Fallece el centenario miliciano Luis Ortiz Alfau, luchador por la memoria histórica

A los 102 años ha fallecido el miliciano Luis Ortiz Alfau, un superviviente de los campos de concentración y esclavo del franquismo, que volcó la última etapa de su dilatada vida en implicarse en proyecto solidarios como el Banco de Alimentos de Bizkaia o la recuperación de la memoria histórica.

NAIZ | AGUSTÍN GOIKOETXEA | BILBO | 8-3-2019

Luis Ortiz Alfau se propuso «morir con las botas puestas» y con ese objetivo no hubo invitación que rechazara para exponer lo que vivió durante la guerra de 1936, los batallones de trabajadores convertidos por el franquismo en esclavos o su paso por los campos de concentración en Deusto, Miranda de Ebro, Oiartzun, Gurs o Argeles-Sur-Mer. La guerra le explotó en la cara con 19 años y marcó su vida, como la de otros muchos.

Este bilbaino del barrio de la Cruz, nacido el 13 de octubre de 1916, se vio obligado durante décadas a permanecer callado, rodeado de vecinos adeptos al régimen fascista en el barrio de San Inazio que temía le pudieran delatar. Fue Ortiz Alfau, a sus 100 años, uno de los testigos que declaró en el Palacio de Justicia de Bilbo ante la jueza Maria Servini en el marco de la querella argentina por los crímenes del franquismo.

A las puertas de la sede judicial, en setiembre de 2017, este republicano de familia socialista confesó que se había propuesto en la última etapa de su vida exponer todo lo que le había tocado vivir a él y a otros muchos que no lo pudieron contar. «He estado 40 años calladito, así que no me callarán ahora», dijo en una entrevista que concedió a GARA en julio de 2015, en la que rememoró el bombardeo de Gernika siendo miliciano del batallón Capitán Casero de Izquierda Republicana, su huida al Estado francés o su paso por el campo de concentración de Gurs.

Este hombre menudo, lúcido, se convirtió en ese testigo privilegiado de los desmanes del franquismo pero también en la voz incómoda de aquellos que olvidaron la tragedia vivida durante décadas por miles de familias, obligadas al silencio. Fue durante años un incondicional del homenaje anual en Bidankoze a los esclavos del franquismo. «Yo fui un preso privilegiado –recordaba–, porque a mí no me dieron un pico y una pala, a mí me dieron la máquina de escribir. ¡Yo tendría que hacerle un monumento a la máquina de escribir!».

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