Jorge Marco.El traje nuevo del historiador. Sobre el rol de la subjetividad en mis indagaciones del pasado

El traje nuevo del historiador. Sobre el rol de la subjetividad en mis indagaciones del pasado

Jorge Marco
University of Bath
23.05.2022
https://conversacionsobrehistoria.info/2022/05/23/el-traje-nuevo-del-historiador-sobre-el-rol-de-la-subjetividad-en-mis-indagaciones-del-pasado/

La fábula El traje nuevo del Emperador publicado por el escritor danés Hans Christian Andersen en 1837 es una actualización moderna del Ejemplo XXXII de la obra El conde Lucanor escrita por Don Juan Manuel en el siglo XIV. Ambos textos tienen apenas pequeñas variaciones, aunque significativas. Si en el primer caso los estafadores le contaron al emperador que aquellos que fueran tontos no serían capaces de ver el traje que ellos confeccionaran y, por lo tanto, el emperador lo encargó para distinguir quienes eran apropiados para asumir una función pública, en el segundo caso los timadores le explicaron al rey que aquellos que no fueran hijos del padre que decían no podrían verlo, lo que el rey interpretó como una oportunidad para quedarse con las fortunas de muchos musulmanes de su reino, dado que éstos no podían heredar si no eran hijos biológicos de su padre oficial. Por otro lado, en la versión de Andersen era la inocencia de un niño quien decía en voz alta que el rey no vestía ningún traje, sino que iba desnudo, mientras que en la versión medieval fue un esclavo negro que no tenía nada que perder quien desvelaba la verdad. En ambas versiones la moraleja era la misma: a pesar de que todo el mundo es capaz de ver que el rey está desnudo, nadie se atreve a decir la verdad por miedo a perder sus privilegios.[1]

En inglés existe la expresión “elephant in the room” para referirse metafóricamente a aquellas verdades que todo el mundo ve pero que al mismo tiempo decide ignorar porque resultan incómodas o porque, al ser tan obvias, terminan pasando inadvertidas. Este es el caso de la influencia de las subjetividades en la construcción de los relatos historiográficos. Toda indagación -especialmente en las disciplinas que estudian al ser humano- reúne actitudes de distanciamiento y compromiso.[2] Incluso nuestra elección de marcos teóricos y enfoques no solo depende de criterios racionales (objetivos), sino “también de factores idiosincráticos dependientes de la biografía individual y la personalidad”[3] de los investigadores. Los historiadores estamos cruzados por experiencias, identidades, valores, memorias y lenguajes que traspiran en cada uno de nuestros estudios, pero el miedo a perder credibilidad impide que lo reconozcamos pública y abiertamente. Peor aún, bloquea nuestra capacidad para reflexionar sobre ello.

Al igual que Ivan Jablonka, considero que resulta estéril contrastar “cientificidad y compromiso”. Para el historiador francés, lo importante es que el historiador realice un ejercicio de radical honestidad, es decir, una “transparencia respecto de uno mismo implica colocarse a la más rigurosa distancia y, a la vez, involucrarse al máximo”.[4] El escritor Servando Rocha lo expresa de manera incluso más radical: “No es la acumulación de datos, viajes, personas o lecturas lo que nos convierte en expertos de algo, lo que sea, sino el modo en que aquello que vivimos se integra en nosotros y, sobre todo, la manera en que todo esto nos habla e interroga”.[5] Téngase en cuenta que yo adopto la posición del conocimiento situado. Es decir, que asumo que escribo desde un punto de vista y que considero que los elementos que desde una epistemología normativa son definidos como subjetivos y, por lo tanto, negativos, pueden en realidad tener una enorme potencialidad en la producción de conocimiento.[6] Ahora bien, es necesario aclarar que esto no implica en modo alguno renunciar a la necesidad de realizar un ejercicio de extrañamiento del pasado ni tampoco puede ser una excusa para desentenderse de los desafíos epistemológicos. Por el contrario, si defiendo que es necesario que los investigadores adquiramos una mayor conciencia de las subjetividades que están operando en nuestras indagaciones es porque de ese modo adquirimos una mayor autonomía en la producción de conocimiento y, por lo tanto, tendremos mayor capacidad para asumir las riendas epistemológicas de nuestras indagaciones moviéndonos conscientemente entre los polos de compromiso y el extrañamiento del pasado.

Por ese motivo me propongo en este texto ser al mismo tiempo sujeto y objeto de indagación. Es decir, voy a intentar ejercer la voz inocente del niño o la del esclavo que no tiene nada que perder para analizar cómo han operado consciente o inconscientemente elementos subjetivos en mis investigaciones en mi -todavía breve- carrera como historiador (2006-2022). Mi ánimo no es denunciarme, confesarme o defenderme, sino reflexionar sobre las potencialidades que presentan en el reto epistemológico de indagar desde la cercanía y la distancia, desde lo familiar y lo extraño. Para ello he realizado un ejercicio de introspección que no ha sido sencillo, como tampoco lo ha sido su traducción en un texto. De hecho, varias han sido las versiones de este capítulo hasta llegar a su fijación actual, que en realidad no deja de ser una simple tentativa de aprehender un objeto de estudio tan escurridizo como fluido y mutable.

I

El primer objeto de estudio en mi carrera investigadora fue la guerrilla antifranquista. No solo fue el primero, sino al que una atención más prolongada he dedicado. Sobre este fenómeno versó mi primer artículo, edité un libro colectivo y escribí dos monografías entre 2006 y 2012, pero todavía sigue siendo objeto de mi interés en la actualidad.[7] Ahora bien, los enfoques y aspectos que me han interesado sobre la guerrilla antifranquista han variado sustancialmente a lo largo de estos diecisiete años. En sus orígenes, mis estudios se centraron en analizar el movimiento guerrillero en España desde una perspectiva antropológica y de la sociología de la acción colectiva. Mi propósito era plantear unos análisis alternativos al positivismo y a los enfoques de una precaria historia social que dominaban este campo de estudio, salvo en casos excepcionales como en los trabajos de Mercedes Yusta.

Pero mi proyecto era incluso más ambicioso, porque trataba de desmontar la teoría gradualista de los movimientos sociales elaborada Eric Hobsbawm en los años 50 y 60 del siglo XX.[8] Desde mi punto de vista, la teoría de Hobsbawm tan solo era un intento fallido de actualizar el modelo tradicional marxista de la lucha de clases sin alterar el núcleo central de la concepción evolucionista de la conciencia de clase al enfrentarse a una realidad que negaba su modelo: que las rebeliones y revoluciones en los años 50 y 60 no eran protagonizadas por proletarios de los países industrializados, sino por sujetos subalternos -en su gran mayoría campesinos- de regiones desindustrializadas vinculadas a los procesos de descolonización.

En gran medida este tipo de análisis gradualistas se había filtrado en los estudios de la resistencia armada en España, identificando el componente ideológico -particularmente comunista- como el elemento clave en la transformación de los primeros huidos en “verdaderos” guerrilleros. En realidad, lo que estos estudios estaban haciendo era naturalizar el discurso desplegado por el propio PCE en los años 40. Los dirigentes comunistas, basándose en los modelos teóricos marxistas de insurreccionalismo de las primeras décadas del siglo XX, asignaron una cualidad de rebelión arcaica y local propia del campesinado a los primeros grupos de huidos que surgieron a partir de 1939 en las sierras españolas. Sin embargo, la ideología comunista y el partido aportarían los elementos necesarios para transformar esas potencialidades arcaicas en un verdadero movimiento guerrillero moderno, político, nacional e internacional.

