La Comuna. Tras la muerte del torturador: de la anécdota a la categoría

“La muerte del torturador González Pacheco sin haber sido juzgado, con sus medallas y privilegios intactos, es una vergüenza para la democracia…”. Esta frase o parecidas se han repetido en días pasados desde que el 7 de mayo falleciera por enfermedad ese torturador, conocido como Billy el Niño. Si la citamos es por quien la ha pronunciado, en concreto un vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, que la completaba añadiendo: “y también para nosotros como Gobierno”.

La Comuna

Personas presas y represaliadas del franquismo

17.05.2020

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Pasados unos días y sobrepuestas sus víctimas del primer impacto frustrante, queremos compartir algunas ideas que el fallecimiento de González Pacheco, arropado hasta la tumba por la impunidad, nos suscita.

No es preciso insistir en la humillación que para las víctimas, pero también para todas las personas de convicciones demócratas, supone que un presunto culpable de crímenes que por ser de lesa humanidad no prescriben ni pueden ser amnistiados -como son los crímenes de torturas bajo un régimen totalitario- se haya paseado en plena libertad durante años, a pesar de los centenares de testimonios y casos abiertos contra él. Y de que haya gozado, además, durante tantos años de privilegios otorgados por el Estado –muchos ya bajo la democracia-, en forma de condecoraciones y beneficios económicos asociados.

Escándalo social vs pasividad institucional

Todo esto se ha repetido bastante en los medios estos días; en ese sentido, no puede dejar de sorprender el contraste entre el unánime escándalo social frente al caso Billy el Niño, incluyendo altas instancias del Gobierno –ver la frase al principio del vicepresidente-, y la recalcitrante impotencia de las instituciones para impartir justicia, aunque fuera mínimamente –en concreto, la retirada de condecoraciones.

Este cisma entre rasgadura de vestiduras moral e inmovilidad institucional es una de las paradojas de nuestro estado de derecho. Una discrepancia entre lo que entendemos como el derecho y el deber de justicia, y la situación que nos ofrece la realidad de falta de acceso a la misma, que no puede sino sembrar el escepticismo o el descrédito respecto a la calidad de ese estado de derecho.

El caso Billy el Niño como síntoma

Los ribetes sicopáticos del personaje han dotado al caso Billy el Niño de cierto tirón mediático, convirtiendo en ocasiones lo anecdótico en categoría. Sin duda resulta más vendible hablar del morbo de las torturas que del contexto represivo en el que se institucionalizaron, de la impunidad con que han sido amparadas, y del resto de delitos de aquel régimen.

Sin embargo, para la mayoría de quienes hemos luchado estos años por llevar a González Pacheco ante los tribunales, su relevancia va mucho más allá del propio torturador: es su carácter representativo de un sistema político criminal, el franquismo, en su etapa crepuscular, y de la escasamente modélica transición, la que más nos importa. Nuestra demanda individual de justicia siempre se ha inscrito en la reacción colectiva frente a la impunidad de un régimen criminal y sus secuelas. De hecho, por referirnos, de entre las muchas modalidades de crímenes franquistas, sólo a torturas, hay muchos más presuntos torturadores incriminados en nuestras denuncias y querellas. Pero hay además querellas por otros tipos de crímenes: asesinatos, robo de bebés…

En otras palabras, González Pacheco tuvo muy poco de especial como criminal franquista y postfranquista; fue el exponente más conocido de unas prácticas generalizadas en las que se vieron involucrados la totalidad de los comisarios e inspectores de la BPS (los conocidos como ‘sociales’), puesto que era el modus operandi de esa policía política al servicio del orden franquista y porque, al menos en la dictadura, la convicción, más que sensación, de impunidad de sus ejecutores era con todo fundamento absoluta.

Aunque González Pacheco exhibiera particular afición en el desempeño de esas tareas, las tareas en sí -malos tratos, torturas- no dejaban de ser rutinarias, estaban normalizadas, eran no solo conocidas sino exigidas como parte de la labor policial frente a la discrepancia política, así como frente a otras formas de rebeldía o disidencia.

Coincidencias tristes y elocuentes

La presente pandemia está dando lugar a la coincidencia en el tiempo de fallecimientos que en ocasiones constituyen ironías –trágicas- del destino. Es el caso de Chato Galante, nuestro inolvidable compañero y adalid en la lucha contra la impunidad, conocido incluso fuera de nuestro país por sus denuncias de las salvajes torturas que padeció precisamente de manos de Billy el Niño.

Chato, al igual que otras víctimas de Pacheco fallecidas en los últimos años (por citar alguno, de memoria: José Luis Pérez Herrero y Enrique Aguilar Benítez de Lugo), no recibió en vida justicia, a pesar de su valiente y persistente denuncia. Por el contrario, al igual que el resto de querellantes, recibió el desprecio o al menos la indiferencia más absoluta de las instituciones del Estado, que se supone nos deben amparar.

