La epidemia de tuberculosis de 1939: la represión bacteriológica del franquismo.

La epidemia de tuberculosis de 1939: la represión bacteriológica del franquismo

Marc Pons / Foto: Wikipedia / Barcelona. Domingo, 12 de abril de 2020

Barcelona, 16 de mayo de 1939. Tres meses y medio después de la ocupación franquista de la ciudad (26/01/1939), las autoridades locales del nuevo régimen declaraban, oficialmente, la existencia de un importante brote de tuberculosis que afectaba a miles de personas. No hay cifras oficiales de infectados y de muertos. José Maria Milà Camps, presidente de la Diputación franquista de Barcelona, limitaría la cifra a “muchas personas“. Pero en cambio un estudio de los doctores Seix y Sayol contabiliza 1.730 muertes sólo en Barcelona. Los hechos revelan que la epidemia de tuberculosis de 1939, focalizada casi exclusivamente en Catalunya, fue un arma bacteriológica de represión.

El año 1939 la tuberculosis era, todavía, una enfermedad endémica. Dieciocho años antes (1921) se había probado con éxito la vacuna BCG, desarrollada por los doctores Calmette y Guérin en Francia, que inmunizaba la población. Pero hasta 1943 no apareció la estreptomicina, un antibiótico descubierto por el doctor Waksman, en los Estados Unidos, que sería el primer tratamiento efectivo de curación. Se empezó a comercializar a partir de 1946 pero, en este punto, hay que destacar que en la España de Franco no sería accesible hasta pasada una década. Mientras tanto sólo se podía adquirir de contrabando en Andorra. Y sólo lo podían obtener familias con recursos suficientes para pagar un precio estratosférico.

Las cifras del brote de 1939 sitúan, claramente, aquel episodio en la categoría de epidemia. Otra vez el estudio de los doctores Seix y Sayol revela que, después de seis décadas de descenso sostenido hasta reducir la afectación a un 66%, la cifra de muertes de 1939 escalaba, repentina y vertiginosamente, hasta alcanzar el último máximo de 1880. El de 1939 fue un nuevo pico brutal y trágico causado, en buena parte, por la destrucción de la red hospitalaria de Catalunya, por efecto de los bombardeos y por el desmantelamiento y liquidación de las políticas preventivas de la Generalitat (herederas de la Mancomunitat, acto seguido a la ocupación del país.

La gran masa de infectados y, en consecuencia, la concentración de mortalidad; se localizó en prisiones, en orfanatos, y en casas semiderribadas por efectos de los bombardeos. Prisiones superpobladas (la Modelo, con 18.000 presos, multiplicaba por 22 su capacidad); orfanatos insalubres (que no eran más que penitenciarías a escala infantil) y familias del segmento más humilde de la sociedad malviviendo en condiciones infrahumanas; con el añadido de la infralimentación, los maltratos y la ausencia de higiene. Un escenario más que propicio para la rápida propagación de la enfermedad y sus efectos letales.

Este paisaje es el que explicaría el brutal repunte de infectados y la elevadísima tasa de mortalidad de aquel episodio de 1939. Pero para explicar la falta de voluntad para paliar aquella epidemia, nos hace falta una fotografía de los afectados. A modo de ejemplo, la población reclusa de la prisión Modelo estaba formada casi exclusivamente por presos políticos. En este punto, resulta muy reveladora la proclama de Isidro Castrillón López, máxima autoridad penitenciaria en Catalunya: “Hablo a la población reclusa. Tenéis que saber que un preso es la diezmillonesima parte de una mierda”. Como, a criterio del régimen, lo debieron ser también los hijos de los presos y de los muertos republicanos ingresados en los orfanatos.

Efectivamente, el régimen franquista no destinó ni una peseta. Lo justificaron como un gasto que no pasaba de la categoría de prescindible. Un informe oficial de la época revela que “el manejar a esas gentes depauperadas y con toda clase de taras sociales es muy difícil por tener que compaginar la disciplina necesaria con un mínimum de humanidad”. Eso de las taras sociales estaría relacionado con la tesis de Vallejo-Nágera, el psiquiatra del régimen, que afirmaba que los republicanos (y los catalanistas, particularmente) eran carne de manicomio. Y con este sórdido argumento se limitaron a solicitar aportaciones privadas —a título caritativo— sin ninguna garantía de control.

La cifra de 1.730 muertos muy probablemente queda corta porque el régimen franquista tenía, también, otra forma —más expeditiva y más que sospechosa— de afrontar estas crisis sanitarias: expulsar de sus ciudades a las personas que estaban infectadas. Los datos indican que este patrón fue de uso frecuente durante la larga posguerra (1939-1951). Por ejemplo, la profesora Isabel Jiménez Lucena, de la Universidad de Málaga, revela que el año 1941 se detectó una epidemia de tifus en Guadix (Granada) que afectaría a unas 4.000 personas. La respuesta de las autoridades franquistas sería embarcar —a la fuerza— a aquellas personas en un tren, y desplazarlas y reubicarlas en Valencia capital.

Y mientras todo eso pasaba, el gobernador civil de Barcelona Wenceslao González Oliveros destinaba todas las energías y todos los esfuerzos —el personal y los institucionales— a organizar cacerías de “rojos-separatistas“. Mientras, sólo en Barcelona y en el momento álgido de la crisis, morían 20 personas diarias a causa de la tuberculosis, González Oliveros aparecía en las portadas de la prensa, por ejemplo, al frente de la Guardia Civil desmantelando una “peligrosísima” escuela catalana clandestina; o al frente de una brigada municipal arrancando las placas de la nomenclatura vial republicana —naturalmente, rotuladas en catalán— que habían sobrevivido a la primera oleada represiva

Y, también, mientras tanto en Madrid se declaraba una epidemia de tifus (noviembre 1939). Pero, sorprendentemente, a diferencia de lo que pasaba en Catalunya, o de lo que pasaría en el País Valencià y en Andalucía un año después; el régimen franquista destinó un millón de pesetas (el equivalente a siete millones de euros). Enfermos de segunda y enfermos de tercera. Los de primera llevaban uniforme militar. O de la Falange. Y en Barcelona —a la cola de la crisis—, el alcalde Miguel Mateu Pla autorizaría un festín en el Ritz de 14.000 pesetas (el equivalente a 90.000 euros), para Heinrich Himmler y un séquito de 95 nazis y falangistas (23/10/1940), que estaban de excursión en Catalunya en busca del Santo Grial.

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