En conclusión, mi objetivo más ambicioso era desafiar la naturalización de una genealogía de interpretaciones elaboradas por el marxismo a comienzos del siglo XX, empleadas por el PCE en los años 40, reelaboradas por Hobsbawm en la década de los 50 y 60, y finalmente filtradas en los relatos historiográficos de la guerrilla antifranquista a finales del siglo XX.

He presentado los argumentos y debates historiográficos principales de mis primeros estudios siguiendo las convenciones establecidas en las ciencias sociales y humanas. Así es como los historiadores solemos exponer públicamente los procesos de producción de conocimiento. Sin embargo, más allá de estos procesos racionales, ¿existían elementos subjetivos que también estaban operando? ¿Hay factores biográficos que influyeron en mis enfoques y en que convirtiera a la guerrilla antifranquista en mi primer objeto de estudio?

II

Una pregunta recurrente que me hacían amigos e historiadores cuando explicaba que mi tesis doctoral abordaba el fenómeno de la guerrilla antifranquista en Andalucía era: ¿qué hace un madrileño escribiendo una historia de Andalucía? ¿Tu familia era de allí? ¿Tenías algún familiar guerrillero? Cuando respondía que no tenía raíces andaluzas ni ningún vínculo con la región ni con la guerrilla, solía producirse una mueca de extrañeza en mis interlocutores antes de preguntarme de nuevo: ¿por qué entonces elegiste ese tema? Estas preguntas lo que delataban era hasta qué punto dentro y fuera de la disciplina en España se daba por sentado a comienzos del siglo XXI que la elección de un objeto de estudio estaba relacionada con vínculos geográficos y familiares. Este fenómeno de compromiso con los objetos de estudio se acentúo en España particularmente a partir de los años 80 debido al desarrollo de las autonomías y sus programas de investigación universitaria, que promovieron estudios locales y regionales frente a estudios nacionales, internacionales o transnacionales.[9]

Mi respuesta entonces a estas preguntas, que luego hice explícita en la segunda edición del primer libro que publiqué, era un tanto precaria. Mi padre me contaba la historia del mal panadero para explicarme el oficio de pastelero y un buen día, después de haberla escuchado mil veces, pensé que podía ser una buena historia para escribir un cuento o incluso para hacer una investigación antropológica. En busca de alguna pista, traté de rastrear aquella historia en uno de aquellos precarios buscadores del primitivo internet de comienzos del siglo XXI. Por azar de los algoritmos, llegué a un sitio web donde habían transcrito la crónica escrita por Eduardo Pons Prades sobre el grupo guerrillero granadino de los hermanos Quero. Aquella breve nota me fascinó y primero quise escribir una novela pero, después de varios intentos fallidos, terminé transformándose en mi primer objeto de estudio como historiador.[10]

Esta respuesta no era falsa, pero sí insuficiente. Primero, porque interpretaba mi elección como una mera casualidad, y bajo lo que consideramos “casualidades” e “intuiciones” suele haber otros elementos que están operando inconscientemente. Segundo, porque no explicaba qué era lo que me había atrapado de los hermanos Quero. Bien es cierto que yo entonces quería ser novelista y la fascinante historia de los hermanos Quero me cautivó desde un punto de vista narrativo. Pero ¿cómo derivó mi frustración literaria en un trabajo de indagación historiográfica? Mis intereses entonces -todavía era un estudiante rezagado en la carrera de historia- estaban muy lejos de la guerrilla antifranquista y la dictadura de Franco. De hecho, en aquella época estaba trabajando en dos proyectos muy diferentes: la organización del entramado urbano desde un punto de vista del poder y la antropología espacial, y el sistema ideológico híbrido que Sendero Luminoso había elaborado integrando el maoísmo con las culturas de los pueblos originarios andinos. En aquellos años finales de carrera, desencantado con la historiografía, me había ido inclinado cada vez más hacia la antropología. ¿Qué encontré en la historia de los hermanos Quero para que cambiara de rumbo y dos años después iniciara una tesis doctoral historiográfica sobre la guerrilla antifranquista en Andalucía oriental?

Desde mi adolescencia y primeros años de madurez en los años 90 formé parte de lo que podríamos llamar la izquierda anticapitalista y antiautoritaria madrileña -primero en su vertiente anarquista y luego autónoma-, aunque nunca llegué a militar oficialmente en ninguna organización. De hecho, se podría decir que yo fui más bien un observador comprometido que un participante. En cualquier caso, mis lecturas y educación política estaban impregnadas por un lado no de antimarxismo, pero si de una crítica feroz al desarrollo del comunismo burocrático, autoritario, que había dado lugar a una suerte de capitalismo de Estado. Por otro lado, de la ruptura de los meta-relatos históricos de la izquierda en torno a conceptos clave como progreso, lucha de clases y revolución, en un contexto de fragmentación de las identidades colectivas y construcción de nuevos sujetos políticos. ¿Acaso esta cultura política en la que yo estaba inmerso no influyó después en mis primeras investigaciones?

Sin lugar a duda, me sentía y me siento cercano emocional y políticamente con el movimiento partisano que combatió el fascismo en España y en Europa en la primera mitad del siglo XX. Consciente de ello, me distancié de los relatos heroicos producidos por la propia resistencia y abordé aspectos tabúes que hasta el momento apenas habían sido abordados por la historiografía como los repertorios de violencia (asesinatos, atracos, secuestros, etc.), las purgas y asesinatos internos, o la delgada línea que en ocasiones se dibujaba entre la resistencia y la delincuencia. Pero más allá de esta obviedad, existe una conexión más compleja de lo que podría parecer a primera vista. A comienzos del siglo XXI sufrí una crisis política que, sin desvincularme completamente del movimiento autónomo, si provocó que dejara de acudir regularmente a asambleas y eventos. Mi retirada lenta y silenciosa se debió a varios motivos, pero hubo uno vital. Cada vez sentía con mayor intensidad que las ideologías -en general, incluida la que yo procesaba- según se iban racionalizando y codificando, se desligaban cada vez más de sus raíces sociales y, como consecuencia, degeneraban en una suerte de dogmatismo. Desde mi punto de vista, las visiones transformadoras del mundo y los impulsos de justicia que originalmente habían emergido de la sociedad terminaban mutándose en culturas militantes endogámicas y de vanguardia que cada vez eran más autorreferenciales y rígidas, separándose radicalmente de la cultura popular. Este era el motivo por el que el propio movimiento del que yo formaba parte había derivado en una especie de secta que hablaba un lenguaje distinto al de la calle, que se sentía orgulloso de ser minoritario, y que se jactaba con arrogancia de ser el único poseedor de la verdad, mientras el resto de los comunes vivían en la más completa ignorancia y alienación.

