Isaac Rosa. Un sábado con mi hija en Cuelgamuros, ese lugar antes conocido como el Valle de los Caídos

¿Qué hacemos con el mayor monumento del franquismo? Sigue siendo la gran pregunta casi medio siglo después de muerto Franco.

¿Resignificarlo democráticamente, derribarlo sin remedio o “dejar a los muertos en paz”?

Isaac Rosa / Cuelgamuros (Madrid) / 18.11.2022
“¿Has ido alguna vez al Valle de los Caídos?” Desde que elDiario.es me encargó un reportaje sobre el ahora llamado Valle de Cuelgamuros, le he hecho la pregunta a muchos amigos. Entre los mayores de 50, alguno recuerda vagamente haber ido de niño, de paso con su familia, pero nunca de adulto. Entre los ya nacidos en democracia, encuentro a muy pocos que hayan estado allí, y siempre en visitas conjuntas con investigadores o activistas de la memoria. Hasta que fui el pasado sábado, yo mismo llevo toda la vida postergando esta visita, entre el desinterés, el espanto y la convicción de que el Valle es para los franquistas.

“Mañana te voy a llevar a un sitio que te sorprenderá”, le anuncio a mi hija mayor en la cena, ganando su siempre difícil atención. A sus 18 años, Olivia sabe del franquismo poco más de lo aprendido en la secundaria y el bachillerato, de donde siguen saliendo promociones de estudiantes para los que Franco es, en el mejor de los casos, otro cromo de la liga “Historia de España”, junto a Felipe II o los visigodos: unas pocas fechas y nombres, un par de frases memorizables la noche antes del examen, para olvidar cuanto antes. Mi hija duda cuando nombro el Valle, le suena vagamente a algo de Franco. Le cuento más, pero no le muestro ninguna foto, prefiero que se lo encuentre mañana en vivo, pues quiero ver el Valle con sus ojos: con la mirada de una joven que acaba de llegar a la mayoría de edad en 2022. Una mirada extraterrestre, esa que en las ficciones siempre nos permite ver lo que los terrícolas ya no vemos.

Una cruz del tamaño de una tosta ibérica

Quedamos una mañana de sábado con el fotógrafo Olmo Calvo, y en su coche enfilamos la carretera de A Coruña. Al dejar atrás Moncloa le hablo a mi hija del Arco de la Victoria, que ahí donde lo ves, con su cuadriga en lo alto y sus inscripciones pomposas en latín, no es romano como tal vez creen los turistas (y no pocos madrileños) despistados, sino parte de la reurbanización de posguerra del antiguo frente de Ciudad Universitaria. En el diseño original, el espantoso edificio cupulado que hoy ocupa la Junta de Distrito iba a ser un Monumento a los Caídos, que apuntaba hacia Cuelgamuros, cuya gran cruz debía verse en la lejanía a través del arco, alineados los tres engendros. Y ahí siguen los tres.

“Mira, ya se ve la cruz”, le digo a Olivia cuando todavía quedan más de 20 kilómetros. La neblina deja entrever esa silueta que nadie que circule por la A-6 puede ignorar. Desde la distancia podría pasar por un aerogenerador, un molino aislado. Es la cruz más alta del mundo, informo a mi hija. Como no parece impresionarle, le doy un argumento de peso, pues hace unos meses fue certificada por la única autoridad reconocida para tales proezas: el Libro Guinness de los Récords. 152,4 metros de altura. Ligeramente mayor que los 150 metros y 37 centímetros de la tosta ibérica más grande del mundo, récord logrado hace una semana en la localidad gaditana de Los Barrios, al colocar en una misma calle todos esos metros de pan, aceite de oliva y embutido. La tosta impresiona más a mi hija, claro. La cruz del Valle y el pan con chorizo comparten honores con otros récords Guinness de este mismo año: los 13,06 metros de las uñas más largas del mundo, o los 18,2 milímetros que sobresalen de sus cuencas los ojos más saltones nunca vistos (no busquen el vídeo si no quieren tener pesadillas).

