Josep Sala, el último superviviente de San Marcos

Josep Sala, el último superviviente de San Marcos

«En el campo de concentración eras menos que una gallina en un gallinero». Josep Sala, último superviviente de San Marcos tras la caída de Cataluña en la Guerra Civil, espera que Paradores atienda la petición de la ARMH para que una placa recuerde que el renovado hostal fue uno de los mayores campos de concentración del franquismo.

Ana Gaitero

27/05/2021

diariodeleon.es

«Sois prisioneros de guerra y como tales no tenéis derecho al aire que respiráis». Las palabras del clérigo, subido en el púlpito de la iglesia-celda de San Marcos, retumbaron en los oídos del joven soldado Josep Sala, que llevaba ya varias semanas durmiendo a los pies del altar y pasaba los días sin más ocupación que pasear de esquina a esquina del templo-prisión.

El último superviviente de San Marcos recuerda, a sus 101 años de edad, por teléfono, su paso por el campo de concentración poco después de la reinauguración de San Marcos como parador, sin que meses después se haya reparado el olvido histórico en el renovado complejo hotelero como exigió la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica en diciembre. «A mí lo que me extraña es que la gente sea tan ignorante y no sepan lo que pasó. Aquí copiaron los campos de concentración de la Alemania nazi, que aumentaron quemando a la gente, aunque a nosotros no nos dieron el traje a rayas», señala.

«Era una iglesia y no dijeron misa. Había un cura, Cantero, al que vi tres veces. Una vez subió al púlpito y estuvo en lapsus. Luego suavizó el discurso y dijo que los que fueran buena gente saldrían, pero ¡ay de los que tengan las manos manchadas de sangre!».

La iglesia de San Marcos era la sala 15 del campo de concentración en el que aquel joven soldado pasó cuatro meses de su vida. Josep Sala había cumplido 19 años el 12 de septiembre de 1938, poco antes de que le hicieran prisionero «en la batalla de Cataluña», episodio que relata como si hubiera sucedido anteayer. La primera ofensiva había empezado el 23 de mayo. «La misión era abrir brecha y fue una carnicería. En cinco días de 800, volvimos 115, los demás quedaron prisioneros, muertos o discapacitados». Pasó el verano y se trasladaron a otro pueblo. Lo que más temían es que les echaran gases asfixiantes.

En septiembre se desplazaron a pie 25 kilómetros y entre octubre y diciembre no se oían los tiros desde la trinchera. Solo cayó un obús. El 2 de enero empezó la gran ofensiva sobre Cataluña. «Empezaron de buena mañana cinco tanques rusos de 20 toneladas y se armó la de San Quintín. Las tropas de Franco tuvieron muchas bajas, vi cinco tanquetas italianas quemándose. Yo estaba en mi trinchera, sin fusil, porque era sanitario y solo tenía vendas para las curas», relata. Por esa razón, apostilla, «no pegué un tiro en el frente» mientras «nos freían a cañonazos a cuatro y cinco metros».

«Creíamos que llegarían de frente por una gran llanura, pero subieron por la montaña apoyados con cuatro aviones de combate. Tiraban a los que estaban haciendo la carretera. Yo ahí lloraba….». Luego oyó: «Sálvese quien pueda y veo a un soldado apuntando al capitán. Detrás vino un brigada y dijo: ¡Alto, alto, alto!…»

Sala llegó a León tras «un periplo por muchos pueblos» y ajetreado viaje en tren. «En Jarrás subimos 40 en cada en cada vagón. Cerca de Zaragoza bajamos y un guardia civil nos daba un porrazo cuando pasábamos. Al día siguiente nos volvieron a encerrar en una peste de vagón, de carne humana defecando y orinando. Nos querían dejar en Miranda de Ebro, pero nos llevaron a León. Primero nos metieron en el campo de Santa Ana y luego en San Marcos», relata.