Fue este desencanto el que hizo que la historia de los hermanos Quero me atrapara, porque de algún modo identifiqué en ellos lo que anhelaba en el presente. El movimiento guerrillero en España, aunque estuvo integrado en sus orígenes por diferentes fuerzas de la izquierda obrera, terminó por ser hegemonizada por el PCE. Sin embargo, el grupo de los hermanos Quero se caracterizó por su pluralidad ideológica y autonomía. Antes de mi investigación se solía afirmar que se trató de un grupo guerrillero anarquista, pero en realidad nunca fue tal cosa. Entre sus miembros hubo algún militante de la FAI y del Partido Sindicalista de Ángel Pestaña, pero también socialistas, comunistas y, sobre todo, personas sin pasado militante. Lo que cohesionaba al grupo no era una ideología sino vínculos primarios como el parentesco y la amistad. Su antifascismo y su combate contra la dictadura de Franco estaba enraizado más en unos valores éticos y populares de justicia (economía moral en términos thompsonianos), que en un marco ideológico cerrado y dogmático. Si Hobsbawm veía en este tipo de grupos unos rasgos potenciales, pero también arcaicos (infantiles) de rebelión, yo en cambio veía la materia prima de la revuelta, la potencia rebelde libre de dogmas, burocracias y consignas partidistas. Esa potencialidad de rebeldía emergía de un profundo sentido ético sencillo y cotidiano que hablaba el lenguaje de la calle, de las tabernas y de los mercados, lo que les permitió constituirse en sujetos políticos autónomos y conectar su lucha con amplios sectores de la sociedad.

Sin lugar a duda, esta visión que yo tenía era simplista, pero no por ser subjetiva o parcial, sino porque reducía la realidad a dos visiones antagónicas que no reflejaban la realidad. Negaba, por ejemplo, que la gran mayoría de los militantes comunistas en los años 30 y 40 también compartían ese mismo sentido de justicia enraizado en lo popular y en lo cotidiano. Por lo tanto, a lo largo de mi investigación me vi obligado a revisar, reformular y complejizar esta visión. Sin embargo, lo que quiero destacar aquí es que esta primera visión, fruto de mi experiencia y subjetividad política, me permitió en un primer momento observar a la guerrilla antifranquista de un modo radicalmente diferente al que se presentaba en los relatos dominantes y, por lo tanto, plantear un modelo alternativo de interpretación. Lo subjetivo y lo familiar, al igual que mis preocupaciones en el presente, jugaron de este modo un papel clave en mi indagación, pero eso no significa que anularan los ejercicios de extrañamiento del pasado.

III

Utilizaré un segundo ejemplo para ilustrar porque considero que las subjetividades pueden tener elementos positivos en los procesos indagatorios. Yo fui un joven antimilitarista comprometido con el movimiento insumiso en los años 90 del siglo XX. Sin embargo, cuando el ejército me llamó a filas, elegí la opción menos disruptiva de rechazo al servicio militar obligatorio, es decir, la objeción de conciencia, en vez de declararme insumiso. Tomé la decisión de hacerme objetor de conciencia -a pesar de que yo era muy crítico con esta alternativa al servicio militar- por miedo a tener antecedentes penales y para evitar la posibilidad de ser encarcelado. Consideré que ambas consecuencias marcarían de forma radical el resto de mi vida, por lo que decidí no llevar mi compromiso hasta las últimas consecuencias, a pesar de que esto implicaba traicionar mis convicciones. No fue una decisión sencilla y esta contradicción me generó enormes conflictos internos. En mis propias carnes experimenté algo que es común no solo en la militancia política, sino en la propia vida: la incoherencia entre las ideas y las acciones.

Los seres humanos actuamos de forma incoherente de forma cotidiana. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, hacemos múltiples cosas que contradicen lo que decimos. Nos traicionamos de forma recurrente. Bien es cierto que hay diferentes grados de incoherencia. También hay personas más contradictorias que otras. Pero todos somos participes de este ritual de la incongruencia entre las ideas y las acciones. Del mismo modo, las organizaciones sociales e instituciones también son inconsistentes. Sin embargo, un elemento común en muchos relatos historiográficos es que los historiadores tienden a traducir directamente ideas con acciones, es decir, que proyectan de forma mecánica las convicciones de los actores individuales y colectivos para explicar sus acciones, sin atender a los múltiples factores contingentes que llevan a esos actores a tomar esas decisiones, que en ocasiones pueden ser contradictorias. En este sentido, la teoría de la elección racional resulta útil para combatir esta presunción, pero también presentan un problema: excluye factores emocionales y no egoístas en la toma de decisiones de los actores.

Pues bien, estas reflexiones, que parten de mi propia experiencia personal y subjetividad, han sido clave en mis interpretaciones de la guerrilla antifranquista y, más ampliamente, de la guerra de 1936. En el primer caso, particularmente se puede observar en la dimensión biográfica que siempre suele estar presente en mis trabajos de investigación. Particular interés he tenido y tengo por Ramón Vía -del cual tengo pendiente escribir una biografía-, un militante primero socialista y luego comunista que, tras ser miliciano en la guerra civil convencional en España y miembro de la resistencia en Argelia durante la Segunda Guerra Mundial, regresó a España en 1944 para continuar la lucha contra la dictadura de Franco. Su caso me fascina por ser uno de esos ejemplos excepcionales de “hombres de fe”, cuya coherencia llegó a extremos casi inhumanos. Pero al mismo tiempo he prestado especial atención a las tensiones y contradicciones entre el ideal y la práctica en otros guerrilleros comunistas como Alfredo Cabello o José Muñoz Lozano “Roberto”, en dirigentes anarquistas como José Bueno Liñán “Comandante Villa”, o en soldados republicanos como Juan Alonso Pérez.[11]

Del mismo modo, las contradicciones entre las ideas y las acciones -tanto de las administraciones y ejércitos republicano e insurgente, como de las organizaciones políticas, y de los militantes, soldados y civiles- se ha convertido en uno de los principales objetos de estudio en mi reciente libro sobre el rol de seis sustancias psicoactivas durante la guerra en España.[12] Muchas de estas sustancias se convirtieron en un rompeolas de conflictos culturales entre las prácticas, las políticas y los discursos dominantes de la época. Diferentes ideologías proyectaban unos ideales que chocaban con una realidad que era mucho más “sucia”, compleja y difícil de disciplinar de lo que les hubieran gustado a muchos idealistas. De este choque entre el deseo y la realidad, entre el ideal y la práctica, surgieron procesos de negociación, nuevas normatividades, excepciones aceptadas, resistencias cotidianas y trasgresiones, cuyo estudio me permitió mostrar una mayor riqueza y complejidad de la relación entre los discursos y las prácticas en el pasado.

IV

Hasta el momento he expuesto algunos ejemplos de cómo mis experiencias y sensibilidad política han influido en mis investigaciones. Sin embargo, considero que esta es una primera capa de subjetividades que, al estar a flor de piel, son más fáciles de identificar. Por el contrario, existen otros elementos subjetivos que operan también en nuestras indagaciones, pero que son más difíciles de sacar a la superficie. Me refiero a la trasmisión intergeneracional de memoria, pero sobre todo a los aprendizajes emocionales y a los procesos psicológicos que se producen en el contexto de enculturación en el ámbito familiar. Me adentro pues en ese terreno que tanto temía Pierre Nora de “psicoanálisis salvaje”[13] que, aun reconociendo su naturaleza densamente especulativa, me parece que puede aportar claves interesantes.

