La mujer que cosió la bandera republicana que cubrió el cuerpo de don Antonio y otros benefactores de los Machado

Contamos la historia de Juliette Figueres, dueña de una mercería de Collioure, el jefe de estación Jacques Baills o madame Quintana que ayudaron a la familia del poeta en el exilio sin saber de quién se trataba. Justo este 26 de julio, aniversario del nacimiento de Antonio Machado.

Alejandro Luque / 25 de julio de 2021 20:28h /

Colliure, 1939. En la noche del 22 al 23 de febrero, las manos de Juliette Figuères se afanan en coser una bandera tricolor: la bandera republicana española que ha de cubrir, al día siguiente, el cuerpo sin vida de un hombre, Antonio Machado, que acaba de fallecer después de unos días de agonía. Juliette, que en ese momento tiene 41 años, había sido una de las primeras personas que ayudaron al difunto y su familia cuando arribaron a este hermoso pueblo costero de los Pirineos Orientales franceses, sin que nadie reconociera al famoso poeta.

Machado había llegado a Collioure en tren, procedente de Cerbère. Atrás quedaba un largo periplo desde una Barcelona asediada por el ejército sublevado, abandonado el vehículo que les había conducido hasta Port Bou y el grueso de los equipajes. Al poeta le acompañaban su madre, Ana Ruiz, de 84 años, su hermano José y la esposa de éste, Matea Monedero, así como el escritor y amigo Corpus Barga. Todos extenuados, hambrientos y tiritando de frío, venían de pasar su primera noche en tierras francesas en un vagón abandonado en una vía muerta.

La primera persona a la que se dirigieron se llamaba Jacques Baills, era jefe de estación suplente en Collioure y contaba 27 años. Baills recordaría siempre cómo José se dirigió a él para preguntarle por algún hotel en el pueblo que pudiera acogerles, “y yo les indiqué el único que estaba bien entonces, y en el que yo mismo estaba hospedado”, afirmaba. Corpus Barga recordaría también la dificultad con que avanzaba la familia, y cómo él tomó en brazos a la madre de Machado y le oyó decir, en su delirio, la famosa frase: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”.

El valor del altruismo

Sin embargo, no se dirigieron directamente al hotel. La avenida de la estación culmina en una plazoleta con plátanos, la Place Géneral Leclerc, donde hoy los vecinos juegan a la petanca y toman el sol. La Placette, la llaman. Desde allí se ve el Douy, un riachuelo que por lo general es apenas un cauce seco, al otro lado del cual se yergue el hotel del que había hablado Baills, el Bougnol-Quintana. Y en la plaza, donde actualmente abre sus puertas una selecta tienda de vinos, se encontraba la Mercería Artículos de punto regentada por Juliette Figueres.

La estudiosa granadina Antonina Rodrigo, que entrevistó a Juliette y también a Pauline Quintana, la dueña del hotel, subraya la extraordinaria generosidad de unas personas que carecían de referencias sobre los inesperados visitantes: para ellas eran solo seres humanos que escapaban desesperados de las bombas y de las penurias de la Guerra Civil española.  “Ninguna conocía a los Machado, de ahí el valor de su altruismo para con aquella familia a la deriva, como todos los que llegaron aquel día a Collioure, en un tren abarrotado de gentes de toda laya. Gente que huía de la entrada del ejército franquista a Barcelona, último reducto republicano”, explica.

Rodrigo, que acaba de publicar un libro junto a Jacques Issorel en Francia, Antonio Machado. Gardiens de mémoire/ Memoria custodiada (Alter Ego Éditions), incide en la hospitalidad de aquella mujer a la que los Machado, helados y calados hasta los huesos por la lluvia, pidieron entrar un momento en la mercería para descansar. Figuères asintió y les ofreció café con leche para reanimarlos.

En ese momento pudo hablar un poco en francés con Corpus Barga y Antonio, y con Matea en español. Allí permanecieron la media hora que tardó un coche en recogerlos y llevarlos al hotel, que estaba enfrente, pero para llegar al cual había que rodear el Douy, que precisamente ese día llevaba agua. Por fin llegaron al Bougnol-Quintana y pudieron descansar, sin cenar siquiera.

