Fernando Hernández Sánchez. ¡Amnesia y libertad!

Llamar terrorista a alguien por haber militado contra el franquismo, incluso en los grupos que postulaban el tácticamente discutible empleo de la violencia para derribarlo, puede ser un desahogo de barra de bar pero parece un argumento poco sólido si procede de alguien a quien se le supone una solvente formación académica.

Fernando Hernández Sánchez / Facultad de Formación de Profesorado y Educación, UAM / 01.06.2020

Se cuenta que allá en los años 60 se andaba discutiendo en las Cortes de la época un aumento del horario escolar dedicado a la práctica de la gimnasia en detrimento del latín. Signo de los tiempos, el “¡Contamos contigo!” era más importante que el Cogito, ergo sum y acarreaba menos problemas. El cordobés José Solís Ruíz, ministro secretario general del Movimiento —para los millenials, el partido único— defendió el proyecto con su peculiar gracejo: “Porque en definitiva ¿para qué sirve hoy el latín?”. Dicen que de aquella bancada somnolienta se elevó la voz de un procurador —para la generación Z, un señor inquebrantablemente adicto al sistema que para sentarse en el hemiciclo no necesitaba pasar por el engorroso trámite de unas elecciones, sino ser señalado directamente por el dedo todopoderoso del Caudillo—. Se trataba de Adolfo Muñoz Alonso, profesor de la Universidad Complutense, amante a partes iguales de la cultura clásica y de los juegos de azar. No en balde, el Glorioso Movimiento Nacional le había sorprendido en Roma, donde estudiaba Teología, mientras participaba en una timba. Con la confianza existente entre camisas viejas, el catedrático espetó a “la sonrisa del Régimen”: “Por de pronto, señor ministro, para que a Su Señoría, que ha nacido en Cabra, le llamen egabrense y no otra cosa”.

Sirva la anécdota para saber cuándo comenzó la actual relegación a la insignificancia de las lenguas clásicas que ha empobrecido irremediablemente la cultura ciudadana, en general, y la política en particular. A estas alturas, no es extraño que haya entre nuestros representantes quien parece desconocer la etimología de ciertos términos cultos de nuestro idioma que proceden del acervo clásico. Por ejemplo, no ha sido la primera vez —ni será la última porque, como estableció Carlo M. Cipolla, es norma de conducta de los estúpidos no descansar— que se imputa la comisión de terribles delitos políticos a personas que lucharon contra el franquismo en cualquiera de sus fases, desde la embrionaria a la terminal. Eso pasa, entre otras cosas, por no tener claro el origen y significado de la palabra “amnistía”.

La amnesia fomentada por décadas de discursos miríficos, una concepción teleológica de nuestra historia reciente y la seguridad que proporciona un modelo de impunidad cristalizado han tenido como efecto la absoluta desvalorización de los costes que asumieron los auténticos protagonistas de la lucha por las libertades de todos

Todo tendría un cierto remedio si el escarmiento consistente en el pago de indemnizaciones por injurias y calumnias llevara aparejada la pena accesoria de asistencia a unas clases elementales de griego o la copia cien veces repetida de la definición del diccionario de la RAE. “Amnistía” significa originariamente “olvido”. En términos jurídicos, es el “perdón de cierto tipo de delitos, que extingue la responsabilidad de sus autores”.

En la España contemporánea, la amnistía fue una reivindicación histórica de la oposición siempre que se produjo el declive de un régimen opresivo. Se demandó tras la muerte de Fernando VII en 1833; se reclamó con la Gloriosa revolución de 1868 que echó a los Borbones; se exigió tras la represión de la comuna asturiana de octubre de 1934; se convirtió en un clamor, en última instancia, tras la muerte de Franco en noviembre de 1975. La campaña por la amnistía —“¡Amnistía, Libertad!” fue la consigna más coreada en los inicios de la transición— en pos de la liberación de los presos políticos y el retorno de los exiliados constituyó una impugnación total del régimen que los había proscrito, encarcelado y expulsado de su patria.