No se me solivianten los católicos por hablar tan frívolamente de la cruz. Si comparto toda esta chatarra de récords absurdos es para que se vea el nivel de esperpento al que han llegado los partidarios de no tocar el Valle. Son ellos los que ridiculizan la cruz: la muy combativa Asociación para la Defensa del Valle de los Caídos presentó al Guinness informes de hasta cuatro arquitectos para conseguir el diplomilla. Ya que no han logrado la declaración de Bien de Interés Cultural (BIC) –el ministerio lo denegó, y Ayuso rechazó la petición de Vox por falta de competencias, aunque ahora no descarta buscar la forma de hacerlo–, al menos tienen un récord Guinness, que seguro que ningún gobierno se atreve con algo así.

De hecho, el de la cruz no es el único para Cuelgamuros: aun más reciente es el diploma Guinness para la basílica como iglesia más larga del mundo, 260 metros. Se me ocurren muchos otros récords que podrían inscribir, aunque más siniestros. En cualquier caso, seguro que a Franco le encantaría ojear el Libro Guinness y comprobar cómo aquella cruz que, en palabras de su arquitecto Diego Méndez, iba a ser “atalaya y faro de la gran meseta”; y aquel Valle que se levantó para ser “nada más y nada menos que el Altar de España, de la España heroica, de la España mística, de la España eterna”, han acabado emparentados con la gigantesca tosta ibérica y el friki de los ojos saltones.

Nos reímos en el coche con estas tonterías para quitarnos cierto nerviosismo, el que todo demócrata tiene cuando visita el Valle. “Ten cuidado”, me repite mi familia cuando les cuento el plan. No terminan la frase, pero obviamente no se refieren a las humedades de la abadía o al riesgo de que me caiga encima un trozo de escultura de Ávalos. Ten cuidado con los fachas. Miro a Olmo al volante, lleva dos grandes aretes en las orejas, yo mismo tengo uno en la izquierda, y mi hija lleva pinta de lo que es: una adolescente feminista y republicana. Bromeamos con disfrazarnos de cayetanos para pasar desapercibidos. En nuestro imaginario el Valle sigue poblado por camisas azules de la vieja guardia, señoras agresivas con aguilucho, neonazis con bate. Nada de eso encontraremos hoy, pues la exaltación franquista está ya prohibida, pero son muchos años de Valle de los Caídos convertido en sitio de quedada para la ultraderecha violenta –perdón por la redundancia–.

Aquí vivían los trabajadores presos

Al dejar la autovía y tomar la carretera de acceso, se acaban las bromas. Bajo la cruz son visibles ya, a lo lejos, el resto de elementos arquitectónicos: la arcada fascistoide al pie del risco, la gran explanada que allana el terreno, la boca negra de la basílica. Si ves una foto antigua del Risco de la Nava antes de la obra, te repugna aun más el conjunto resultante. Un adelantado de la España fea, de las playas y montes echados a perder por hoteles, viaductos y calatravadas. Un Algarrobico nacional-católico. Imagino un grupo de activistas, como en el hotel almeriense, descolgándose con una pancarta desde la cruz, pintando las arcadas con grandes letras negras visibles desde lejos, desde la A-6, desde Moncloa: “LUGAR FASCISTA”.

A la altura de los cuatro Juanelos de granito, tomamos un camino lateral que se adentra en el monte. Cerrado con una barrera, conduce al emplazamiento de los destacamentos penales donde malvivieron entre 1943 y 1950 los presos políticos empleados en la primera fase de la obra. El más cercano a la carretera es el de la constructora Banús, encargada del acceso al monumento, viaducto incluido. En La verdadera historia del Valle de los Caídos, Daniel Sueiro recoge testimonios de trabajadores que recuerdan cómo uno de los hermanos Banús iba en persona al penal de Ocaña a reclutar presos. Les miraba los dientes y les tocaba los músculos de los brazos. Un número indeterminado murió en accidentes de obra, muchos otros fallecerían años después de silicosis, los que excavaron la basílica. Otro preso recuerda, en el mismo libro, las visitas frecuentes del general Millán Astray. Sí, el que tiene calle en Madrid. Venía sin avisar, le gustaba lanzar arengas patrióticas a los reventados trabajadores.

