Huelva. El vil asesinato del doctor Roncero

► En el verano de 1937 se recrudeció la persecución desde el bando nacional tras una orden de Queipo de Llano

► El doctor Cristóbal Roncero fue una víctima destacada

HUELVA INFORMACIÓN | JUAN C. LEÓN BRÁZQUEZ | HUELVA | 14-8-2017

Uno de los acontecimientos relevantes de la Guerra Civil en Huelva fue la etapa represiva desatada a partir del Bando de Guerra del 6 de agosto de 1937, firmado por el general Queipo de Llano, en Sevilla, en el que se declaraba el norte de la provincia “zona de guerra”, para combatir las activas guerrillas formadas en las serranías onubenses. Segunda fase de terror y escarmiento en Huelva, a pesar de que las trincheras de la guerra quedaban lejos. Un ejemplo representativo, con una gran repercusión en su momento, fue el asesinato, el 14 de agosto de 1937 en las cercanías de Valverde del Camino, del doctor don Cristóbal Roncero y otros dos nervenses más. Todo un símbolo y una reflexión 80 años después de aquel momento, de cómo actuaron los represores en el verano de 1937.

Los golpistas no se conformaron con la indiscriminada represión ejercida en toda la provincia a medida que fueron ocupando pueblos en los primeros meses de la Guerra Civil. Buscaron en cada pueblo un castigo ejemplar para que tras el terror, como dice el autor de Los desaparecidos de Franco, Francisco Moreno, “el nuevo Estado viva de las rentas durante un tiempo”. Es lo que él mismo llama el “exterminio suficiente”, sin estar matando siempre. En 1936, según los datos de otro historiador, Francisco Espinosa, en La Guerra Civil en Huelva, en sólo seis meses fueron asesinadas en la provincia unas tres o cuatro mil personas, “llenando Huelva de viudas y huérfanos”, siguiendo las directrices del director del golpe, el general Mola, quien dio órdenes para que “la acción -desde el primer momento- sea en extremo violenta”. Y sin embargo, al inicio de 1937 se produjo cierta relajación, una vez que el gran represor, el comandante Haro Lumbreras, fuera trasladado en enero a Zaragoza tras varias denuncias por conducta “escandalosa”. Pero la actividad guerrillera de los fugitivos en las sierras onubenses hizo que Queipo de Llano dictara el 6 de agosto de 1937 un nuevo Bando de Guerra, declarando la parte norte de Huelva zona de guerra, con lo que la represión recuperó un nuevo punto crítico en agosto de ese año, justamente cuando en la población se había instalado cierta tranquilidad. Aquel verano de 1937 pilló desprevenidos y confiados a los sobrevivientes del primer terremoto represivo, que Francisco Moreno califica de “choque”, para limpiar la base social de la República. Franco, en la edición del 30 de agosto de 1936 del Chicago Tribune, lo había dejado claro para quien quisiera oírlo: “Estoy dispuesto a exterminar, si fuera necesario, a toda esa media España que no me es afecta”.

Huelva, a pesar de encontrarse lejos de los frentes de guerra que se formaron tras el primer año desde el golpe militar, se vio envuelta en una nueva fase represiva, especialmente tras el nuevo Bando de Guerra de Queipo de Llano. Nada más firmarse, en Valverde del Camino, por ejemplo, los 20 encarcelados -y alguno más- fueron llevados inmediatamente a Beas y fusilados. La caza al rojo, con ejecuciones sumarias, incluso antes de que las operaciones militares de limpieza efectuaran batidas para terminar con la vida clandestina de los grupos guerrilleros huidos, se centró en eliminar a los elementos indeseables no afectos al Movimiento y que se libraron de las primeras sacas represivas. Cualquier insinuación o denuncia sirvió de excusa para eliminar al señalado. Volvieron a acumularse los consejos de guerra sumarísimos y se intensificaron los fusilamientos en las cunetas y tapias de los cementerios. Sólo en agosto -según Espinosa Maestre- quedaron registradas en Huelva 195 muertes por la nueva situación, la mayor cifra de los siguientes seis meses de represión, “en el que murieron un mínimo de 577 personas [registradas], hasta comienzos de 1938”. Huelva, relativizando su población, se convirtió en una de las provincias con mayor número de represaliados de toda España. Esta vez el encargado de llevar la razzia contra los fugitivos fue el teniente coronel de Infantería Fermín Hidalgo Ambrosy. Tal como sucedieron los hechos, Espinosa Maestre sostiene que en Huelva “más que guerra hubo represión”. La Ley de Fugas se aplicó sin miramientos, donde poco importaron los fusilamientos extrajudiciales, terminando muchos de ellos en fosas comunes.