Los libros y la ropa

El primero que reconoció a Machado fue Baills, que como estudiante de español había aprendido algunos poemas suyos y se asombraba ahora de tener ante sí al autor en persona. Desde entonces, después de las comidas, acompañaba un rato a Antonio y José en el hotel, surgiendo entre ellos una amistad que Baills siempre atesoraría en su memoria.

Antonio también visitó un par de veces en su tienda a madame Figuères, según explica Jacques Issorel, autor del imprescindible Últimos días en Collioure, 1939 (Renacimiento). Hablaban de lo que estaba ocurriendo en España junto con el marido de Juliette, Sebastian Figuères. “Machado les confesó que sentía más haber perdido los libros que la ropa, y les confesó que estaba enfermo, que tenía asma. Cuando le explicó al matrimonio que no podían escribir a sus sobrinas, que estaban en Rusia, porque no tenían dinero, los Figuères les prestaron papel y sellos”, apunta Issorel.

Ya entonces Baills, por mediación de madame Quintana, les había hecho saber que aquel no era un refugiado cualquiera, sino un poeta, acaso el más grande de las letras españolas del momento. Pero Juliette siempre recordaría que “los aceptamos porque somos humanos. Si uno ve que alguien está sufriendo, lo socorre aunque no lo conozca”.

Con esa misma humanidad cosió la señora Figuères la bandera con la que Machado fue enterrado unos días después. Un médico llamado Cazabens fue el primero en percatarse de que la salud del poeta había empeorado mucho, entre el asma y sus males de corazón. Junto a Machado agonizaba también su madre, los dos en la misma habitación. Baills les llevó una botella de champán “para mojarles los labios”, y Machado lo agradeció con una sonrisa.

‘Una sábana es suficiente’

Machado había dicho siempre que “para enterrar a una persona, con envolverla en una sábana es suficiente”. Así lo retrató a lápiz Henri Frère, un profesor de español que, junto a su colega Gaston Prats, habían buscado durante varios días al poeta, y llegaron al hotel Bougnol-Quintana pocas horas después del fallecimiento. Por su parte, un fotógrafo conocido como señor Sánchez, del cercano pueblo de Port-Vendres, retrató a Machado en la cama, cubierto con la bandera. La madre, Ana Ruiz, moría tres días después, justo el día en que habría cumplido 85 años.

Tras correrse la voz de que había muerto Machado, el hotel Bougnol-Quintana se llenó de gente. Desde París, el poeta Jean Cassou se ofreció para trasladar el cuerpo a la capital francesa. “Es un deber para nosotros, escritores franceses, encargarnos de las cenizas del gran Antonio Machado, caído aquí, en tierra francesa donde había buscado y creído encontrar refugio”. Sin embargo, José Machado declinó amablemente el ofrecimiento, y el féretro fue llevado finalmente al cementerio de Collioure por milicianos de la Segunda Brigada de Caballería ‘Andalucía’.

Hubo una última benefactora, Marie Deboher, que prestó un espacio en su panteón familiar para que reposaran en él, de forma provisional, los restos de Antonio Machado, mientras que la madre fue sepultada en tierra. Todos estaban convencidos en Francia de que España reclamaría el cuerpo de tan insigne creador, pero llegó el momento en que madame Deboher necesitó el panteón y se abrió una suscripción que recibió aportaciones del mundo entero hasta sumar 413.472 francos. Con ellos fue costeada la tumba donde reposan madre e hijo, y que hoy es lugar de peregrinación de los devotos machadianos y de los interesados en la memoria republicana en el exilio.

Juliette Figuères murió en 1989, su marido en 1960; madame Quintana en 1972, Jacques Baills en 1983. Sus nombres han quedado vinculados para siempre a la figura de Antonio Machado como un ejemplo de humanidad. “Por eso es importante que sean recordados”, concluye Antonina Rodrigo, “pero también su vida y sus rostros”.         

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