También en estas fechas ha fallecido Teresa Rilo, la viuda del mercenario de origen argelino Jean Pierre Cherid, quien fue integrante de los grupos parapoliciales del Estado español al final del franquismo y durante la transición (Batallón Vasco Español, GAL). Mucho después de la muerte de Cherid (en 1984), Teresa fue lo suficientemente valiente y decente para escribir junto a la periodista Ana María Pascual Cuenca un libro sobre aquel (‘Cherid: un sicario en las cloacas del Estado’, ediciones El Garaje, 2019), donde desvelaban, o confirmaban, entre otras cosas, el papel de González Pacheco en la guerra sucia contra ETA.

La muerte de Teresa nos recuerda que, al igual que muchos otros destacados represores franquistas, G. Pacheco tuvo otras vidas después de la dictadura, y todas sórdidas, moviéndose como pez en el agua por las diferentes ramificaciones de las llamadas cloacas del Estado. Primero en la guerra sucia como agente en las operaciones ilegales y criminales de terrorismo de Estado. Y más tarde desde el campo privado, utilizando sus contactos policiales para labores de chantaje, extorsión y demás, al estilo de su compinche el comisario Villarejo.

De la impunidad a la complicidad

Y todo ello obliga a sospechar que Pacheco tenía poderosos resortes con los que defenderse de posibles investigaciones o amenazas desde el poder, aunque lo que estuviera en juego solo fuera la retirada de sus condecoraciones. Es decir, sabía muchas cosas amenazantes para determinados círculos o personajes. Resulta significativo en este sentido que no haya sido hasta su fallecimiento que el gobierno haya anunciado seriamente su decisión de retirarle las condecoraciones (la vicepresidenta Carmen Calvo, en el Senado, el pasado 13 de mayo).

La sombra de la complicidad y el chantaje se superponen a la de la impunidad. Son muchas las sombras que han protegido a este torturador, y a tantos como él, hasta ahora de los focos de la verdad y la justicia.

¿Victoria moral?

Víctimas y querellantes hemos experimentado en estos días sensaciones agridulces. Aunque predomine nuestra frustración por la denegación del derecho a la justicia real -o sea, la de los tribunales-, cabría, al mismo tiempo, cierta satisfacción moral: primero, por haber logrado situar los crímenes del franquismo en la agenda pública; por haber desenmascarado además a alguno de los criminales –no sólo los torturadores, sino muchos otros, incluyendo algunos de los cerebros e instigadores políticos franquistas, aún vivos e imputados, como Rodolfo Martín Villa- ; y, también, por haber obtenido un respaldo social innegable en nuestras demandas. No hay más que constatar el contraste entre el amplio y unánime reconocimiento de Chato tras su fallecimiento, como exponente de justicia y dignidad; y la también unánime repulsa hacia el torturador, para calibrar esa victoria moral.

Somos conscientes de que el balance de estos años de lucha contra la impunidad transciende la mera victoria simbólica. Ha movilizado a muchas otras organizaciones y colectivos memorialistas y ciudadanos, y ha contado con la inestimable y altruista labor de profesionales del derecho del campo de los derechos humanos. Y, gracias a la marea por la justicia generada, hoy nos hallamos ante iniciativas legislativas como las proposiciones de ley presentadas recientemente en materia de memoria y víctimas del franquismo por los grupos parlamentarios de UP e Izquierda Confederal; o sobre bebés robados, el pasado mes de febrero por CeAQUA (Coordinadora Estatal de apoyo a la Querella Argentina), con el respaldo de la mayoría de grupos parlamentarios que integran el Intergrupo de Memoria y Derechos Humanos.

El virus de la impunidad y la memoria democrática

Una reflexión final: la impunidad es un mal que desborda el ámbito del derecho a la justicia. Es un virus que corroe la legitimidad de la democracia y pervierte nuestros valores como sociedad. La impunidad es un ejercicio de cobardía colectiva contra la memoria democrática, entendida como expresión de nuestros principios y convicciones, de nuestra honestidad como comunidad ante la historia y de conciencia democrática ante el futuro.

La impunidad es tanto un síntoma como un patógeno de una enfermedad más generalizada, el franquismo, o neofranquismo, que sigue presente en nuestra sociedad e instituciones y que cuestiona nuestra condición de demócratas. Cuando se niega la justicia, se borran los crímenes y se instalan el olvido y la mentira, que son la antesala de la negación. El negacionismo del fascismo patrio (el franquismo) es a su vez la precuela de su blanqueo.

Impunidad, negacionismo histórico, y blanqueo del franquismo: los ingredientes de un mismo desorden antidemocrático que socava los valores en que se fundamenta nuestra sociedad y la salud de nuestro estado de derecho, hipotecando nuestro futuro como sociedad libre y justa.

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