El estudio de los expedientes, ahora accesibles al estar digitarlos en la sección de la Memoria Histórica de la Diputación de Huelva, sirve para poner luz en algunos casos concretos que escenifican lo que ocurrió en esos momentos. La cuenca minera, una vez más se encontró en el epicentro de aquel huracán salvaje que tantas vidas costó. Entre ellas la del doctor don Cristóbal Roncero, cuyo nombre lleva hoy el Centro de Salud de Nerva. Le dieron el pase el 14 de agosto de 1937 en el paraje del Puente Nuevo, muy cerca de Valverde del Camino.

No era un cualquiera el doctor Roncero. Llevaba 26 años ejerciendo la medicina en Nerva y fue un pionero en introducir los aparatos más sofisticados del momento. Creó una mutua médica sindical, para no depender de la Rio Tinto Company Limited, y se implicó en la asistencia a los obreros. Concha Espina lo conoció y creó el personaje del doctor Alejandro Romero en la novela El metal de los muertos, señalándolo como “el médico de los trabajadores, quien al terminar la carrera va a prestar sus servicios al sindicato nervense, inclinándose a la causa de los obreros bajo una porción de aficiones morales y desinteresadas. Era romántico y poeta”. Admira la novelista su trabajo, su abnegación y su compromiso. Su última obra fue el Centro Primario de Higiene Rural, una especie de Hospital Municipal, cuyo modelo tenía pensado reproducir en otros pueblos próximos. Trajo médicos de Cádiz que ejercieron por toda la cuenca minera. Era un humanista implicado en las intensas actividades culturales de Nerva. Amigo no sólo de Concha Espina, sino también de Juan Ramón Jiménez (con quien se carteaba) o de José María Morón, componía poesía; era también íntimo amigo de Vázquez Díaz y de José María Labrador (que lo pintó), y hacía ilustraciones y dibujos satíricos; también colaboró con el músico maestro Rojas, haciéndole letras para sus partituras, aunque como decía su hija Wigberta “nunca logró tocar el piano”. Un hombre polímata, con varias especialidades médicas y atento, como erudito, a cualquier actividad cultural. Él fue comisionado para entregar pacíficamente Nerva a las tropas franquistas y evitó en aquellos primeros intensos días que los rojos quemaran un retrato de Alfonso XIII con el uniforme de ingeniero de minas. Un año después fue vilmente asesinado, al poco de que en Huelva se pusiera en marcha (julio 1937) una Comisión Depuradora de funcionarios. Las denuncias que le hizo otro médico de Nerva, Pedro Parreño, acusándolo de que todo lo que consiguió fue por su amistad con el poder local socialista y sindicalista, tuvieron trágicas consecuencias.

Él estaba tranquilo, pues hacía casi un año que las tropas franquistas entraron en Nerva y le dejaron seguir ejerciendo de médico titular de la población minera. Sin embargo, alguien tomó la decisión de aplicarle la ley de fugas, aun cuando el juicio se celebraría poco después de su asesinato. En el expediente se constata que el doctor Pedro Parreño Romero lo acusa de obtener beneficios por haber sido un militante activo o simpatizante del Partido Socialista. Y es que el doctor Roncero, en 1914, había creado una mutua médica para los obreros apoyado por UGT y el PSOE. También lo acusa de acaparar cargos médicos y de ser amigo del alcalde socialista, utilizando el Convento para instalar un Hospital de Sangre, además de chantajear al Ayuntamiento para que comprase aparatos médicos, en un momento de precariedad económica. E incide en la cuestión acusándolo de beneficiarse de comisiones (1.500 pesetas) por este asunto, amén de recibir otros regalos personales. Termina diciendo que presenta la denuncia “al objeto de cortar de una vez para siempre la perniciosa actuación de don Cristóbal Roncero en la organización y desenvolvimientos en los servicios de la Villa de Nerva, ya que sólo de esta manera se servirá la Justicia que confiadamente habrá de hacer V.E.”.