Comenzaré hablando sobre el sentimiento de desarraigo que he heredado de mis ancestros y cómo éste ha generado en mí una sensación de desubicación que, de un modo u otro, opera habitualmente en mis investigaciones. Tanto la rama materna como paterna de mi familia sufrió el proceso migratorio del campo a la ciudad bajo la dictadura de Franco (la primera en los años 40 en Valencia y los segundos en los 60 en Madrid). Sin embargo, dada mi mayor cercanía física y emocional a la rama paterna, su experiencia ha sido la que mayor impacto ha tenido en mi vida. El relato heredado de aquella experiencia, aunque de forma fragmentada y en ocasiones incluso contradictoria, combina tres elementos fundamentales: el trauma del desarraigo, la aceptación estoica con un poso de mansedumbre, y la narrativa del hombre/mujer hechos a sí mismos/as que escalan la escalera social gracias a su esfuerzo y sacrificio.

Mis abuelos paternos eran unos pequeños campesinos nacidos en dos pedanías (Aguilar de Anguita y Garbajosa) de apenas 200 habitantes, situadas en el norte de Guadalajara, cerca de los límites con Teruel y Soria. Su mundo, hasta que emigraron a Madrid, se reducía al triángulo entre las cabeceras más cercanas de cada una de las tres provincias: Sigüenza, Molina de Aragón y Medinaceli. Durante la mayor parte de su vida sobrevivieron gracias al cultivo de unas pequeñas tierras de su propiedad y a un reducido número de animales que tenían en casa. La suya era una mentalidad clásica de pequeños campesinos castellanos católicos. Mi abuelo llegó a ser alcalde de pedanía en la segunda mitad de los 50, lo que le permitió salir por primera vez de aquel limitado territorio y visitar Madrid en alguna ocasión.

La primera en emigrar a Madrid fue mi tía Angelinas, cuando tenía 14 años, en 1962. Fue la única que lo hizo por voluntad propia. Para ella, abandonar el pueblo y emigrar a la ciudad representaba una oportunidad de romper con los roles de género tradicionales de su comunidad. Sin embargo, la memoria familiar representa su rechazo a la vida en el pueblo como un gesto caprichoso y frívolo a través de pequeñas anécdotas cotidianas: odiaba ir a trillar a las eras, porque se le metía la paja en la ropa, y le repugnaba tener que usar trapos viejos cuando tenía el periodo. Como ocurría habitualmente en la emigración femenina desde mediados del siglo XIX en Madrid, mi tía entró a trabajar como doncella interna en una casa gracias a la recomendación de otra criada también original de su mismo pueblo. Durante trece años trabajó con interna en tres casas distintas pero, cuando sus padres emigraron a Madrid, se fue a vivir con ellos y empezó a trabajar como externa.

Mi padre emigró tres años después, en 1965, cuando cumplió 14 años. Pero él no lo hizo por su propia voluntad, sino porque no le quedaba más remedio. A él le hubiera gustado quedarse en el pueblo, pero allí no había futuro. La imagen de su llegada a Madrid representa la violencia de la emigración forzada a un espacio inhóspito y cruel. Mi abuelo le acompañó desde el pueblo hasta una estación de autobuses de la capital. Allí lo dejó solo con dinero suficiente para pagar un billete de metro y una dirección anotada donde vivían unos primos que le iban a acoger. De este modo, le explicó, aprendería a desenvolverse solo en la ciudad. Aquel primer trayecto quedó marcado como fuego en la memoria de mi padre, quien recibió varios golpes en la cabeza de algunos viajeros al mismo tiempo que le gritaban “paleto”. Desde aquel día su esperanza siempre fue regresar a vivir al pueblo. Después de cincuenta años trabajando en la capital no lo ha logrado del todo porque depende de los médicos de Madrid, pero ya jubilado, pasa la mayor parte del tiempo que puede allí, arreglando la casa vieja y trabajando en la huerta.

Mi abuelo y mi abuela emigraron unos años después. En 1973 mi abuelo sufrió un accidente trabajando en el campo que le impidió continuar con las labores agrícolas, por lo que al final decidieron seguir a sus dos hijos. Con el dinero ahorrado por mi tía y mi padre pudieron tener una hipoteca para comprar un piso en 1974 en el barrio de Usera -en un edificio de nueva construcción típico del desarrollismo de la época, donde ya residían varios familiares y vecinos del pueblo. Conservo algunas fotografías de mis abuelos enseñándome a andar en la en la terraza de aquel piso. El edificio era el último que se había construido en aquel momento, por lo que en el lateral se observa el barrio de Orcasitas y, en medio, un enorme descampado con la “iglesia rota”, donde pocos años después Tierno Galván creó el parque de Pradolongo.

Mi abuelo, aunque con dificultades, se adaptó a la ciudad. Trabajó como friegaplatos en el Hotel Suecia, en el Hotel Villa Magna y en el Palacio de Congresos de Madrid hasta que se jubiló. En cambio, mi abuela nunca se adaptó. Por el contrario, trasladó la escala de su aldea a la ciudad. Tan solo se atrevía a caminar sola por las calles adyacentes a su piso; el resto era para ella algo incógnito, peligroso. Su analfabetismo la hacía más vulnerable en la ciudad, dado que la letra escrita era un signo de información mucho más relevante que en el pueblo. Desde que llegaron a Madrid, el sueño de ambos era regresar al pueblo en cuanto pudieran. Sin embargo, mi abuelo sufrió una trombosis que le paralizó la mitad del cuerpo poco después de jubilarse, por lo que nunca pudieron hacerlo.

Salvo en el caso de mi tía, los discursos familiares sobre la experiencia migratoria son traumáticos, de un profundo desarraigo. Ellos fueron arrancados de raíz de la tierra a la que pertenecían para trasladarse a un lugar hostil del que nunca han podido escapar. Sus corazones y sus mentes siguieron en el pueblo, mientras que sus cuerpos quedaron atrapados en la ciudad. Lo paradójico es que yo he heredado esta sensación de desubicación, pero sin ser huérfano de pueblo, dado que yo nací y crecí en Madrid. Mi raíz no está en la aldea de mi padre y mis abuelos. Aquel no es el lugar que necesito habitar. Sin embargo, Madrid tampoco ha representado para mí una raíz, sino más bien un territorio de desarraigo. O eso he pensado durante mucho tiempo, porque después de vivir varios años fuera de Madrid he empezado a reconocer mi profunda afectividad e identidad con los tres barrios obreros donde viví: Usera, Vallecas y Paseo de Extremadura.

En cualquier caso, esta sensación heredada se ha reforzado con mi propia experiencia. Al igual que mi padre y mis abuelos yo también emigré, aunque en mi caso para irme a vivir a otro país: el Reino Unido. Bien es cierto que mi emigración fue en unas condiciones muy diferentes a las de ellos. Sin lugar a duda, el choque cultural de emigrar del campo a la ciudad en el caso de mi tía, mi padre y mis abuelos en la segunda mitad del siglo XX fue mucho más radical que mi traslado de Madrid a vivir en el sur de Inglaterra a comienzos del siglo XXI. No solo porque las diferencias culturales entre España y el Reino Unido en el actual mundo globalizado son mucho menores de lo que eran entre la España rural y urbana de los años 60 y 70, sino porque yo llegué aquí con un puesto de trabajo, ejerzo una profesión liberal bien remunerada y considerada socialmente, mi pareja es británica –aunque de origen judío-polaco-galés-, y mis dos hijos adoptivos son ingleses.