En la zona de los destacamentos todavía son visibles los cimientos y perímetros de los barracones, estudiados el año pasado por un equipo de arqueólogos tras más de medio siglo de descuido. Aunque recogieron cientos de objetos con los que reconstruir la vida miserable de los trabajadores presos, todavía es fácil encontrar latas oxidadas, frascos de cristal, pedazos de ladrillo o cerámica, y numerosas suelas de zapato con los clavos asomando. Los arqueólogos identificaron también zapatitos de niño y juguetes, pues muchas familias se instalaron allí para estar cerca de sus padres y maridos. Un jovencísimo Paco Rabal, por ejemplo. Levantaban chabolas usando cualquier abrigo entre rocas y unas ramas. Los más afortunados se apretaban en una precaria construcción de tres por tres metros. En algunas rocas todavía se reconoce la marca horizontal que dejó un tejadillo precario. Cuesta imaginar un poblado de chabolas en ese terreno escarpado y boscoso. Hoy está el día húmedo y el viento te mete el frío bajo el chaquetón. Otoño, invierno, lluvias, nieve, un año tras otro.

Te rogamos, señor

Aparcamos al pie del risco, junto al antiguo funicular que subía a la base de la cruz, fuera de funcionamiento desde hace años. Sí, aquí hubo un funicular, lo que confirma la primera impresión de parque temático nacional-católico. Comprobamos que la señalización sí se ha actualizado con el nuevo nombre del conjunto: Valle de Cuelgamuros. No es la única muestra, aunque tímida, de que la democracia ha empezado a hacerse cargo del lugar tras la histórica salida del cuerpo de Franco: en la tienda de recuerdos, a la entrada de la basílica, no encontramos un solo aguilucho, retrato del dictador o lema nostálgico. Las postales, llaveros, bolígrafos y demás souvenirs se limitan a recoger la imagen externa del monumento. La pequeña librería sí muestra un claro sesgo en la selección de libros, con Stanley Payne y su En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras, la Pequeña Historia de España de García de Cortázar para los niños, y algo de Pérez Reverte, aparte de publicaciones de Patrimonio Nacional sobre monarcas.

No nos entretenemos en detalles escultóricos porque está a punto de empezar la misa de las once, así que cruzamos deprisa más de 200 metros de nave –récord Guinness, recuerden– para coger sitio. Unas 70 personas asisten al oficio, el mismo que los monjes celebran cada día, tal como establece el convenio que hace más de siete décadas entregó a la abadía benedictina la administración del Valle. Convenio que ha seguido vigente durante más de cuatro décadas de democracia, hasta su derogación por fin con la nueva ley de memoria democrática –aunque todavía a la espera de un nuevo decreto que lo sustituya–.

Son numerosos los oficios religiosos a lo largo del día, pero la de las once es la principal: la misa conventual cantada, que por convenio se dedica a “rogar a Dios por las almas de los muertos en la Cruzada Nacional”. Insisto: una misa diaria por los caídos, desde 1959 hasta hoy. Repito, no sea que estén leyendo por encima y se me despisten: después de 44 años de Constitución se sigue celebrando una misa diaria por los muertos en la “Cruzada Nacional”, por un convenio franquista que ha estado vigente hasta hace dos días. Todo esto no se lo cuento a mi hija, que bastante tiene con lo que ve.

Observo a los presentes; nada en su aspecto los distingue de los parroquianos de cualquier iglesia de barrio. De barrio de clase media-alta, eso sí, como los coches que hemos visto en el aparcamiento. Algo sí los distingue: salvo unos cuantos visitantes ocasionales, la mayoría ha venido expresamente hasta Cuelgamuros para asistir a una misa que podrían perfectamente atender cerca de sus domicilios. Han querido estar aquí, en la misa por los caídos. Igual que hay quien viene a casarse aquí, a la basílica, y no creo que por su belleza y su fotogenia para el álbum de bodas.

Ese es uno de los puntos más delicados del Valle: su condición católica. Dificulta cualquier intento de actuación democrática, pues es lugar de culto, y en esta España aconfesional pero no tanto, nadie quiere herir la sensibilidad religiosa. Aquí hay una basílica, un monasterio, una enorme cruz. Hay misas y rezos del rosario, hay retiros espirituales. Son los católicos los que deberían tener la palabra. Sí: los que deberían tener la palabra para, de forma rotunda, desvincularse de este disparate nacional-católico, de la decoración grotesca y falsamente piadosa, de las misas por los caídos, del Abad franquista, de la cruz de récord Guinness, de la ominosa utilización de sus creencias, símbolos y ritos a mayor gloria de la dictadura.