«Es muy dura la cárcel y aquello era peor porque tenías anulada la personalidad. No eras nada, menos que una gallina en un gallinero. Sabías que existías por el número de sala», comenta con entereza. Era el invierno de 1939, frío y mísero. «Estuve cuatro meses con las misma ropa encima, no tenía ni toalla, no me podía lavar. Pusieron unas letrinas y había duchas con calderos pero en el mes de enero no se duchaba nadie. A algunos les duchaban por castigo», cuenta.

De León y los leoneses tiene un gran recuerdo. «Cuando íbamos de Santa Ana a San Marcos, eran las 12 y la gente nos daba comida por la calle, aunque los que nos llevaban no nos dejaban cogerlo». Cuando salió en libertad, cuatro meses después, la ropa apestaba y el estómago tronaba de hambre. «Me enviaron un giro por 100 pesetas y comimos en la tasca callos a la madrileña y un huevo frito que hacía un año que no lo probaba. Cuando fuimos a pagar, nos dijeron: Un leonés ya lo ha pagado. Les pasó a mucho. Cuando salían nos conocían por la pinta. Apestábamos».

Fue destinado a La Coruña como soldado y luego a África cuatro años. «Me licenciaron en 1944. Al fin llegó la libertad», rememora. No se lo creía. Después de todo aquello «la vida me ha sido muy fácil». Volvió a la farmacia y durante 36 años tuvo una «vida laboral buena». Se casó y formó una familia. Se olvidó de la guerra.

«Desde que me jubilé no hay un día que no piense en la guerra», afirma. Cada noche un episodio pasa por cabeza como una moviola. En San Marcos no conocía a nadie. Había gente de todas las edades. Un día vio a un individuo con una maleta matando piojos debajo del púlpito. Era aquel capitán que había salvado la vida por mediación de aquel brigada. «Anda, levántate y anda como los demás porque si no, te mueres», recuerda que le dijo.

En la sala 15, la iglesia de San Marcos, vio morir a un hombre. No más. «Había otra sala que llamaban la Carbonera, con cuatro individuos en cuatro esquinas. Al preso que mandaban allí no paraban de pegarle. Era lo que contaban, yo no estuve… Que no te lleven a la Carbonera, nos decían», añade.

El complejo era tan bonito como siniestro, pero hubo momentos buenos. «En la sala 10 estaba Ricardo Mairal, tenor de zarzuela, el género chico, que a mi padre le gustaba mucho. Un día vinieron y nos dijeron: ¿Alguien quiere escuchar a Mairal? Fuimos tres porque temían que fuera una mascarada. Algunos no fueron por miedo. Lo pasamos bien aquella tarde».

«A los 19 años somos jóvenes y aguantamos aquello porque la juventud lo puede todo», reflexiona. Otro recuerdo bueno que tiene es el pan. Había quien se lo jugaba en un corro. Con un pan, recuerda, consiguió la primera carta con su sello para dar noticias en casa de su paradero. Conserva algunas de las que recibió. Llegaban por avión. En todas había que poner cosas como: «Saludo a Franco. Arriba España».

El resguardo de vacunación antitífica acredita la denominación oficial del campo de concentración de prisioneros de San Marcos-Santa Ana y el resguardo de la comisión de clasificación acredita que se solicitó su libertad el 17 de marzo de 1939, con la coletilla de remate: «III Año Triunfal».

Josep Sala era joven y aprendió muchas cosas en San Marcos. La primera, «ver, oír y callar». Intentó pasar desapercibido, no destacar en nada, ni mostrar mucha tristeza ni mucha alegría si llegaba el caso por miedo a represalias e incluso a salir con los pies por delante o en una saca nocturna. «No me pegaron nunca», asegura. «No hay rencor», asegura. Pero tampoco olvido.

En julio se cumplen 85 años de la apertura de San Marcos como campo de concentración. A Josep Sala le gustaría que el parador no dejara en la desmemoria a los 15.000 a 20.000 prisioneros que tuvo, entre 1936 y 1939, el que se considera uno de los mayores campos de concentración de los 300 que hubo en la España franquista.

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