Todos estos elementos hacen más sencilla mi adaptación. Sin embargo, esto no es menoscabo para que mi experiencia migratoria reforzara mi sensación paradójica de desarraigo sin raíces. Por un lado, la necesidad de utilizar una lengua diferente que no domino como el castellano para comunicarme, la inmersión en unos códigos culturales extraños que no siempre entiendo, o los -afortunadamente escasos- incidentes racistas que he sufrido, me hacen ser consciente cotidianamente de mi desubicación. Pero esto se agrava aún más cuando regreso de visita a España, porque mis años de vivir en Inglaterra me han transformado y, aunque encuentro una agradable familiaridad en mis estancias, reconozco ahora cosas que antes me eran cercanas como extrañas. Esta compleja emoción del exiliado y el migrante, de sentirse extranjero en su propio país, de no encajar en ninguna parte, no hace sino conjugarse con el desarraigo heredado de mi padre y mis abuelos.

Pues bien, este elemento subjetivo y emocional ha formado parte de mi forma de entender y enfocar mis propias investigaciones. La guerra de 1936 es el tema central de mis indagaciones, pero siempre la suelo abordar desde ángulos aparentemente periféricos, marginales y desubicados en el relato historiográfico. Pondré varios ejemplos. Una de las razones por las que la guerrilla antifranquista me atrajo como objeto de estudio fue porque no encajaba con los relatos dominantes -testimoniales e historiográficos- de la guerra civil española, entendida como un conflicto reducido al periodo entre 1936 y 1939. Por otro lado, si el grupo de los hermanos Quero me sedujo fue porque no encajaba tampoco en la narrativa hegemónica de la guerrilla antifranquista. Este patrón se repite en la mayor parte de mis investigaciones. Así ocurre con mi interés por el papel de las drogas durante la guerra de 1936.[14] O por las dificultades que enfrentan los soldados transnacionales en términos culturales y lingüísticos cuando combaten en otros países.[15] O por el impacto de las memorias heredadas en el ámbito familiar sobre la guerra y la dictadura en la construcción de conocimiento del pasado, como se aborda en este libro. Todos estos temas que he investigado, además de otros proyectos que tengo en mente para el futuro, están cruzados por esta cadena de ideas: desarraigo, desubicación, desplazamiento, sentimiento de no encajar.

V

Un segundo eje relevante es el papel del estoicismo y la mansedumbre en la cultura familiar paterna. Mis abuelos eran personas humildes, parcas en palabras, que nunca juzgaban a los demás. Por no decir una palabra sobre otra, preferían callar. Mi padre heredó estos rasgos que en gran medida representan el estereotipo del campesino castellano. Los valores que nos trasmitieron mis abuelos siempre fueron sencillos, expresados de forma sucinta a través de frases que se solían relacionar con el apellido, que era considerado el mayor patrimonio familiar. Mis abuelos eran primos segundos, por los que los dos tenían el apellido Marco, al que atribuían los mismos valores: “los Marco somos gente honesta”, “a los Marco no nos gusta llamar la atención; es mejor pasar desapercibidos” y, sobre todo, “los Marco somos pobres pero honrados”. Esta última frase siempre me produjo extrañeza. Incluso de niño ya intuía que mis abuelos asumían la idea de que la pobreza estaba relacionada con la criminalidad y, por lo tanto, que era necesario aclarar que nosotros éramos de los “pobres honestos”. Téngase en cuenta que no existe una expresión similar: “somos ricos, pero honrados”. Intuyo que esta idea estaba instalada en la mentalidad de mis abuelos antes de emigrar a Madrid, probablemente transmitida de generación en generación desde hacía siglos. Sin embargo, es muy probable que se viera reforzada aún más en su proceso migratorio, al instalarse en un pequeño piso en la frontera entre Usera y Orcasitas, dos de los barrios populares más estigmatizados -todavía hoy- de la capital. Para aquellos que no estén familiarizados con la leyenda de estos barrios, les recomiendo escuchar la canción “Me voy a Usera” de Almodovar y McNamara y, sobre todo, el reciente libro de Servando Rocha, Todo el odio que tenía dentro.[16]

En el trasfondo de estos valores subyacía una profunda mansedumbre. Ante cualquier injusticia o contratiempo de la vida, respondían con un estoicismo lleno de resignación y tristeza.  “Es lo que hay”, “Así es la vida”, eran las frases recurrentes que mis abuelos y mi padre repetían cotidianamente. Mis abuelos eran católicos y conservadores, es decir, alienados a dos principios básicos de la dictadura de Franco, pero estoy seguro de que se hubieran adaptado a cualquier tipo de régimen político autoritario. La cultura de la inferioridad y de la subordinación estaba impregnada en sus mentalidades hasta tal punto, que lo habían convertido en el signo de su identidad familiar. Con estoicismo sumiso aceptaron su desarraigo o los golpes de la vida, como la prematura muerte de mi tía Angelines que, con apenas cuarenta y cuatro años, murió de un cáncer de colon. Nunca respondieron con un aspaviento dramático; el gesto contenido y el llanto silencioso eran la única forma de expresión, aunque por dentro los estuviera carcomiendo una tristeza tan densa como profunda.

Reconozco que desde muy pequeño sentí un rechazo íntimo contra aquella mansedumbre, aunque en el fondo he heredado esa suerte de estoicismo ante los contratiempos de la vida. Pero me sublevaba esa docilidad que los llevaba a aceptar con naturalidad y sumisión las desgracias y, sobre todo, las injusticias sociales. Y además que esa actitud se transmitiera con un signo de identidad familiar. De algún modo, la construcción de mi personalidad durante la infancia y, sobre todo, mi adolescencia, estuvo marcada por una lucha interna contra esa mansedumbre. Pero, al mismo tiempo, partía de ese sentimiento de desarraigo que también había heredado.

Esta tensión entre el desarraigo y la mansedumbre heredadas fueron las bases de mi politización durante la adolescencia y de la construcción de mi visión del mundo. Por un lado, me generó un fuerte orgullo de clase, al mismo tiempo que un fuerte resentimiento contra todo aquel que detentara poder y privilegios. No es extraño que, en la feroz crítica a la autoridad, al Estado y al poder elaborado por el anarquismo, encontrara una respuesta a mis inquietudes. Esto se reforzaba además con mis experiencias personales en la vida de barrio en Usera (donde he vivido en dos etapas de mi vida, desde que nací hasta cumplir 4 años, y luego desde los 23 hasta los 35), en Vallecas (desde los 4 años hasta los 10), y en el Paseo de Extremadura (desde los 11 hasta los 22). Durante mi adolescencia desarrollé una fuerte conciencia de clase, pero cabe matizar que nunca estuvo vinculada a la imagen marxista ortodoxa del obrero fabril, sino que lo conecté (y conecto) emocionalmente con el desarraigo campesino de mis abuelos, de mi padre y de mi tía, con su desubicación emocional y social en la ciudad, con los empleos no cualificados, con el mundo de las criadas, de los talleres mecánicos y los obradores artesanos. Todo ello, junto a mi propia educación emocional viviendo en tres barrios obreros del sur de Madrid.

Ahora bien, estos sentimientos son paradójicos, porque en términos culturales y de experiencias mi familia pertenecía a las clases populares, pero en términos económicos pasó a convertirse en una especie de clase media en los años 90, cuando mi padre dejó de ser un asalariado y montó su propia pastelería como autónomo. Mi propio itinerario incluso refuerza estas paradojas y contradicciones. Yo soy un ejemplo de los “saltos de trayectorias de clase” expuestas por Bourdieu, dado que he pasado de nacer en una familia de clase popular a convertirme en un integrante modelo de la clase media (en términos de prestigio social y económico, debido a mi profesión de profesor universitario).  Sin embargo, a pesar de este distanciamiento objetivo, emocionalmente sigo atado a mi vieja conciencia de clase, lo que siempre me ha provocado un sentido de desubicación.