“¿Cuánto queda?”, me pregunta varias veces mi hija, que no es precisamente de comunión diaria. Los monjes se toman su tiempo en una ceremonia teatral, efectista, que aprovecha bien las posibilidades escénicas: la voz del oficiante retumba tétrica en la cúpula subterránea, ancianos y monaguillos danzan una estudiada coreografía, el canto gregoriano subraya ciertos momentos, y el clímax se alcanza cuando todas las luces se apagan de repente: quedamos a oscuras, la basílica vuelve a ser cueva, agujero arrancado al risco, y solo un chorro de luz desde las alturas cae sobre el altar, sobre el cristo crucificado y sobre el monje en el momento en que alza con las dos manos la sagrada forma. Esperamos que en cualquier momento se descuelgue alguien de las alturas, a lomos de una guitarra.

Como la tienda de souvenirs, también la misa parece haber sido cuidadosamente blanqueada para no incurrir en la ya punible exaltación del franquismo. Cualquiera diría que los monjes se sienten intimidados por los mismos guardias de seguridad que rondan permanentemente la tumba de José Antonio y la más visitada no-tumba de Franco.

Solo en la oración universal (esa en que todos repiten “Te rogamos, señor…”) hay una breve mención a “los caídos”, “para que su recuerdo fomente la paz entre los españoles, roguemos al señor”, y otra, más intencionada aunque pase desapercibida, a “las reliquias que custodiamos”. Se refiere a las reliquias de los 57 beatos enterrados en las criptas, que forman parte de los cientos de “mártires” de la Guerra Civil beatificados de cien en cien por el Vaticano, y que convierten a la española en la iglesia con más santos y beatos de toda la cristiandad.

La presencia de esos beatos en el Valle es otro argumento de los monjes para fortalecer el carácter religioso del lugar, y frenar los intentos de exhumación en las criptas: sería una “profanación”, al tratarse de reliquias religiosas. En cualquier caso, uno se pasa la misa buscando el detallito franquista, cuando en realidad la misa entera tiene un solo fin, y a ello está dedicada. Es absurdo buscar trazas de exaltación franquista en un lugar cuya misma arquitectura no tiene otro fin que exaltar el franquismo.

Uno se pasa la misa buscando el detallito franquista, cuando en realidad la misa entera tiene un solo fin, y a ello está dedicada. Es absurdo buscar trazas de exaltación franquista en un lugar que no tiene otro fin que exaltar el franquismo

Lo que más llama la atención de mi hija son los niños del coro, algunos muy pequeños, no parecen tener más de siete u ocho años. ¿Qué hacen esos niños aquí, un sábado por la mañana, en una misa por los caídos? Luego sabremos, hablando con un estudiante de bachillerato a la puerta del colegio, que en la Escolanía del Valle hay más de 30 niños y adolescentes escolarizados desde 3º de Primaria. El régimen de internado estricto: el primer año pueden salir todos los fines de semana con sus familias, pero el resto del año solo un fin de semana al mes, según nos cuenta el muchacho. “¿Qué tipo de familias deja a sus hijos en un colegio así?”, pregunta mi hija.

Carteles de la Escolanía presumen de “formar a pequeños talentos musicales para que adornen con sus preciosas voces blancas la liturgia que se celebra diariamente en la Basílica”, además de ofrecer una “educación integral, fundamentada en nuestros cuatro famosos pilares: Formación Cristiana, Formación Musical, Educación en la Realidad y Educación Personalizada”.

Dejar a los muertos en paz

Acabada la misa, paseamos por el interior de la basílica. “Es fea”, resume mi hija con toda exactitud el programa iconográfico que la adorna, agobiada de ángeles con espadas, vírgenes de batalla, escenas del apocalipsis, grandilocuencia mesetaria y muerte, muerte por todos lados. Las bóvedas están salpicadas por manchurrones de humedad, el agua subterránea del risco que gotea por todas partes en numerosas palanganas diseñadas para no parecerlo. Son el único elemento de modernidad, junto a los dispensadores automáticos de agua bendita. Le cuento a Olivia que bajo nosotros, en lo más profundo, hay un sismógrafo y un laboratorio de gravimetría y mareas del CSIC, porque la condición rocosa le da una especial estabilidad geológica para las mediciones. Un sismógrafo bajo la tumba de Franco, repito, por si no ha pillado la gracia.

