Francisco Vera, el último preso del Valle de los Caídos

► El teniente republicano Francisco Vera Manzano fue quien cerró las obras de Cuelgamuros

► El condenado nunca olvidó las vejaciones que sufrieron él y todos sus compañeros de los batallones disciplinarios ni la fuga de Nicolás, el hijo de Claudio Sánchez Albornoz

CUARTOPODER.ES | RAIMUNDO CASTRO | 10-12-2019

La Historia se escribe haciendo referencia siempre a grandes personajes. Y, generalmente, la narran los vencedores convirtiendo en héroes a sus villanos. Pero en algunas ocasiones, un “pequeño gran hombre” – por homenajear la famosa película de Arthur Penn inspirada en la novela del mismo título que publicó Thomas Berger en 1964 y que narra las peripecias asesinas del general Custer contra los cheyennes- es quien acaba revelando la verdad de una época de matanzas y exterminio falseada por los tiranos. Por eso -y contra eso-, aunque también para recordar a los vencidos por las armas pero que no dejaron de ser nunca los vencedores morales de la contienda, me llamó la atención la historia de Francisco Vera Manzano.

Fue Ángel Prieto, un educador, historiador y amigo de Piornal (Cáceres), quien me habló por primera vez de él durante los agitados días de la exhumación de Franco. Prieto es un compañero de la Asociación Archivo, Guerra y Exilio (AGE) que ha venido defendiendo la memoria de los guerrilleros antifranquistas en la que siguieron combatiendo contra el olvido la mayoría de los supervivientes españoles una vez aprobada la Constitución de 1978. Afortunadamente, aún siguen representándolos a todos ellos, no sólo vivos sino combativos a pesar de su edad, los guerrilleros Francisco Martínez “Quico” y la actual presidenta de la asociación, Esperanza Martínez “Sole”, acompañados por un cada vez más reducido pero irreductible puñado de sus enlaces (los guerrilleros del llano, como ellos los han llamado siempre).

Cuando visité en Getafe al buen Ángel Prieto en medio de la polémica sobre la exhumación del dictador, el maestro jubilado que nunca ha cejado en su lucha por la recuperación de la memoria republicana lamentó la ausencia de quien denominaba “el último de Cuelgamuros”, de quien no había vuelto a saber nada desde 1996, el año en que AGE le invitó a contar su odisea personal en el maldito valle de los republicanos desamparados. “¿Te suena?”, me preguntó. Y le dije que no tenía ni idea de su existencia. “¡Qué desastre!”, comentó de extremeño a extremeño. Y, sin saber por qué, me avergoncé de mi ignorancia. Aun sabiendo que podía excusarme a mí mismo porque mi desconocimiento era colectivo, me dolió.

Entonces, Ángel me recordó que Francisco Vera había fallecido con su siglo XX. Pero destacó que ni siquiera sabía en qué año. No pudo averiguarlo porque los militantes de Izquierda Unida de Navalmoral de la Mata (Cáceres), a los que consultó, no sabían nada.

En la carta de 1996, Vera respondió a Prieto que lamentaba no poder acudir a Madrid desde Navalmoral por una razón bien triste. Escribió que le era imposible asistir a las jornadas de AGE sobre la represión franquista porque hacía un año “que tengo a mi señora ciega, y como no tuve hijos, estamos solos ella y yo”. “Os adjunto -continuaba diciendo- una fotocopia de un reportaje y una foto con una placa que me ha mandado la televisión alemana”. El reportaje estaba firmado por Miguel Ángel Marcos y la foto era de Amigo. De ese reportaje había extraído Ángel Prieto el último testimonio de Francisco Vera.

Sin embargo, el humilde historiador extremeño había sabido de él mucho tiempo atrás. Contó: “La primera vez que oí hablar de Francisco Vera Manzano fue en Robledillo de la Vera (Cáceres), su pueblo natal, allá por el año 1977. Por aquellos entonces, yo ejercía de maestro de escuela en Valverde de la Vera, pero vivía en Losar de la Vera. De modo que todas las mañanas, en compañía de dos hermanos maestros, Ángel y Rafael Borja Cañadas, tomaba el camino de Valverde no sin antes haber pasado por Robledillo para dejar en la escuela a este último, que ejercía su docencia allí. Poco más que el nombre de Francisco Vera y alguna nota aislada de su paso por Cuelgamuros era toda la información que conservaba en una vieja agenda”.

No obstante, pudo reconstruir su historia de soldado y prisionero. “Tenía 25 años cuando llegaron las tropas rebeldes de Yagüe a su pueblo. Entrar ellas y marcharse él, fue todo uno. Inmediatamente se incorporó al ejército de la República. En Guadalajara, primero; después en Castuera (Badajoz) de sargento. Herido de gravedad en una pierna pasó un mes en el hospital de Ciudad Real y se quedó con la bala en la pierna toda su vida. Luego se incorporó al ejército de Levante, donde alcanzó el grado de teniente (1 de enero del 39. Academia de Godella). Y su último destino, la 63 Brigada, estuvo en el frente de Teruel”.