Al igual que el desarraigo heredado por la experiencia migratoria, mi construcción identitaria en conflicto me llevó al espacio de la desubicación. Y de nuevo, como en el caso del desarraigo, estas emociones han marcado mi agenda investigadora. Por un lado, mis estudios se concentran en sujetos subalternos, anónimos, procedentes de las clases populares. Nunca he sentido interés por la historia política, ni por la historia de las élites sociales. Mis trabajos de investigación se concentran en sujetos como los campesinos y los obreros, en soldados corrientes, pero también en la delincuencia o el mundo de la drogadicción. Una de las cosas que más me atrajo de la historia de los hermanos Quero fue su desubicación en términos de clase dado que, como yo, procedían de una familia campesina que había emigrado a la ciudad y seguían manteniendo una identidad popular, aunque un pequeño negocio familiar los había situado en una especie de clase media en términos económicos. Del mismo modo, mi interés más amplio por la resistencia armada antifranquista, integrada por campesinos rebeldes, captaba mi atención porque rompía con esa cultura de la mansedumbre y la sumisión campesina que había respirado en mi familia.

VI

Durante la adolescencia y mi primera edad adulta conocí varios detalles sobre mi familia paterna en relación con la guerra, ya fuera de forma casual o porque comencé a realizar preguntas. Tras la muerte de mi tía me fui a vivir con mis abuelos para cuidarles, por lo que mis lazos emocionales con ellos se hicieron todavía más estrechos. Siendo ya estudiante de la carrera de historia, recuerdo que decidí entrevistarles para preguntarles sobre sus experiencias durante la guerra. Mi abuela, que con su extrema delgadez parecía querer expresar su intención de no ocupar espacio en el mundo para no incordiar, no dijo nada. Mi abuelo tampoco tenía afán por hablar, pero al menos me contó una pequeña colección de anécdotas fragmentadas que -junto a otras que he recopilado en el ámbito familiar- han tenido una enorme influencia en mi modo de observar años después la guerra como investigador.

Mi abuelo y abuela paternos vivieron el conflicto armado como adolescentes. La guerra primero se acercó a sus vidas al establecerse el frente de la batalla de Guadalajara apenas a dos y tres kilómetros de sus respectivas aldeas. Mi abuelo me contó, con su mansedumbre habitual, cómo tenían que llevar agua y comida a los soldados italianos que estaban instalados en unas tierras cerca de Alcolea del Pinar. También me contó como varios soldados italianos fueron alojados en las casas del pueblo y en la iglesia, incluida la casa de mis abuelos. Los soldados durmieron en la recámara, un espacio que para mí siempre fue un lugar misterioso. Cuando yo era niño, la recámara se utilizaba para guardar leña, piñas, unos enormes baúles con ropa vieja y, en una pequeña habitación, colgar los chorizos y las morcillas de la matanza. La recámara olía a salado y siempre estaba oscura (no habían instalado luz todavía), por lo que se debía subir con linternas. Años después me impactó leer el nombre del pueblo de mi abuelo y mi padre escrito en un consejo de guerra. Allí se había instalado en 1937 una unidad de legionarios que en 1939 fueron juzgados por practicar una macabra tortura contra sus propios compañeros, lo que provocó la muerte de varios de ellos. Mientras utilizaba aquella historia como introducción de un capítulo de La obra del miedo,[17] no podía dejar de especular si alguno de ellos habría dormido en la recámara donde habían habitados tantos miedos en mi infancia.

Años más tarde, tras la muerte de mis abuelos, hurgando en los baúles, encontré varios tesoros que todavía hoy conservo: las actas de la alcaldía de la pedanía desde los años 20 hasta los años 50; la correspondencia entre el maestro del pueblo en los años 40 (que vivía con mis abuelos por estar su casa situada enfrente de la escuela) y su hijo (que realizaba entonces el servicio militar en Jaca), y la de este hijo con una antigua novia; y un panfleto del gobierno radical-cedista sobre la revolución de 1934.[18] En otra ocasión, mientras ayudaba a mi padre a retejar la casa del pueblo, la recámara nos deparó otra sorpresa. Mientras estábamos quitando la paja que recubría la parte interior del tejado, de una viga cayó un objeto pesado en el suelo. Los dos nos asustamos al escuchar el golpe contra el piso de madera. Envuelta en un pañuelo había una pistola a la que le faltaba el gatillo. Le pregunté a mi padre de quien era esa pistola. Me dijo que era de mi bisabuelo, que en una fecha indeterminada en las primeras décadas del siglo XX la había comprado por seguridad. Sin embargo, un día la escondió tras descubrir que su hijo (mi abuelo) había salido a la calle para jugar con ella -debió ser en la década de los años 20. Parece ser que esa pistola se había convertido en una leyenda familiar -para mi abuelo y mi padre-, porque nunca más volvieron a verla.

Ningún vecino de las aldeas de mi abuelo y mi abuela fueron asesinados durante la guerra. Eso me tranquilizó al encontrar la pistola. Ahora bien, aquellos descubrimientos en la recámara me hicieron matizar mi idea sobre la actitud de mi familia paterna durante la guerra. La imagen de la mansedumbre y la adaptabilidad no desapareció, pero al mismo tiempo me mostraba una imagen de mi bisabuelo menos pasiva de la que había imaginado. Por un lado, que tuviera propaganda de Acción Católica mostraba cierto interés por parte de mi bisabuelo en la política, imbuido por esa cultura conservadora. Por otro lado, el hecho de que hubiera decidido comprar una pistola para protegerse -aunque era algo bastante común en la época-, dinamitaba la idea un tanto idílica que me había hecho de una aldea sin conflicto y, al mismo tiempo, mostraba una agencia en mi bisabuelo que nunca había imaginado.

Todos estos elementos me hacían ver a mis abuelos paternos situados más claramente al lado de los vencedores durante la guerra. Mi abuelo llegó a ser alcalde de pedanía en la segunda mitad de los años 50. Sin embargo, ¿se podría clasificar a mis abuelos cómo vencedores? Durante toda su vida vivieron en la pobreza -ya fuera en una economía de subsistencia en el ámbito rural o como emigrantes asalariados en Madrid-, bajo los efectos de un rígido sistema clasista, las políticas del desarrollismo y el impacto del desarraigo. Esta trayectoria familiar es la que me hizo interesarme no solo intelectualmente, sino que también emocionalmente, con los nuevos estudios que desde hace años ponen en duda el rígido sistema de vencedores y vencidos,[19] mostrando muchos más matices y zonas grises de las que en ocasiones se había presentado en la historiografía.