Cuando le estoy mostrando el mosaico de la cúpula, con los caídos ascendiendo al cielo entre santos, monjes, ángeles, caídos, un tanque, soldados atrincherados y banderas fascistas, nos interrumpen dos mujeres. Preguntan quién es el de la tumba principal, sobre la que hay cinco ramos de flores. “José Antonio” pone en la lápida, sin apellidos, que hay confianza. Les cuento quién es el enterrado.

Me dicen que son venezolanas, están de turismo en España y les recomendaron que no se perdieran el Valle. No saben nada de él ni de su significado, su construcción o los más de 33.000 muertos aquí enterrados. No saben nada porque, en efecto, no hay en todo el recinto un solo cartelito que informe de nada. Una inscripción en la entrada recuerda que “Francisco Franco, Caudillo de España, patrono y fundador inauguró este monumento el día 1 de abril de 1959”, y en las dos capillas principales sendas leyendas de “Caídos por Dios y por España. 1936-1939. RIP”. Les resumo a las dos turistas todo lo que nada ni nadie informa. Les sorprenden las decenas de miles de muertos, una parte de ellos sacados de entre los vencidos, abriendo fosas, a bulto, sin permiso e incluso sin conocimiento de sus familias. Asombradas, siguen pensando que el sitio es “muy bonito, muy impresionante, no hay nada igual en el mundo”.

Mi hija pregunta dónde están los treinta y tantos mil muertos esos. Uno espera entrar en un gran cementerio, una morgue descomunal, pero solo hay una tumba a la vista, la de José Antonio, y las baldosas más nuevas que señalan la no-tumba de Franco. Le hablo de las criptas, inaccesibles tras las capillas, miles de cajas llenas de huesos tras los muros. 33.847 muertos documentados, aunque se sospecha que podrían ser muchos más. La tercera parte sin identificar.

Nos cuesta imaginar esa cantidad de cadáveres que, puestos en línea recta, llegarían desde Moncloa al Valle -una vez más la fantasmal perspectiva de la Victoria-. De pronto pensamos el risco entero como una osambre en la que hubiesen apilado decenas de miles de cráneos y fémures y costillas y esos huesecillos del oído que sabemos nombrar de carrerilla. Miles de piezas óseas que en cualquier momento fuesen a agrietar y reventar los muros y bóvedas y caer sobre nosotros.

Y aun así, le digo, son una pequeña parte de los muertos que dejó la guerra. Son menos de los asesinados por Franco y sus militares golpistas. Pero no hay quien pueda imaginar tanta muerte junta, sobre todo cuando sigue invisible, en las fosas anónimas e inencontradas, o aquí tras los muros. Necesitamos verlos, medirlos a lo largo de la autovía de la Coruña, amontonados en el risco, o llenando estadios, el campo de fútbol como unidad de medida, lo mismo para incendios que para genocidios.

¿Qué hacemos con todos estos muertos, invisibles pero ineludibles para pensar el futuro del Valle? Exhumar a aquellos cuyas familias lo soliciten. Hay más de cien familias esperando, y el gobierno, a través de Patrimonio Nacional y mediante convenio con la Universidad de Granada, tiene todo preparado para las tareas forenses, ahora paralizadas por decisiones judiciales. Incluso están ya las casetas de obra junto a la abadía, dispuestas para acoger los laboratorios, las vimos al llegar. ¿Qué hacemos con los muertos? Dejarlos en paz, esa es la consigna que repite la inmensa mayoría de visitantes con que nos cruzamos y a los que abordamos para preguntarles su opinión sobre el plan del gobierno.

Una mujer de mediana edad, que ha venido sola desde Guadalajara, dice estar buscando simbología hermética y mágica. Es su especialidad, y asegura que la basílica está llena de ella. La nave del misterio, pienso, y luego comprobaré que en efecto Iker Jiménez ya le dedicó algún programa al Valle. Le pregunto por los planes del gobierno. Ella no es franquista, aclara, pero le parecen fatal: “Eso es Agenda 2030, agenda globalista, no se puede destruir así la historia”. Dos matrimonios de Valdepeñas, de unos 70 años, la secundan en su rechazo: “En todas las familias hay un tonto, y nos ha tocado de presidente”, ríe uno de ellos. El otro hombre se pone serio: “Esto es historia, es como los Inválidos de París con Napoleón, un lugar de visita obligada. A los muertos hay que dejarlos en paz”.

