.

“Y entonces, la madre de Wariinga –prosigue El diablo en la cruz– vino a mí al romper el amanecer y me suplicó deshecha en lágrimas: ‘Tañedor de Gicaandi, relata la historia de la niña que tanto amé. Arroja luz sobre lo que sucedió, que solo los que conozcan toda la verdad puedan entonces emitir un juicio. Tañedor de Gicaandi, contador de cuentos, revela todo lo que está oculto’».

El crimen, reivindicado por el grupo terrorista de ultraderecha Batallón Vasco Español, no se investigó nunca, no se juzgó nunca. Tampoco en casa, casi siempre nunca, se habló de él. Alberto, el padre de Zuriñe, el hermano de María José, está cansado, le duele que nadie llamara para mostrarles su apoyo, para darles al menos una simple condolencia. Han pasado 38 años. “Él ya no quiere hablar. Y yo le digo que me cuente, para que lo pueda trasladar. Que no cuenten otros otra historia. Que se sepa lo que pasó”, dice Zuriñe, aún con el chaquetón puesto. Su hija esperará un ratito más. Porque ese día, esa mañana, Zuriñe está dispuesta a hablar. A hablar de su tía, María José Bravo del Valle.

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Este es el inicio de una de las ocho historias que conforman Yo también soy víctima. Estampas de la impunidad en la Transición (Atrapasueños, 2018), un viaje periodístico por ocho casos que quedaron sin justicia, sin reparación y sin verdad. Porque si bien es verdad que la Transición fue una historia de éxito para muchas familias –como ha dicho la vicepresidenta del Gobierno en funciones, Carmen Calvo, en esta entrevista en El País–, también es verdad que la Transición fue una historia de fracaso para muchas otras. Una verdad, estimada vicepresidenta, no existe sin la otra. Y el éxito no es éxito si para hablar de él hay que enterrar el fracaso. ¿Por qué este empeño en silenciar una parte de la historia? No sé si la vicepresidenta Calvo conoce el caso de María José Bravo del Valle. Es probable que no. Ni su propia sobrina lo conocía. ¿Pero cómo no va a conocer el caso de Manuel José García Caparrós, cuya familia aún sigue pidiendo justicia? ¿Conocemos quienes nacimos en los 80 qué ocurrió en Vitoria en 1976? ¿O en los Sanfermines del 78? ¿Conocemos qué es el caso Almería? Estoy segura de que Carmen Calvo sabe perfectamente qué es el caso Almería y puede entender el dolor de esas familias. El caso Almería ocurrió en 1981. Tres chavales fueron a la comunión del hermano de uno de ellos y nunca llegaron a esa comunión. Varios guardias civiles los detuvieron, según dicen, confundidos con etarras, y los torturaron, los desmembraron y los calcinaron. De los 11 agentes implicados, solo tres fueron juzgados en una causa donde los familiares, que eran las víctimas, recibieron amenazas, donde el abogado de las víctimas era el amenazado y donde los periodistas que querían investigar también eran señalados. Esto ocurrió, insisto, en 1981, ya muerto Franco. Esos tres guardias civiles fueron condenados finalmente por homicidio, no por asesinato. Y cumplieron buena parte de la condena en centros militares.

Yo nací a finales de la Transición, y nadie me contó hasta finales de los 90, qué era el caso Almería. Lo hizo en una clase de periodismo en la facultad el reportero Antonio Ramos Espejo, que fue uno de los periodistas que en aquella época se atrevieron a contar estas verdades malas de la Transición de las que no habla la vicepresidenta en esa entrevista. Ni el Estado. 

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¿Cómo han vivido estas familias durante casi 40 años su día a día? ¿Quién les ha ayudado? ¿Quién les ha pedido perdón? En este otro fragmento del libro habla Mari Carmen, hermana de Juan Mañas, uno de los tres jóvenes asesinados en el caso Almería. «Cuando al principio fuimos al monolito que se levantó en honor a mi hermano y los amigos en Gérgal, mi madre se encontró un trozo de cráneo y decía que era de él, de Juan. Lo cogió y se lo metió en el bolsillo y se tiró con el cráneo guardado años y años. Tú dime a mí, para una niña con 15 años y para un niño como Francisco Javier [el hermano que iba a hacer la comunión], lo que aquello puede ir creando dentro. Y no tuvimos ayuda psicológica ninguna. Yo veía a mi madre todos los días, todos los días, con el trozo de cráneo, con los recortes de periódicos y con varias pertenencias de él, un trozo de jersey que le trajeron en un sobre. Me acuerdo cuando él llegó aquel último día a Almería. Me acuerdo que me había comprado un jersey de hilo, era por este tiempo, como ahora, y me dijo ‘ay, déjame el jersey que me lo ponga’. Lo mataron con ese jersey. Y le trajeron a mi madre el trozo de jersey con trozos de carne pegada. ¿Tú como vives ese día a día con esa edad?».

