Julián Berrendero, el héroe ciclista que ganó la Vuelta a España tras ser represaliado y pasar 18 meses preso

El escritor británico Tim Moore recorre los escenarios de la Vuelta de 1941 en un viaje por la memoria de la Guerra Civil, siguiendo la huella del brillante deportista que estuvo año y medio preso en los campos de trabajo y prisiones franquistas antes de proclamarse campeón.

Septiembre de 1939. Terminada la guerra, Julián Berrendero regresó a España. Fue detenido nada más cruzar la frontera en Irún. El rey de la montaña del Tour de 1936, el ganador de una etapa en el Tour del 37, sufrió 18 meses en diferentes campos de concentración. Sobrevivió al hambre, las enfermedades, los trabajos forzados. Pocos meses después de haber cumplido su castigo compitió en la Vuelta a España de 1941, que ganó.

Un día de aburrimiento y pandemia de la primavera de 2020, el escritor y periodista británico Tim Moore leyó la historia de uno de los mejores ciclistas españoles de los años treinta, y sus peripecias, su horror absurdo, le conmovieron tanto que inmediatamente se embarcó en una aventura a la que no le cabe sino el adjetivo inevitable de quijotesca. Con sus indagaciones, Moore descubrió que Berrendero había montado una tienda taller en el Chamberí madrileño y que aún existían en buen estado bicicletas con la marca Berrendero, tubería de acero Reynolds, grupo Campagnolo, construidas en los años setenta. Por amor a Berrendero, el verano canicular y africano de 2020, sobre una de ellas, salida del taller en 1975, y la bautizó La Berrendero, con las piernas ansiosas, y el corazón estremecido cargado de intriga, Moore y su alma orwelliana y antifascista, emprendieron una aventura loca, la de recorrer los caminos de la Vuelta a España de 1941, de Madrid a Madrid en 21 etapas y más de 4.000 kilómetros.

“Por primera vez, pero no la última tuve la impresión de que aunque la intención de la carrera [que partió el 12 de junio de 1941 del arco de la Victoria junto a las ruinas, trincheras y búnkeres de la Ciudad Universitaria] para unir España, el recorrido se había planeado de tal manera, tan detalladamente tocando las narices de los perdedores, que recordara a todos quién había ganado la guerra”, escribe Tim Moore en una de las primeras páginas de Vuelta Skelter (algo así como Vuelta Revuelta), el libro en el que recoge sus penurias y desventuras en bicicleta por los mismos lugares 79 años más tarde, su sufrimiento bajo el sol inclemente del julio más caluroso del siglo, sus desesperanzas nocturnas cuando introduce en Google el nombre de la ciudad en la que pernocta junto a las palabras “guerra civil” y coteja la información con la lectura del Holocausto español, de Paul Preston.

Su voz, su palabra, se hace entonces la voz de los que nunca la tuvieron. La voz de los desaparecidos, la voz de Berrendero, que nunca pudo, en toda su vida de rabia, tener palabra para decir la suya. El diario costumbrista, amable e irónico a la inglesa se convierte entonces en un libro de viajes en la memoria. Ante sus ojos horrorizados y hambrientos, solo iluminados en Bujaraloz cuando recuerda el paso de la columna Durruti por el pueblo, se despliega un catálogo tan amplio del mal intrínseco de las fuerzas franquistas, su deseo de exterminio, tanta muerte, tantos muertos en fosas comunes, en cunetas, en tapias de cementerios, que, más tarde, cuando intenta cenar en las plazas de pueblos y ciudades rodeados de gentes alegres, casi felices, de fiesta, no puede sino intentar repetida y vanamente conciliar la gente tan “encantadora” que le rodea festiva con sus ancestros “cegados por el odio”.

No lo consigue y el misterio de esa España le intriga y perturba tanto como la pervivencia aún en catedrales y plazas de placas en honor de José Antonio y otros héroes fascistas, como le extraña el olvido, el silencio que le devuelven las gentes cuando intenta recordar la guerra o el campo de concentración en la playa de Rota, en el que penó unos meses Berrendero el invierno de 1940, convertido ahora, ironía extrema, en una reserva natural de camaleones.

Un pionero

Y le extraña, y entristece más, que nadie de aquellos con los que se cruza haya oído nunca hablar de su héroe personal, del Julián Berrendero —”vamos Hoooolián”— a quien homenajea sometiéndose voluntariamente a una tortura similar a la que debió sufrir el gran ciclista para ganar la terrible Vuelta de 1941. No entiende la desmemoria española hacia uno de los grandes pioneros de su ciclismo, el Fausto Coppi que gana el Giro al regreso de su cautividad en el África de la II Guerra Mundial en versión española, el campeón maltratado siempre, Berrendero, capaz de ganar dos vueltas tras tanta penalidad y hasta de correr, a los 37 años, el Tour del 49.

“Aún hoy no sé a qué fue debida la suspensión de mi licencia”, escribe en 1949 Berrendero en su autobiografía, Mis glorias y mis memorias, usando el eufemismo “suspensión de licencia” para referirse a sus dos meses en el campo de concentración de Torrelavega, un antiguo almacén de madera, desde septiembre del 39, a los dos siguientes meses en el de Espinosa de los Monteros, en la fría montaña burgalesa, y a su año en La Almadraba de Rota y su condena a pavimentar con piedra las calles de la ciudad gaditana. “Yo siempre lo he achacado a trámites de depuración, pero lo que siempre me ha extrañado es que corredores que, ausentes también de la Patria, actuaron casi siempre junto a mí fuera de ella, y como yo estrictamente deportistas, no corrieron a su regreso mi tan mala suerte”.

Berrendero, de tez tan morena y ojos tan claros que era conocido como el Negro de los ojos azules, nacido en una caseta de peón caminero en San Agustín de Guadalix, Madrid, en 1912, se refiere a Ezquerra, a Cañardo, a otros componentes de los equipos españoles a los que el 18 de julio del 36 les pilló corriendo el Tour y decidieron no volver a la España en guerra. Se quedaron en Francia. Corrieron el Tour del 37 con la bandera republicana —un maillot morado con una franja roja y otra amarilla—, juraron fidelidad al poder legal en España, la República, y se comprometieron públicamente a donar la mitad de sus ganancias para los huérfanos de la guerra. Solo Berrendero fue castigado a su regreso. La duda, la rabia ante la injusticia le acompañaron toda su vida, hasta su muerte en 1995.

Quizás la respuesta a su pregunta la halló un loco inglés, Tim Moore, consultando su tarjeta en el archivo de sospechosos que un agente de la Gestapo compiló durante la guerra en Salamanca. En él, entre la de dos millones de sospechosos, está la ficha de Berrendero con una sola anotación: “Deja la mitad de sus honorarios en la vuelta ciclista a Francia para ayudar a los huérfanos de la guerra. “MUNDO OBRERO”. No 485. Pág. 3 día 7 de julio de 1937″. No es desatinado concluir, pues, que la sola mención de su nombre en el órgano de prensa del PCE fue lo que condenó al ciclista, una víctima más de una guerra que no se puede olvidar.

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