Dejar a los muertos en paz es la canción del verano cuando pregunto a otros visitantes, lo mismo jóvenes que ancianos. Junto a ella, la cantinela de las prioridades: “Hay cosas más importantes que hacer en España”. Sin sorpresa, la mayoría coincide en el desprecio por el actual gobierno. No obstante, encuentro a varios visitantes, llegados tras la misa y con relajación de turistas, que ven razonable instalar paneles para informar y que así “pueda venir más gente”, “sea para todos los españoles”. Pero ojo, a ver quién da esa información, ponen pie en pared en seguida. Revancha es otra palabra muy repetida.

Una docena de amigos con pinta de universitarios, y que mi hija en seguida ubica ideológicamente por sus ropas, discrepan entre ellos al ser preguntados. Alguno ve bien entregar los restos de las víctimas a sus familiares si lo solicitan. Otro cree preocupante que vengan forenses y se pongan a sacar cuerpos; cuánto tiempo, cuánto dinero va a costar eso. Hay cosas más importantes, dice él también. Preguntan para qué periódico escribo. “Buf, elDiario”, bromean al alejarse.

Un anciano simpático, “de Gerona, o Girona, lo que prefieras”, se confiesa franquista al ser preguntado. Lo aclara ya en la primera frase. “Qué le voy a hacer, me he criado con Franco”, dice alguien que ha vivido casi medio siglo extra desde que murió el dictador. Rechaza los planes del gobierno y pide que cuiden el Valle, que lo arreglen, que metan dinero, eso sí hace falta, pese a que se dice partidario de cuidar a los vivos y dejar en paz a los muertos.

¿Y qué hacemos con el Valle?

Avanza la mañana y sigue llegando gente, poca pero constante, acrecentada de pronto con un autobús lleno de matrimonios amigos, y un minibús con japoneses que fotografían todo con indolencia. Recuerdo que la Comunidad de Madrid ofrecía, al menos hasta hace poco, una “Ruta Imperial” a los turistas: junto al Monasterio del Escorial y otros monumentos próximos, incluía parada en el Valle de los Caídos. Vemos a otro grupo de visitantes equipados con audioguía, pues también hay empresas que ofrecen la visita.

Me pregunto si es posible resignificar algo que en sí mismo es un significado absoluto. No hay metros suficientes de panel para informar, explicar, contextualizar, reparar nada allí

Buscamos la espalda del risco, la Hospedería Santa Cruz que junto al monasterio y la escolanía completan el conjunto del Valle. También administrada por los monjes, la hospedería es tan rancia como el más rancio de los paradores: arquitectura de pretensión imperial, mobiliario castellano de saldo de una película de época, austeridad feísta. A la entrada, junto a una maqueta del Valle hecha con materiales de portal de Belén, un muestrario de viejas publicaciones del Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caídos, que décadas atrás analizaba lo mismo la doctrina social de la Iglesia que el paro juvenil, el sistema fiscal o la pornografía, entre otros títulos expuestos.

Tras una cerveza en el pequeño bar –marca El Águila, por supuesto– comemos un menú recio. El amplio comedor está lleno por familias con niños e incluso bebés, más de un centenar de personas que pasan un fin de semana “de convivencia” en la hospedería. Hablan y ríen hasta que de pronto, sin que hayamos visto quién dio la orden, todos a una se ponen en pie y cantan una animada canción religiosa. Parecen contentos, sí. Y así podrían seguir otros 40 y otros 60 años, con sus convivencias semanales, sus misas y rosarios diarios, sus niños cantores y sus flores frescas sobre José Antonio. Nosotros ya hemos tenido bastante. Subimos al coche, y el GPS, contagiado del ambiente, se burla de nosotros, siniestro pese a su vocecilla amable: “A 200 metros, gire a la derecha por calle Arriba España”.

Hace rato que mi hija no pregunta ni comenta nada. No sé si hastiada, abrumada o deseando largarse de allí cuanto antes. No son sus 18 años; yo me siento igual con 30 años más. Una mezcla de bochorno y malestar por todo lo visto. Me pregunto, como se preguntan los expertos, como se pregunta el propio Gobierno, como se preguntan tantos españoles, si es posible resignificar algo que en sí mismo es un significado absoluto, un significado único y totalizador que cubre hasta el último centímetro de arquitectura, decoración e incluso paisaje transformado. No hay metros suficientes de panel para informar, explicar, contextualizar, reparar nada allí. Cualquier propuesta –y las hay muy valiosas, las había ya en la comisión de 2011, con Zapatero–, cualquier propuesta de centro de interpretación, memorial de las víctimas o intervención artística, empequeñece junto a aquella megalomanía.