Cuenta también Puri, hermana de Manuel José García Caparrós, que cada vez que suena una ambulancia llama a sus hijos para preguntar si están bien. O cuenta, por ejemplo, Zuriñe, la sobrina de María José Bravo del Valle, que a ella siempre ha ido a buscarla su padre –el hermano de María José– cuando salía por la noche por miedo a que le pasara algo. Y que pensaba que su abuela, la madre de María José, estaba siempre triste no por que le hubieran violado y asesinado a su hija, qué va. Zuriñe pensaba, en su desconocimiento, que su abuela estaba triste porque era así. 

Son las consecuencias de esas heridas sin cerrar que nadie ve, más que quien lo está sufriendo. ¿Cómo han vivido los familiares de los abogados de Atocha? ¿Cómo ha vivido Alejandro Ruiz Huerta Carbonell, uno de los supervivientes? ¿Siente aún miedo?, le preguntaba en el libro: “Lo que ocurre es que el miedo se va acumulando a lo largo del tiempo, y se une a toda la presión psicológica que produce un hecho como este. Me ha costado mucho y te afecta en cuestiones como el saber relacionarte con la gente. He pasado muchas veces por tratamientos psiquiátricos, he sentido inseguridad personal, inseguridades afectivas. Por eso me tuve que plantear, después de mucho esfuerzo personal, que yo tenía que volver a vivir”. ¿Alguien se ha preocupado de la familia de Arturo Ruiz y Mari Luz Nájera? El Estado tampoco se ha preocupado del albañil Francisco Rodríguez Ledesma, a quien este viernes, por enésima vez, colectivos sociales pondrán una placa en la esquina del Cerro del Águila, donde fue herido por uno de los tiros al aire de la Transición mientras pasaba por una manifestación de trabajadores y trabajadoras de la fábrica textil Hytasa. Y dice la vicepresidenta del Gobierno en funciones que no hubo ni un roce de violencia. Casi 200 muertes violentas por parte de organizaciones fascistas, paramilitares o de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Sin contar los asesinatos terroristas de ETA.

Una mujer testigo de aquel disparo, que acabó con este albañil meses después en el hospital, ni siquiera quiere hablar hoy de lo que ocurrió aquel 8 de julio de 1977 en Sevilla, justo un año antes del disparo que acabó con la vida de Germán Rodríguez en Pamplona, unos meses antes de los que acabaron con la vida de Manuel José García Caparrós en Málaga y Javier Fernández Quesada en Canarias, unos meses después del disparo que acabó con la vida del joven almeriense Javier Verdejo, al que no dejaron terminar de escribir “Pan, trabajo y libertad”. 

Es lo que cuenta Edurne Portela en El eco de los disparos (Galaxia Gutenberg, 2017): «La continuación del silencio en el presente protege, escuda, ayuda a negar la evidencia para seguir viviendo en ‘paz’, permite no realizar una autocrítica de nuestra propia participación en la violencia pasada. Pero este seguir viviendo en una paz artificial ha tenido y sigue teniendo consecuencias terribles para el tejido social».

Dudé mucho al principio si escribir este libro del que les hablo porque no estaba segura de si podía aportar algo a las investigaciones que ya se habían realizado, como las de Mariano Sánchez Soler o el último libro publicado por Carlos Fonseca sobre Yolanda González. Egoístamente pensé en que a mí me podía enriquecer bastante y a las generaciones más jóvenes. Ha habido lectoras que me han dicho que no conocían ningún caso de los recogidos. Y estoy contenta. Porque al final este trabajo me ha permitido acercarme a esta parte de la historia tan próxima aún y tan ignorada en las escuelas. He celebrado año tras año la Constitución, he crecido en una época mejor que en la que lo hicieron mis padres –ya no–, pero hay una parte de la historia que no conocía porque no me contaron. Porque el problema hoy, desde mi punto de vista, no fue lo que no se hizo entonces, en la Transición, sino lo que en democracia sigue sin hacerse. Y sin decirse, estimada vicepresidenta. Ojalá todo se resolviera con exhumar a Franco. Ojalá. Pero están las víctimas de Franco y las víctimas después de Franco. Todas igual de víctimas. 

Estimada vicepresidenta: después de Franco (también) hubo violencia