Aquel escrito de fecha de octubre de 1936 no sería visto como causa juzgada (1988-937) hasta el 28 de agosto de 1937, dos semanas después del asesinato por la Guardia Civil del doctor Roncero. El archivo de la demanda, en el II año triunfal del franquismo, se produjo el 14 de diciembre de 1937, indicando el sobreseimiento que “es público y notorio en Huelva que el denunciado, el médico señor Roncero, había sido ejecutado recientemente (…) en cumplimiento de órdenes verbales de la superioridad”, con lo que se dicta que con su muerte “quede extinguida la responsabilidad criminal que pudiera haber contraído”. No hacía falta sentencia judicial; sin ella, él y otros dos nervenses, Antonio Pérez Quinta y Manuel Morales Lancha, quedaron en aquella cuneta de Valverde del Camino, sin que hayan aparecido sus cuerpos.

Los acontecimientos a veces enmudecen durante mucho tiempo y un niño nervense de 12 años, de nombre José Olivares, que pasó aquel día junto a su padre por Valverde del Camino, camino de Huelva, donde estudiaba, vio al doctor Roncero con dos guardias civiles. Recientemente aquel niño, a pesar de sus problemas de memoria, rescató para sus hijos el sentimiento de un instante: “Estaba esposado sentado sobre una piedra, junto a la carretera, custodiado por dos guardias civiles. Al reconocer el coche de mi padre se levantó como un resorte y elevó sus manos esposadas enviándonos un saludo de esperanza. El chófer no paró y siguió su camino, mientras yo lo miré por la ventanilla y él nos siguió con la vista. Me volví a mi padre que intuyó el trágico final, hundiéndose impotente en sus interioridades. Entendí aquel silencio de miedo y pánico ante el inexplicable final del doctor Roncero, amigo de la familia, especialmente para los ojos de un niño como yo. Aquello afectó mucho a mi familia y nunca hablamos de ello”. Una triste cicatriz en la memoria de José Olivares durante 80 años.

“Lo asesinaron y aunque los informes indicaban que estaba enterrado en Valverde del Camino nunca lo encontramos. El gobernador Civil de Huelva autorizó la búsqueda a mi madre y a mi marido, quien gratificó generosamente al sepulturero, al afirmar que lo encontraría. Se abrió la fosa común de un kilómetro o más y de allí salían cadáveres y cadáveres de pobres gentes, humildes por su ropaje. Muchas alpargatas de gente obrera. Pero mi padre era un señor muy elegante e iba bien vestido, además tenía una fractura de tibia, que mi marido, médico, no logró identificar. Tras matarlo lo dejaron en la carretera, en la cuneta, y lo mismo se lo llevaron a otro sitio. Era un hombre humanísimo, apolítico, centrado en su actuación sanitaria a disposición de la gente y en las actividades artísticas que tanto le gustaban. Lo mató la envidia y lo que nos duele es que se pudo evitar. Él había protegido al cura don Constantino, detenido por los rojos, sacándolo de la cárcel y cuidando su tuberculosis. Pero cuando a mi padre lo detuvieron, don Constantino no hizo nada, a pesar de ser sacerdote y de que le pedí que lo ayudara, porque lo dejaron incomunicado. Un guardia civil llamado Mateo, a cuya familia él atendía, llamó a las 2 ó 3 de la mañana (14 de agosto de 1937) pidiéndole que lo acompañara y el lo hizo pensando que iba a atender a un hijo enfermo. Podía haberle dicho que huyera, pero no lo hizo. Algunos de sus amigos sabían lo que iba pasar aquella noche y nadie lo avisó. Yo por la mañana me acerqué al alguacil, quien me dijo que se lo llevaban detenido a Valverde y rápidamente fui a la camioneta de Damas y allí vi a mi padre. Iba demudado, esposado como un criminal; lo desposaron y él me entregó un paquete de cigarrillos rubios, el reloj y una sortija (amatista) distintiva de los galenos. Me dijo que no pasaba nada, que iba a declarar y que le dijese a mi madre que no se impacientara. Con él cayeron otras dos personas, que creo que utilizaron para disimular lo que iban a hacer, ya que habían tenido juicios y no encontraron nada. Todo fue por el doctor Parreño, quien parece que tenía apetencias por hacerse con su puesto como director del Centro y lo denunció”.

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