Del mismo modo, existen otros pequeños fragmentos de memoria trasmitida sobre la guerra en el ámbito familiar que también han influido en mi forma de mirar aquel conflicto armado. Mi abuelo había empezado a estudiar la secundaria en Molina de Aragón con el propósito de convertirse en maestro en el futuro. Es muy probable que Manuel Tagüeña fuera su profesor durante el curso 1934-1935. En aquel instituto se había refugiado como maestro de matemáticas para eludir el consejo de guerra que juzgaba su participación en la huelga revolucionaria de 1934 en Madrid. En cualquier caso, mi abuelo nunca me habló de él; de esta coincidencia tan solo fui consciente muchos años después, leyendo sus memorias.[20] Lo que me marcó es el elemento de ruptura vital que representó la guerra para mi abuelo. De haber continuado estudiando, hubiera sido el primero de la familia Marco en abandonar las labores del campo y tener una profesión liberal. Pero la guerra interrumpió sus estudios, que ya nunca pudo reanudar. Esta idea me ha acompañado toda mi vida y ha marcado mi manera de entender la guerra como una ruptura radical, un quiebre abrupto que truncó las esperanzas y expectativas más íntimas de las personas anónimas que no suelen aparecer -salvo excepciones- ni en los márgenes más recónditos de la historia. En todos mis libros e investigaciones esta idea es obsesiva y persistente.

Por otro lado, mi abuelo -de la quinta del chupete o del biberón- se salvó de ser movilizado por las tropas franquistas por tener los pies planos. Esta idea también me ha rondado siempre la cabeza. No es casualidad que en varios libros aborde la cuestión del reclutamiento forzoso por parte del Estado durante la guerra, las formas y estrategias para eludirlo, y la codificación de los cuerpos en edad militar para establecer quienes eran válidos o no por parte del ejército.[21]

Una imagen que hasta el día de hoy sigo teniendo presente es la de mi abuela materna vistiendo un delantal de grandes bolsillos, donde siempre guardaba pedazos de pan duro. Es una imagen del hambre de los años 40 y 50 que, al compartirla con amigos y compañeros, resulta que es bastante común entre las abuelas de mi generación. Este gesto instintivo causado por el trauma de la hambruna, junto a otros como la obsesión familiar por que los platos se rebañasen hasta que no quedara ni rastro de comida, se ha filtrado también en mis investigaciones.[22]

Otro recuerdo inquietante quedó fijado en mi mente. Yo debía tener 10 u 11 años cuando, en las fiestas de verano del pueblo de mi abuelo, se me acercó un hombre mayor y me dijo que era primo mío. Me extrañó, porque yo creía conocer a todos mis primos y a él no lo conocía. Además, tenía acento mexicano. Lo único que me dijo fue que era pastelero, como mi padre, y que hacía muchos años que se había marchado de España. Luego le pregunté a mi abuelo y me contó que se marchó a México después de la guerra. Ni una palabra más, en su habitual economía de lenguaje. Aquello quedó en mí como una incógnita difícil de descifrar. El silencio familiar enterró a aquel hombre, al que nunca más volví a ver, y del que no he sabido nada más. Sería inocente pensar que el impacto de este enigma familiar en mi mente infantil no haya operado inconscientemente en mi interés por la guerrilla antifranquista, el mundo del exilio republicano, y la dimensión transnacional de las resistencias antifascistas.

VII

En varias entrevistas recientes me han preguntado, ¿cómo se te ocurrió investigar dos cosas que parecen tan ajenas como las drogas y la guerra de 1936? La respuesta es sencilla: para mí ambos mundos estuvieron unidos desde mi adolescencia. Así ocurrió desde que leí con doce o trece años las memorias del que había sido morfinómano y soldado republicano, Juan Alonso, tituladas Salidas de las tinieblas.[23] De hecho, éste fue el primer libro que leí sobre la guerra de 1936, por lo que de algún modo moldeó mi mirada sobre el conflicto armado. Cuando en 2019 hice una nueva edición de estas memorias con un estudio preliminar, expliqué las razones de mi familiaridad con este libro.[24] Las memorias de Juan Alonso formaban parte de la escuálida biblioteca familiar, integrada entonces por tan solo tres libros. En la portada de este ejemplar, que ahora mismo tengo en mis manos, hay una dedicatoria a mi madre: “A Conchi Carretero, con mucho afecto. El autor. Juan. Chirivella, 3 de marzo de 1978.

Mi tía abuela materna y madrina, por la que yo tenía un afecto muy intenso, había sido la criada de Juan Alonso desde que ella tenía apenas 20 años hasta que se jubiló, primero como interna y luego como externa. Por ese motivo había llegado a la casa de mis padres una copia autografiada de un libro que en 1976 apenas tuvo tirada. Don Juan, como se le conocía en mi familia, era una figura respetada con devoción. Yo mismo llegué a conocerlo en su casa de Valencia cuando era niño, aunque no recuerdo ninguno de aquellos encuentros. En cualquier caso, ese vínculo afectivo por don Juan a través de mi madrina, y la iniciática lectura en mi primera adolescencia, marcaron no solo mi cercanía con el texto, sino que establecieron una estrecha conexión entre el consumo de sustancias psicoactivas y la guerra de 1936. Lo que quiero destacar es que fue esa familiaridad la que me ofreció una perspectiva diferente y, por lo tanto, me permitió mirar hacia el pasado de una manera innovadora.[25]

Sin embargo, este no fue el único factor familiar que estaba operando en una investigación que estudiaba el papel del alcohol, el tabaco, la morfina, la cocaína, el cannabis y las anfetaminas en la guerra de 1936. Mientras realizaba mis indagaciones y, posteriormente, durante el proceso de escritura, tuve muy presentes los discursos familiares y sociales en torno a estas sustancias, mis recuerdos de infancia en Vallecas durante los años 80 cuando bajar al parque significaba esquivar y enterrar jeringuillas de heroína todavía con gotas de sangre frescas o secas, junto a mis propias experiencias de consumo de cada una de las sustancias. Esta conciencia me permitía realizar ejercicios de extrañamiento para adoptar una mayor distancia con el objeto de estudio, pero también recurrí a la familiaridad como una forma de acercamiento. Pondré dos ejemplos para ilustrar cómo los historiadores solemos recurrir a experiencias cotidianas personales para interpretar el pasado.

La escasez de tabaco -particularmente en la zona republicana- fue uno de los motivos que causó mayor ansiedad en los combatientes en el frente y en los civiles en la retaguardia. La angustia se apoderó sobre todo de los hombres, cuyo hábito de fumar no solo era un elemento clave de sociabilidad masculina, sino que se trataba de una adicción que afectaba a la mayor parte de la población desde la pubertad. Esto llevó primero a gestos desesperados de acumulación pero, según la escasez se fue acentuando, abrió las compuertas a un consumo y mercado negro de productos sucedáneos. Pues bien, para comprender y capturar ese estado de ánimo realicé un ejercicio de imaginación histórica a partir de mis propias experiencias. En este sentido, utilicé mi severa adicción al tabaco -que en ocasiones me ha llevado también a fumar los productos más inesperados- para tratar de aproximarme a aquellas vivencias. De hecho, justo cuando estaba escribiendo la parte del libro dedicada al tabaco se estableció en el Reino Unido el estado de emergencia por la pandemia de Covid-19. ¿Cuál fue mi primera reacción? Mientras que en los supermercados se vaciaban las estanterías de comida y papel higiénico, yo lo primero que hice fue adquirir un lote grande de tabaco por miedo a que desapareciera del mercado. Inmediatamente establecí una conexión entre mi presente y el pasado sobre el que estaba escribiendo.