Cómo hacer que el Valle deje, no de ser franquista, sino de los franquistas, para ser de todos, siendo como es un lugar excluyente y violento desde su origen, desde el primer dibujo, desde que Franco señaló el lugar y dijo “lo quiero aquí”, desde que el primer preso golpeó el risco con el pico para colocar un cartucho, desde que el primer preso perdió la suela de la bota que yo encuentro 80 años después y que al rozarla me cuenta la verdad de aquel lugar: que fue pensado como monumento a la victoria franquista y que, pese a que posteriormente se quisiera reciclar en espacio de “paz y reconciliación”, nunca ha dejado de ser un monumento a la victoria franquista. Normal que haya partidarios de la dinamita, la bola de demolición, la excavadora que en cualquier caso no podría revertir aquello, solo dejaría su hueco en el paisaje, su vacío también violento.

¿Qué hacemos con el Valle?, sigue siendo la pregunta casi medio siglo después de muerto Franco. ¿Lo dejamos estar, limitando en lo posible los actos de exaltación franquista –siendo, recordemos, todo él una exaltación–, en la confianza de que morirá solo, con cada vez menos visitantes hasta que no vaya nadie, como las corridas de toros? ¿Lo resignificamos con audacia, sin complejos ni miedos, con toda la razón democrática de nuestro lado, para convertir un lugar fascista en el mejor testimonio del horror fascista y de sus complicidades –empezando por la complicidad católica, en pocos sitios más evidentes que allí–, para que Olivia y las Olivias del futuro lo visiten con sus profesores? Esa es mi opción. Pero entiendo, cómo no entender, a tantos activistas de la memoria que sostienen que no hay resignificación posible, solo cabe el derribo.

“¿Qué tal el Valle, sigue siendo tan franquista?”, me preguntan días después. No, no lo es. Hace más de 40 años que dejó de ser un monumento franquista, pese a que siga honrando el legado criminal del dictador. Por desgracia hace más de 40 años que es un monumento de la democracia: un lugar nuestro, aunque la mayoría no lo visitemos, lo evitemos, lo miremos de lejos al pasar por la autovía. Un lugar de todos, patrimonio nacional, que mantenemos con nuestros impuestos, sometido a nuestras leyes y consentido por sucesivos gobiernos que, hasta la tardía –pero importantísima– salida de Franco y la reciente ley de memoria democrática, hicieron la vista gorda ante la mayor anomalía de nuestra democracia. La mayor al menos en tamaño bruto, en toneladas de roca y granito, en metros de cruz y miles de misas diarias por los caídos. Una anomalía de récord Guinness, sí.

Como quería ver el valle por los ojos de mi hija, permítanme que le dé a ella la última palabra. ¿Qué hacemos con el Valle, Olivia?

“La zona, el entorno, me parece muy bonito y me gustaría que pudiera ir más gente. También que pudieran ir al Valle, pero no para visitarlo como hasta ahora. No lo quitaría, porque se perdería totalmente lo que es: la única forma de ver de cerca el franquismo como era, y no contado en los libros de Historia. Quitándolo, se perdería para quienes no lo vivieron. Sí quitaría el monasterio y el colegio internado, porque eso sí me parece un retroceso, un colegio solo de hombres, los valores del franquismo en un colegio al lado del sitio donde estaba Franco. Quitaría todas las actividades, las misas y los niños cantando en el coro, que solo sea un lugar para ir a verlo, como una exposición, pero no una exposición bonita para apreciarla, sino para entender lo que pasó, con paneles informativos. Si fuera posible, sacaría todos los cuerpos para devolverlos a las familias. También sacaría a Primo de Rivera. Eso que dice la gente de no tocarlo y dejarlo tal como ha sido la historia, eso significa seguir yendo allí para alabarlo. Hay que hacer que sea un sitio al que no vayan solo franquistas, que pueda ir toda la gente pero que no parezca, como ahora, que vas porque estás de acuerdo con esa causa”.

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