No ha sido la primera vez, ni será la última, que se imputa la comisión de terribles delitos políticos a personas que lucharon contra el franquismo en cualquiera de sus fases

La campaña proamnistía que toda la oposición, con el apoyo de la sociedad civil, los sectores profesionales, los artistas e intelectuales, los medios de comunicación democráticos y el movimiento obrero, estudiantil y vecinal, desplegó con intensidad entre noviembre de 1975 acabó materializándose en la Ley 46/1977 de 15 de octubre, emanada del primer parlamento electo por sufragio universal desde el 16 de febrero de 1936: tal era, no hay que olvidarlo, su inmediato precedente. En su artículo Primero, punto I, apartado a) la norma amnistió “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día quince de diciembre de mil novecientos setenta y seis”; en su artículo sexto declaró “la extinción de la responsabilidad criminal derivada de las penas impuestas o que se pudieran imponer con carácter principal o accesorio”; y en el séptimo, apartado c) ordenó “la eliminación de los antecedentes penales y notas desfavorables en expedientes personales”.

Después de esto, llamar terrorista a alguien por haber militado contra el franquismo, incluso en los grupos que postulaban el tácticamente discutible empleo de la violencia para derribarlo puede ser un desahogo de barra de bar, pero parece un argumento poco sólido si procede de alguien a quien se le supone una solvente formación académica. Como en este caso, a diferencia de otros precedentes, no cabe la presunción de estupidez la pertinacia en la imputación adquiere interpretaciones inquietantes. Asumir como válida la descalificación de “terrorista” supone dar por bueno lo que establecía el Decreto ley 10/1975, de 26 de agosto, sobre prevención del terrorismo. En su preámbulo dejaba constancia de manera indubitable de la línea de continuidad entre la guerra civil y la situación existente en 1975, más allá de la charlatanería de la campaña de los XXV Años de Paz: “Se reitera la declaración de ilegalidad de los grupos u organizaciones que están ya definidas como ilegales en disposiciones anteriores de no derogada vigencia: decreto de trece de noviembre [errata: fue septiembre] de mil novecientos treinta y seis; Ley de nueve de febrero de mil novecientos treinta y nueve; Ley de quince de noviembre de mil novecientos setenta y una, y artículo ciento setenta y tres del Código Penal. Se incluyen en el Decreto Ley por tratarse de organizaciones cuyas ideologías propugnan la utilización de la violencia y del terrorismo como instrumentos de acción política”.

El sistema educativo ha fracasado en la enseñanza de nuestra historia reciente a las jóvenes generaciones y no existe un equivalente español del Museo de Aljube de Lisboa, un centro de interpretación histórico-cívica de la clandestinidad, porque no ha habido voluntad política de ello

Para ahorrarles la búsqueda: era el corpus integrado por el decreto de ilegalización de “todos los partidos y agrupaciones políticas o sociales que, desde la convocatoria de las elecciones celebradas en fecha 16 de febrero [de 1936] han integrado el llamado Frente Popular, así como cuantas organizaciones han tomado parte en la oposición hecha a las fuerzas que cooperan al movimiento nacional” (Boletín Oficial de la Junta de Defensa Nacional de España. Burgos, 16 septiembre 1936, Número 22); la Ley de Responsabilidades Políticas, a la que uno de sus muñidores, el filonazi Ramón Serrano Suñer, se refirió en un rasgo de humor privado como “la Justicia al revés” porque imputó los delitos de sedición y rebelión militar a los que defendieron al gobierno legítimo contra los verdaderos insurrectos; y la Ley de reforma del Código Penal que contemplaba en sus artículos 173 y 174 la persecución de toda “asociación que tuviere por objeto la subversión violenta, la destrucción de la organización política, social, económica o jurídica del Estado, el ataque a la integridad de sus territorios, la seguridad nacional o el orden institucional”.

El punto cuarto del Decreto Ley de 1975 se encargó de tipificar los objetos de la represión y las consecuencias derivadas de situarse en su punto de mira: “Declarados fuera de la Ley los grupos u organizaciones comunistas, anarquistas, separatistas y aquellos otros que preconicen o empleen la violencia como instrumento de acción política o social, los que organizaren o dirigieren estos grupos, los meros afiliados y los que, mediante sus aportaciones en dinero, medios materiales o de cualquier otra manera auxiliaren al grupo u organización, incurrirán respectivamente en el grado máximo de las penas previstas en el Código Penal para las asociaciones ilícitas de aquella naturaleza”.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconocía implícitamente “el supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” cuando aquellos no estuvieran “protegidos por un régimen de Derecho”. Por lo tanto, un demócrata no puede, sin quebrantar esta condición, hacer suyas las calificaciones penales de un régimen totalitario ni estigmatizar con los términos tomados del arsenal de la dictadura a quienes la combatieron