“Terminada la guerra –continuó Prieto- empezó, cómo para tantísimos republicanos, otro calvario: el de los campos de concentración, el de las cárceles, el de los juzgados. Primero estuvo en el campo de concentración de Manzanera (Teruel), luego en la prisión de Soria, donde un tribunal le condenó a una pena de cárcel de casi seis años por “auxilio a la rebelión” (¡los tribunales de los rebeldes condenaban a los legales por el delito que los primeros habían cometido!). Una vez libre, decidió vivir en Navalmoral de la Mata para evitar enemistades y malentendidos, según dijo. Pero a los cuatro o cinco meses de vivir en Navalmoral tuvo que volver a los juzgados para responder por un juicio de responsabilidad política y le condenaron a una multa de 150 pesetas”. “No tenía ni cinco céntimos ni sabía cómo pagar porque el sueldo del mes era de tres pesetas”, le dijo Vera al documentalista Miguel Ángel Marcos. Y al año y medio, como había pagado muy poco de la multa, le abrieron otro expediente, acusándole, ¡otra vez!, de rebelión militar. Y esa condena fue la que le llevó hasta Cuelgamuros en 1947”.

Allí estuvo trabajando doce horas diarias (diez para el Estado y dos para él, a 1,25 pesetas hora). Él mismo contó: “Hasta que desmontaron los campos de trabajo. Cuando quitaron los campos nos quedamos diez o doce personas para recoger las cosas. Fui el último preso que salí de allí: esa fue la atención que el director de la obra tuvo conmigo”.

Prieto destaca que muchos fueron los recuerdos que tenía Francisco de su estancia en Cuelgamuros, pero que tenía uno por el que guardaba especial interés: la fuga de su compañero de litera, Nicolás Sánchez Albornoz, quien inspiró la película Los años bárbaros de Fernando Colomo, muy popular entonces porque era hijo de Claudio Sánchez Albornoz, quien fuera presidente de la República en el exilio, y porque más tarde, en democracia, fue nombrado  presidente del Instituto Cervantes. “Me escribió una carta donde me decía que vendría a Navalmoral para saludarme, pero la visita nunca se produjo”, explicó después Vera.
Cuando abandonó Cuelgamuros, a Francisco le quedaba por cumplir un año de condena. Pasó seis meses trabajando cerca del monumento que se vio forzado a construir. Fue en el pantano de Buitrago de Lozoya (Madrid), donde le llevaron porque se acogió a la redención de penas. Y terminó su particular calvario el 10 de Abril de 1951.

Desde entonces, salvo siete años que estuvo malcurrando por tierras salmantinas, vivió en Navalmoral de la Mata junto a su compañera Paula. La de siempre. La mujer con la que se había casado nada menos que en el año 1937.

Fue en 1996 cuando participó en el programa elaborado por la Televisión  Catalana (TV3) sobre el Valle de los Caídos. Vera suponía que ese documental debió llegar a la televisión alemana porque al poco tiempo recibió una placa como reconocimiento a su lucha, donde podía leerse: “A Francisco Vera Manzano, el equipo de SDR/TV alemana, como agradecimiento a su lucha por la libertad”.

Miré al buen Prieto. “Notable paradoja –me dijo-; o mejor, notable lección: los alemanes reconociendo a los presos de Cuelgamuros”. A esos mismos que aquí, en España, entonces, seguían en el olvido. Aquellos presos republicanos que trabajaron en la construcción del mausoleo organizados en batallones disciplinarios dependientes de la Dirección General de Regiones Devastadas que, bajo el sistema de redención de penas, realizaron los trabajos más duros y peligrosos en condiciones de humillante esclavitud. Diego Méndez, el segundo director de aquella grandilocuente obra, dijo de ellos: “Horadaron el granito, se subieron a andamios inverosímiles, manejaron la dinamita… Han jugado día a día con la muerte (…) sin ellos, la obra hubiese durado muchos más años, con empleo de máquinas en número mayor, y con dispendios crecidos”.

Ángel también me recordó los muchos y desgarradores testimonios  de aquellos presos que ratificaban las palabras de Méndez. Los de Trinitario Rubio, citado por Fernando Olmeda y por José María Calleja, recordando las agotadoras jornadas de trabajo. Los de Segundo Fernández, que hablaba de los obreros que caían día a día por hambre y enfermedades. Los de Teodoro García Cañas, que le contaba a Rafael Torres lo vejatorio de las vestimentas que, cual campo de concentración nazi, señalaban a los judíos con una estrella cosida en la camisa. O las que, con un botón blanco, acusaban a los condenados a 30 años. O, en fin, las que, con sus botones dorados, escarnecían a los condenados a muerte.

En definitiva, Ángel concluyó recordando a Isaías Lafuente y su libro Esclavos por la patria, el hecho lamentable de que “Franco aprovechó la situación para convertir a los reclusos en trabajadores forzados sobre los que recayó el sacrificio de reconstruir pueblos, hacer pantanos, trazar líneas férreas, explotar minas o erigir el monumento más emblemático de la dictadura: el Valle de los Caídos”. “Porque, para los presos, fue un tiempo de dolor y vejaciones sin límite. Y para el Régimen y sus afectos, un negocio redondo”, concluyó.

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