Un segundo ejemplo de proyecciones de experiencias personales se refiere al caso de los heridos en combate. En varias memorias de antiguos combatientes se relata la extrema experiencia corporal y vital de sufrir el desgarro de la carne por un proyectil, incluso del gesto desesperado por tratar de mantener los intestinos y otros órganos dentro de los límites del cuerpo. Quería aproximarme a estas experiencias, pero ¿cómo acercarse a vivencias tan extremas emocional y físicamente desde la seguridad y la comodidad de un profesor universitario en el siglo XXI? Recurrí entonces al recurso de la empatía a través de mi propia experiencia. Traté de reconocer ese estado mental a partir de mis constantes episodios de cólicos nefríticos y, en particular, de la primera vez que me dio sin que fuera consciente de lo que me estaba ocurriendo. Quien sufra de piedras en los riñones podrá entender el dolor extremo que se padece. La primera vez que me ocurrió me asusté de tal manera, que creía que me estaba muriendo. De hecho, le dije a mi padre por teléfono mientras iba encorvado de dolor hacia el hospital 12 de Octubre que lo único que quería era que me remataran como a un animal para dejar de sufrir. Cuando los médicos me dijeron que lo que estaba sufriendo era un cólico nefrítico, les pedí que me dieran toda la morfina posible para paliar ese dolor. Soy consciente de que esta experiencia es muy diferente a la de los soldados heridos en combate, pero éste fue el recurso que encontré en mi baúl de experiencias para tratar de ponerme en su pellejo por un momento y, de este modo, comprender mejor su experiencia.

Los historiadores recurrimos a este tipo de estrategias de imaginación histórica de forma recurrente. Resultan muy útiles para acercarnos al pasado, aunque también pueden resultar desafortunadas, dado que es un proceso sencillo de naturalizar emociones, sentimientos, ideas o lenguajes. De ahí la importancia de reflexionar sobre estos procedimientos, de ser consciente de cómo operan en nuestras investigaciones, y de emplearlos con inteligencia en ese juego de mirar el pasado que siempre se encuentra en esa tensión entre la familiaridad y la extrañeza.

Este breve texto recoge algunas reflexiones sobre la importancia de diferentes tipos de subjetividades en mis propias investigaciones. Sin embargo, también he mantenido otras en la intimidad porque, de hacerlas públicas hoy en día, causarían sufrimiento a terceras personas. La desnudez del historiador también puede tener límites en su exposición pública. El propósito de este ejercicio público de introspección no es confesarme, arrepentirme o defenderme, sino por un lado realizar un ejercicio de transparencia y, por otro lado, reflexionar sobre cómo las subjetividades forman parte del proceso de construcción de conocimiento de muy diversas maneras. Como he tratado de demostrar, intervienen aspectos políticos, familiares y experiencias personales, entre otros.

En cualquier caso, lo que quiero dejar claro es que mi propuesta no tiene por objeto suprimir las subjetividades una vez sean identificadas porque, como he reiterado en varias ocasiones, considero que la subjetividad, la cercanía y la familiaridad con el objeto de estudio también puede tener elementos positivos desde un punto de vista epistemológico. No me propongo revitalizar las viejas teorías de la objetividad o de los límites de la imparcialidad sino, por el contrario, abrir sus candados epistemológicos. Lo importante es que los historiadores seamos conscientes de nuestras propias subjetividades, de cómo operan en nuestras indagaciones y entonces, desde esta nueva autonomía, tomar un mayor control de los procesos de producción de conocimiento.  Por lo tanto, mi intención es potenciar procedimientos conscientes de conocimiento situado, es decir, enriquecerlas con una mayor conciencia del historiador quien, de este modo, podrá asumir estrategias de cercanía y extrañamiento con mayor lucidez, honestidad y responsabilidad.

[1] Don Juan Manuel (1984), pp. 158-161; Andersen (1907), 215-220.

[2] Elias (1956)

[3] Kuhn (1977), p. 329.

[4] Jablonka (2015), p. 346.

[5] Rocha (2021), p. 78.

[6] He hablado sobre las epistemologías situadas en la introducción.

[7] Marco (2006); Aróstegui y Marco (2008); Marco (2010, segunda edición ampliada de 2019); Marco (2012, versión actualizada en inglés de 2016); Marco (2022a), Marco (2022b)

[8] Hobsbawm (1959); Hobsbawm (1969)

[9] Rodríguez Barreira (2006)

[10] Marco (2019a), pp. xx-xxv.

[11] Marco (2010, 2019a); Marco (2012); Marco (2019c)

[12] Marco (2021)

[13] Nora (1987), p. 7.

[14] Marco (2019c); Marco (2021)

[15] Marco y Thomas (2019); Marco (2019b); Marco (2020a); Gildea, Marco y otros (2020)

[16] Rocha (2021)

[17] Gómez Bravo y Marco (2011), pp. 203-208.

[18] Anónimo (1935)

[19] Arco Blanco, Fuertes, Hernández y Marco (2013)

[20] Tagüeña (2021), pp. 107-109, 111-114, 118, 169.

[21] Marco (2010, 2019a); Marco (2021)

[22] Marco (2010, 2019a); Marco (2012); Marco (2020b); Marco (2021)

[23] Alonso (1976)

[24] Marco (2019c), pp. xlix-l.

[25] Marco (2021)

REFERENCIAS

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TAGÜEÑA, Manuel (2021), Testimonio de dos guerras, Sevilla, Renacimiento.

Fuente: Jorge Marco (ed.). La guerra de España en nuestras raíces. Ancestros, subjetividad y el oficio de historiador. Madrid, Postmetropolis, 2022.

Las colaboraciones incluidas en el libro son:

Recuerdos de una guerra que no viví, por Ángel Viñas.
Algunas experiencias traumáticas de mi juventud (1953-1962), por Juan José del Águila.
En torno a la guerra civil y la dictadura franquista: raíces, subjetividad y el oficio del historiador, por Glicerio Sánchez Recio.
El historiador ante la historia. El contexto familiar, social, cultural e histórico, por Francisco Moreno Gómez.
La guerra civil y el franquismo en mi memoria, por Alberto Reig Tapia.
Mirar atrás… y adentro. El pasado que va con nosotros, por Francisco Espinosa Maestre.
Una familia sin memoria de la guerra, por Lucía Prieto Borrego.
Los escenarios inspiradores: el entorno formativo y familiar, por Matilde Eiroa San Francisco.
La destrucción de 1936 que llega hasta mí e influye en mi actividad como investigador, por Pablo Sánchez León.
El ojo y la cerradura. Entre la memoria y el recuerdo de la historia familiar, por Gutmaro Gómez Bravo
Repensar constantes y reconocer raíces: un quehacer investigador a escrutinio, por Ana Cabana Iglesia.
El traje nuevo del historiador. Sobre el rol de la subjetividad en mis indagaciones del pasado, por Jorge Marco.
Un soldado de ocho años (y yo), por Javier Rodrigo.
Familia maldita, maldita familia: por qué la historia y por qué la guerra civil, por David Alegre Lorenz.
A 7,5 centímetros sobre el suelo: silencios, disonancias y subjetividades en la reconstrucción del pasado traumático, por Alejandro Pérez-Olivares.
El historiador frente al nieto, por Miguel Alonso Ibarra.
«Una piel de naranja y una coplilla sobre el estraperlo». De la historia familiar de mis abuelos a la historia de la vida cotidiana durante el franquismo, por Gloria Román.

Portada: guerrilleros de la agrupación de Granada en la cárcel (foto: Rafael Mellado Montes/El Independiente de Granada)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

El traje nuevo del historiador. Sobre el rol de la subjetividad en mis indagaciones del pasado