En resumidas cuentas, toda forma de oposición era considerada como terrorista y, para combatirla, se recurrió a la aplicación continuada de un código punitivo del vencedor. De ello cabe deducir que “terrorista”, por su omnicomprensividad, no significaba nada más que lo que la propia dictadura quería que significase y que esta, por su interpretación arbitraria de la justicia, nunca fue un Estado de derecho homologable a las democracias occidentales. En aquellas circunstancias, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 reconocía implícitamente “el supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión” cuando aquellos no estuvieran “protegidos por un régimen de Derecho”. Por lo tanto, un demócrata no puede, sin quebrantar esta condición, hacer suyas las calificaciones penales de un régimen totalitario ni estigmatizar con los términos tomados del arsenal de la dictadura a quienes la combatieron.

Otra cosa es que se le dé al concepto de amnistía una interpretación distinta basándose en el contexto en que se promulgó. Como señaló Vázquez Montalbán, el resultado de la transición se decidió según una correlación de debilidades. Al descontextualizar las condiciones en que se llevó a cabo ese proceso complejo, contradictorio y violento —2.300 sucesos, 700 muertos— que fue la transición en sí se llegó a la mitificación en el relato de la transición para sí: un tránsito idílico de la dictadura a la democracia bajo el sabio patroneo de un puñado de grandes hombres.

La derecha rearmada ideológicamente por esa forma de politización del rencor que es el aznarismo parece haber decidido que el perdón asimétrico tenía fecha de caducidad.

De la amnistía como concepto político impugnador se pasó a la amnesia —pérdida o debilidad notable de la memoria— como fenómeno social. Dos términos griegos con idéntica raíz, pero significados diferentes. La mayoría de los franquistas se invistieron como demócratas admitiendo someter el gobierno el poder ya es otra cosa- al albur de unas elecciones mientras las distintas variantes de oposición adquirieron el derecho a respirar dejando jirones de renuncias a sus respectivos programas máximos. No solo no se pidieron responsabilidades a quienes habían usufructuado los beneficios de la dictadura, sino que ni siquiera se exigieron a los sayones que se habían enfangado defendiéndola en los sótanos de las comisarías. La Ley 46/1977 incluyó un artículo segundo que en sus apartados e) y f) contemplaba la amnistía para “los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley” y a “los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas”. Por perdonarles, hasta se les permitió que conservaran sus haberes y premios.

De aquellos polvos, estos lodos. La derecha rearmada ideológicamente por esa forma de politización del rencor que es el aznarismo parece haber decidido que el perdón asimétrico tenía fecha de caducidad. Los paladines del no mirar al pasado, los que se mofan de quienes buscan a su abuelo en una cuneta sacan a relucir Paracuellos, la Causa General o las sentencias del TOP cuando conviene. No hay escrúpulos para referirse al franquismo como una arcadia feliz ni obstáculos a que se conciba como una variedad de sincretismo antipolítico en el que se aúnan el colegio de pago, el botellón, Sotogrande y los tótems de la tribu en confusa mezcolanza. La amnesia fomentada por décadas de discursos miríficos, una concepción teleológica de nuestra historia reciente y la seguridad que proporciona un modelo de impunidad cristalizado han tenido como efecto la absoluta desvalorización de los costes que asumieron los auténticos protagonistas de la lucha por las libertades de todos. Las guarimbas motorizadas que recorren las calles del barrio de Salamanca y sacuden españazos a la prensa bien podrían hacerlo al grito de ¡Amnesia y libertad! El sistema educativo ha fracasado en la enseñanza de nuestra historia reciente a las jóvenes generaciones y no existe un equivalente español del Museo de Aljube de Lisboa, un centro de interpretación histórico-cívica de la clandestinidad, porque no ha habido voluntad política de ello y el edificio que lo podría haber albergado, la antigua prisión de Carabanchel, fue asolado para edificar pisos, en lo que constituye una ilustrativa metáfora de nuestra sociedad y de nuestro tiempo.